Por Jaír Villano

A veces nos es difícil tener una clara distinción entre lo que es un aforismo, un escolio y hasta un epigrama. Quizá sea sintomático de la tiranía de la brevedad impuesta sobre la sintaxis de nuestros días por la falta de tiempo y hasta las redes sociales. Lo que sí no es nada dificultoso, es reconocer la calidad y originalidad de las ideas y conceptos expuestos en estas breves frases y párrafos hasta ahora inéditos y que aquí tenemos el gusto de publicar.

Hay que cuidar la vida para seguir odiándola.

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Sé tú mismo. Pero antes pregúntate quién eres. No puedes llegar a ser lo que ignoras. La mayoría de la gente es un sujeto que no conoce, se precipita en certezas, no interpreta correctamente la cruda elocuencia de sus contradicciones, ignora la perplejidad y los acentos de sus otras personalidades. Así, no se conocen, no saben quién son, pero son aquello que creen que son, porque siempre será más fácil creer. 

El complejo dolor de ser uno mismo es llevar la pregunta al extremo: entender que no se puede ser, ser en sentido puro: ser libre. Estamos viciados desde el día que nacemos. Elegimos sobre algo que no elegimos: la existencia, por poner un ejemplo. Así, ser uno mismo es ser una aproximación.

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Es difícil escribir como si fuera fácil.

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“La historia sólo contiene relatos de hombres despiertos”, dice Lichtenberg. Pero ¿acaso no hay quienes llevan su vida como en un sueño? Quienes dicen ser felices y optimistas en un mundo como este no pueden ser más que el paisaje de un cuento de hadas. La prueba es que las tragedias diarias del mundo no los despierta.

O qué decir de quienes nunca despiertan de su pesadilla. La de estar vivo, me refiero. La de sentir el cruel y despiadado peso del insomnio, y de su paralizante aliado: la somnolencia.

“En la historia del hombre dormido aún no ha pensado nadie”. Toda la filosofía de Schopenhauer y Nietzsche, profetas del individuo de ensueño, es arrojada a la basura. 

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El precio de pasar de la soporífera e insulsa sobriedad a la estridente y explosiva embriaguez: ser peor que uno mismo.

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Cuántos yoes nacen y mueren en una relación. Cuántas personalidades y facetas rumiadas que nunca volverán a ser consideradas en el ser público, en el ser que se expone a los otros. Cuántas ilusiones marchitan en un gesto de despedida. Cuántos aromas sin las restricciones del presente y la marcha ciega y estática de evocar un pasado. Cuántos silencios por interpretar anhelando llegar a la profundidad del emisor del silencio. 

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La soledad es una mentira. Uno siempre termina con uno.

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Ser un escritor de borradores es mejor que ser un escritor de malas obras. Pero el que escribe malas obras es escritor, el que escribe borradores no existe. Se puede ser más no existiendo. Es una paradoja del arte.

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Amar la literatura. No los libros. Reverenciar la lectura y no la posesión del objeto. Eso me lo enseñó el amor y las bibliotecas públicas. Luego, todo fue cuestión de nihilismo: no le quiero dejar nada a nadie. Me corrijo: no le quiero dejar nada bueno a nadie. Finalmente, y para la tristeza de los demás, escribo libros.

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Yo iba a ser escritor. Pero la filosofía me hizo dudar.

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El tono también es el tema, el concepto, el fondo. No me imagino a Schopenhauer o a Nietzsche haciendo muecas. La de Cioran es cínica, feroz, malvada. Pero también es cierto que uno elige cómo quiere ser leído, lo que otras palabras quiere decir: cómo ser visto. El tono es el yo de la escritura.

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Tanta joda con el dolor metafísico, tanta búsqueda en la filosofía del dolor. Y la respuesta no estaba ni en el suplicio de Schopenhauer, ni la angustia de Kierkegaard, ni en la disciplina del gran sufrimiento de Nietzsche. El odontólogo, ese terapeuta, me anestesió. Y, a diferencia de la filosofía, no hubo preguntas sin respuestas. 

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Ser un individuo solitario. Qué placer es saberlo. Qué horror es sentirlo.

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Entre uno más se conoce más desprecia la gente parecida a uno.

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Hay quienes creen que uno es lo que muestra en una red, y no lo que es en la vida.

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Somos cómplice del fraude virtual: nos hacemos un indicio equivocado de los otros por la reiteración de proyecciones. 

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Quisiera prescindir de mí, pero hasta en eso fracaso.

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Un buen escritor debe ser un magnífico lector, pero un magnífico lector no necesariamente es un buen escritor.

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Hubo un tiempo en que uno leía literatura para no dormir. Ahora uno lee literatura y estimula el sueño.

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Podríamos decir que el insomnio es una duración sin contenido, dado que cualquier intento por ejecutar una acción es anulado por efecto del más agotador estado de indefensión. El insomnio nos inhabilita, nos detiene, nos neutraliza. ¿Quién es uno en el insomnio? A lo sumo somos el ser que en el día se oculta, que huye de sí, que se evita entre los deberes y el tumulto. Acaso no somos la imagen que controlamos en el día, sino que somos el ser indomable y angustioso del insomnio. Esas horas cargadas de ingeniosas potestades para engendrar el horror personal nos desnudan: pensamientos incesantes, triviales y trascendentales, ponderables e imponderables, monótonos y creativos, se instalan en la cabeza.  Se suspenden en la oscuridad. El fatalismo gobierna ese tiempo: el humano que yace en su cama es víctima de él. No se puede defender de la capacidad con que aniquila cualquier resquicio de esperanza. Esas horas, la mayoría de las veces acumuladas de otras horas sin descanso, el individuo es testigo de su propia flagelación. Es un espectador que observa la tiranía de una mente que halla las formas más simples -y por eso más crudas- de lesionarse. En el insomnio no hay tregua. El anhelo es el sueño, pero este se burla con su esquive. Saber que la hora del descanso es la hora de la tortura es unas de las tantas crueldades con las que convive el individuo.

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La primera derrota es la personal. Es decir: la que deriva por incapacidad(es) personal(es). Aquella en la que no inciden elementos exógenos o ajenos al derrotado. Hay dos opciones con esa derrota: asumirla con resignación, lamentándose de lo imposible, buscando amparos en la compasión. O hacer de ella un instrumento para situarse: para verse en el mundo no ya como individuo sino como humano: el mundo como espejo. Asumir el fracaso como símbolo de otros fracasos, como fuerza, como combate, como uno de los tantos que a diario nacen en un mundo que exige éxitos y triunfos.

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Nietzsche es más conocido hoy, pero menos comprendido que ayer. La sociedad mediática reproduce sus frases sin inmutarse por conocer su sistema, el acento de su bramido, la voluntad de poder, la desvaloración de los valores supremos de la que habla. Su enfermedad y la grandilocuente exaltación de algunos de sus aforismos atraen la atención de usuarios a los que solo les interesa replicar el efectismo sintáctico en las redes sociales. La muerte de Dios y el eterno retorno son dos de las ideas más mal interpretadas y, quizá por ello, más famosas, como si antes de él no hubiera un Hegel, un Mainländer, un mito; es decir: un antecedente desde el cual parte y con el cual se diferencia. Heidegger, acaso su lector más lúcido, hace una pertinente invitación: “lo que es decisivo…es oír al propio Nietzsche, preguntar con él, a través de él, y así al mismo tiempo contra él, pero a favor de la causa más interna, única y común de la filosofía occidental”. El Nietzsche de la montaña defenestraría el uso vulgar y sin sentido del Nietzsche de la social media. Nosotros, sus seguidores, tememos lo peor que pudiera pasar: que el filósofo que alteró la verdad se vuelva el filósofo de la más fatua convención. 

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El capitalismo aprovecha sus artimañas y sus formas de esclavitud para mercantilizar ejercicios de la inteligencia por definición libres: la lectura es uno de ellos. Leer se volvió un lujo, un privilegio de algunos, o la ociosidad no lucrativa de otros. La literatura cosmética aprovecha este escenario para ofrecerle al público una oferta editorial amplia y variopinta, que se hace pasar por profunda y diversa. Puesto que leer es una actividad que se celebra socialmente, el capitalismo propone productos para saciar no el deseo de divertimento fortuito, la espontánea inclinación por el saber que alimenta la curiosidad, sino la necesidad social, el imperativo por cumplir lo que se constituye como un requisito, una exigencia aplaudida y figurada como culta. Así, no se leen libros, se consumen. No se disfrutan, se presumen. Ni Dostoievski, ni Proust, ni Man, ni Borges son autores a los que se pueda entrar con premura de tiempo. No se puede conversar con Heidegger en el periodo que antecede el descanso nocturno. La literatura cosmética erige vedettes, y estilos epigonales, marcas y autores que la prensa y la publicidad hacen pasar por estilos auténticos y grandes maestros. La lectura de mercancía es la lectura de autores de consumo.

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No se escribe para arruinar el silencio. Se escribe para vencerlo. Hay palabras que al nacer se vuelven distintas, abortan su pureza al ser expresadas, ahí el silencio se hace presente por su ausencia. Las otras palabras extinguen al silencio, pulverizan su existencia, su antigua marcha se invisibiliza. Las mejores palabras tienen el don de cumplir algo que no podía ser nombrado de otra manera. Esas palabras solo debían ser ellas mismas, su espejo ignora al universo y lo inventa, hacen desvanecer algo que antes de su alegre danza en la expresión no era.

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Si Cioran se tomara en serio sus escritos no habría vivido tanto. Es decir: no habría soportado la existencia de la que se lamenta, las bofetadas de la conciencia, la inclemencia de la lucidez. El castigo de la superioridad. Su caso es el del escritor que adopta un personaje público, que se ampara en un rugido, en una mueca textual, en un frenesí. Mainländer fue menos incisivo en su apología al suicidio, un solo escrito, y se suicidó. El rumano derramaba y se jactaba de un pesimismo que, en lugar de cesar el suplicio, de corresponder a su teoría, producía más y más libros. Un pesimismo incapaz de efectuarse a sí mismo. Una guerra frontal contra todos los profetas, y apenas parcial contra él mismo. Esto no le resta sus atributos como autor, pluma ágil y beligerante, pero en cambio deja en duda sus ideas. El Cioran de la vida no era el Cioran de la ferocidad. Corolario: nos puede gustar un autor aun cuando no le creamos.

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Cuánta dignidad hay en no querer saber más de uno mismo.

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Si yo fuera un influencer de esta sociedad me preocuparía, algo frívolo, patético y extravagante estaría ejecutando…

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Leer los autores de nuestros autores es una de las formas más honestas de reverenciarlos.

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A Neftlix hay que agradecerle que haga las resacas más amables: sus series en estado de sobriedad serían insoportables 

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Una diferencia importante entre un gran escritor y un mal escribidor es que del primero queremos conocer hasta sus tachones. Presentimos que incluso en eso que descarta hay algo por aprender. 

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Esos misteriosos sonidos de la dialéctica amorosa. Esas canciones en las palabras, en la pronunciación de las cosas, en las expresiones elegidas para designar al otro. El festejo de la expresión común e inherente a todos los enamorados: presos de un lenguaje repetitivo, envejecido y abusado, pero neonato en la sensorialidad de su uso. Qué diferencia adquiere el nombre del amado en boca del amador antes, durante y después del amor.


Los aforismos aquí publicados hacen parte del libro aún inédito El pozo de la desilusión. Además de aforista, Jaír Villano es crítico literario y reseñista de libros en El Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de La República, la primera y más longeva revista cultural en Colombia. Es también profesor universitario con una tesis de maestria sobre el dolor y el nihilismo en la filosofía, las letras y el cine. Así mismo es columnista de El Magazín Cultural del diario El Espectador de Bogotá.