Una entrevista de Paulo César Peña 

Fotografías de Efraín Bedoya Schwartz


El escritor chileno Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) visitó Lima invitado por el II Festival de la Palabra, un evento organizado por el Centro Cultural de la Universidad Católica entre el 15 y 19 de abril. Además de participar en las charlas, el autor vino a presentar  Facsímil, su más reciente libro experimental, de género inclasificable, que ha sido editado por Estruendomudo en Perú.

Su presencia en Lima despertó gran atención, pues se trata de uno de los últimos referentes de la literatura latinoamericana contemporánea. Es por eso que, en 2007, el Hay Festival de Bogotá lo consideró como uno de los 39 escritores latinoamericanos menores de 39 años más importantes; y, en 2010, la revista británica Granta lo incluyó en la selección de los 22 mejores escritores de lengua española menores de 35 años.

Si bien el autor se dedicó, en un principio, a la poesía (tiene dos poemarios en su haber); fue con la publicación de su primera novela, Bonsái (2006), que se convirtió en un autor al cual había que seguirle el rastro. Perronegro tuvo la oportunidad de conversar con él sobre sus libros, lo que implica dedicarse a la escritura, su paso por el cine y, claro, el valor que puede tener la literatura en nuestras vidas.


¿Además de la escritura hay otro tema u otra disciplina artística que te apasione, practiques o estudies?

Que me apasionen hay varias, pero no las practico. Me gustaría que fuera la música, pero no tengo dedos para el piano. También podría ser el cine. He estado en contacto con el cine; ahora mismo, con un proyecto.

Lo señalo porque me había percatado de que, en tu narrativa, no está presente esa necesidad de describir todo el espacio. Solo se capturan determinadas escenas. Esto me lleva a pensar en alguien que trabaja con fotomontajes o con historietas: alguien que escoge una imagen exacta como para generar la idea de narración.

Son formas distintas de continuidad. Yo sí creo en el flujo, en ese momento en que una frase viene de la otra, y eso es, para la lectura, lo que prima, cuando —yo al menos como lector— una frase parece venir de la anterior, aunque no te la esperabas. Esto es más exacto que con respecto a un interés en la historia. Y tiene que ver con el sonido. En cambio, con el cine tengo una relación medio ambigua. Está esta idea de que el cine es como la meta: “Si una novela es buena, sí se puede filmar”. Yo creo que una novela es buena si no se puede filmar. Si hay algo específicamente relacionado con las palabras que no se puede traducir de ninguna manera. Y, por otra parte, creo que una buena película debe tener algo que no luciría en un libro. Solo quedaría ver la película.

Para ti, ¿la literatura en qué se ha transformado —si es que se ha transformado— desde que comenzaste a armar tus primeros textos y luego publicaras tus libros? ¿Ha permanecido algo invariable en ella?

Sí, se mantiene cierta inocencia. Creo que por eso uno sigue publicando y haciendo cosas. Hay algo en la escritura que no hay en ningún otro momento, y que necesito: me gusta la sensación de no saber qué es lo que estoy haciendo, como el volverse loco. Cuando tienes una idea, una imagen, y a partir de eso te pones a escribir y el texto se va por otro lado. Eso siempre ha estado y es lo que busco más allá de cualquier cosa cuando escribo. Después, puede resultar o no. Puede ser o no comunicable. Puede que lo publique o que no lo publique, pero es ese momento todo lo que quiero… Bueno, suena medio esotérico lo que estoy diciendo, pero es algo que también es físico. Es que a mí me cuesta mucho concentrarme. Hay momentos en los que sí me concentro, que el déficit atencional se neutraliza —y sin medicamentos de por medio—  (risas). Además, ya hay un flujo de cosas que tampoco sabías que tenías dentro.

Como que te encuentras con esta vitalidad del texto…

Sí.

Porque me acabas de decir que esperas que la frase surja natural de la que la antecede  y ahora también dices que el texto crece por sí mismo…

Claro. A veces pasa. Tiene que ver un poco con una naturalidad muy extraña.

Son como raíces que van creciendo…

Sí, sin que lo puedas prever. Y, a la vez, los libros son siempre muy distintos a como te los imaginaste. Pero igual son ese libro. Se relaciona con la soledad. Y también con la pobreza de la escritura. Con estructuras muy significativas. Con las palabras. Todo el mundo tiene las palabras. Todo el mundo podría contar una historia. Hay algo ahí en esta pobreza: papel y lápiz. Pareciera que no tuvieras que aprender nada.

¿Esta pobreza de la escritura vendría a ser uno de tus principales conflictos? ¿Vendría a ser una dificultad a superar, a dejar atrás?

No. No lo decía en ese sentido. Me refería a lo material. Es algo que todo el mundo podría hacer. Para escribir no tienes que comprar un instrumento especial. Creo que la noción de dificultad  no está relacionada con la literatura. Está relacionada con uno mismo: “¿Por qué chucha estás escribiendo?, ¿qué quieres hacer?, ¿qué quieres decir?” Mucha gente ve a la literatura como una actividad afirmativa. Como si uno supiera lo que tiene que decir, entonces va y lo dice. Pero la verdad es que si uno tuviera tan claro lo que va a decir, ¿para qué escribe una novela?, ¿para qué escribe un poema? No tiene sentido. Justamente la literatura reivindica una ambigüedad que no equivale al silencio: “Si no sabes qué decir, calla”. ¿Por qué? Tengo derecho a no saber qué quiero decir, a indagar, a darle vueltas y al ocio.

Perronegro - Zambra

Muchas veces me preguntaban si tenía algo o no que decir porque existía esta presión normalizadora: “Tienes que tener algo que decir”, “¿qué vas a hacer con tu vida?”, “tienes  derecho o no tienes derecho a hablar sobre esto o sobre lo otro”. Son presiones. Aparte, no sé si la dificultad está en dar forma a un buen poema. Porque cuando estás escribiendo siempre estás buscando algo, y eso no tiene que ver con quiénes lo van a leer ni con expectativas posteriores. Luego das el paso y publicas. Y bueno, eso ya es una cosa mucho más impura, quizás. No digo que sea mala. Pero es que publicar es una cosa rara: “Mira, yo tengo algo que mostrar”. ¿Es raro, no?

Porque a la vez uno también tiene la expectativa de que va a ser importante, o tiene algo de importante al fin y al cabo. Por eso lo muestras.

Claro. Lo muestras esperando algo, pero a la vez también hay como un deseo de borrarse. Creo que hay muchos escritores que son pudorosos, paradojalmente. Cuando te preguntan —me preguntaron una vez en Colombia—: “¿Por qué la gente debería comprar tu libro? Dile a la gente por qué comprar tu libro”.  No, yo no puedo responder eso. Compren otro libro (risas). Qué voy a hablar yo, como si [el libro] fuera una aspiradora.  Pero a la vez está esto en el centro de la paradoja: ¿por qué publicas? No sé. No tiene por qué haber respuestas para todo… Pero yo me sentí como una miss: “¿Por qué el jurado debería elegirte como miss?”.

Nadie duda de que exista la felicidad como lector, pero la felicidad como autor ¿es posible? ¿En dónde se ubicaría?

Mira, no puedo responder esa pregunta… fuera de terapia (risas). Porque ambas son cosas distintas. Porque tú haces algo [escribir] que no es raro, pero es curioso realmente. Escribir, generalmente, está constituido sobre la base de varios fracasos: no ser suficientemente bueno como volante creativo (risas) o una lesión te obligó a ser escritor cuando tú hubieras querido ser puntero izquierdo, o no tocaste suficientemente bien la guitarra o no la sabías tocar (risas).

Entonces, ¿qué crees?

Yo creo que sí existe [la felicidad como autor]. Es bacán. Sobre todo para los que tenemos el recuerdo de haber leído algo que nos cambió la vida, que nos hizo pensar en cosas que nunca hubiéramos pensado. O que habíamos pensado, pero que no sabíamos que podían expresarse. La literatura es un tipo de comunicación tan tardía, tan extraña. Entonces sientes la esperanza —quizá muy arrogante— de devolver la mano, de que alguien lea uno de tus libros y se establezca una comunicación. Emily Dickinson decía: “Esta es mi carta al mundo/ que nunca me escribió”. Algo de eso hay: que otro lo pase bien en la soledad. Una pena feliz.

¿Es verdad que luego de terminar de escribir tus libros no vuelves a leerlos?

Salvo cuando leo fragmentos en presentaciones. Pero nunca los leo enteros.

¿Es una suerte de cábala o tiene otro fundamento?

Es natural, pero después, cuando lo dije, lo racionalicé. La primera vez que lo dije fue porque alguien me preguntó. Pero la verdad, no. Los leo muchísimo antes de publicarlos. Seguramente ya me los sé de memoria (risas). Además, publicar es abandonar. Los libros son como hijos abandonados. También pasa que me interesa más lo que estoy haciendo en ese momento. La primera idea que tengo cuando recibo un libro mío recién impreso es “Ah ya. No puedo escribirlo más”. Y empiezo a hacer otras cosas. Siempre me ha ocurrido así. Aparte, siento que si los leyera, encontraría todo mal.

¿Tú tienes diarios? ¿Los has utilizado? ¿Cómo le sirven a tu obra?

Sí. Pero es una escritura bastante suelta. Aburridísima. No hay literatura ahí. Pero a veces sale algo. Es más terapéutico: “Me siento feo” (risas). No tiene mucho más arte que eso. Sí sirve de algo: sirve para no darles responsabilidades a los demás de cosas que son solo tuyas. Porque vivimos responsabilizando a los demás. Entonces, se escribe un diario para ver esas cosas que son solo tuyas y también para darle lugar a la injusticia, a la arbitrariedad, a la condena.


Una coincidencia que había detectado entre Bonsái y La vida privada de los árboles es que sus protagonistas (Julio y Julián) le cuentan —o se ven obligados a contar— a alguien más una historia que inventan en la marcha.

Es verdad: ¡No había pensado en eso! Claro. Los dos están improvisando. Uno está mintiendo [Julio a Emilia]. El otro está intentando hacerla dormir [Julián a Daniela].

¿Es una especie de radiografía de esta época? En el sentido de que nuestros discursos no están definidos ni controlados, más bien estamos a merced de ellos.

bonsaiBueno, en Bonsái, tenía bastante presente en la cabeza esta presión que siempre cae sobre los lectores jóvenes y que era más o menos similar a la experiencia de quienes habíamos crecido en dictadura: “No puedes hablar de esto, tú no estabas, no habías nacido cuando pasó tal cosa”. Era una frase invalidante muy típica de los padres. Luego, en la universidad: “Tú no puedes hablar de libros, si no has leído nada”. Entonces, ¿qué había que hacer? Había que mentir. Había que decir que uno había leído. Porque a la vez como que se aspiraba a esa validación intelectual para que la negación no fuera doble: “no puedes hablar del país porque no has vivido” y “no puedes hablar de literatura porque no has leído”… Era como quedarse sin brazos y sin piernas. Entonces, la ficción era una forma de resistencia y una búsqueda de identidades, aunque fueran falsas. Y, por otra parte, la ficción no es lo mismo que la mentira. La ficción es una forma de llegar a una verdad menos atada a lo comprobable. Es que hay un servilismo al concepto de normalidad, de realismo. Como si no durmiéramos todos los días y no estuviéramos liberando irracionalidad cotidianamente.

¿No importa que para tener una identidad haya que usar máscaras?

Es lo que le interesó tanto a Fernando Pessoa. Hay una máscara que se parece al rostro, pero nosotros sabemos que no es real. Hoy día podemos darle mucha fuerza a esa ilusión de tener una identidad pura. A veces queremos una. Nos pasa a todos. Pero Jaime Gil de Biedma lo dice muy bien en un poema: “divertirse en la alternancia de desnudo y disfraz”. ¿Por qué tener una sola identidad?

También interviene la capacidad de olvido que tenemos. Hablamos del presente como si no fuéramos a renegar de él. Como si en diez años más no fuéramos a reírnos de quiénes somos ahora, como si ahora no estuviéramos riéndonos de quiénes éramos hace diez años. Seguramente, si viéramos esto —o hubiéramos pensado esto—, nos habría parecido doloroso. Tienes una novia a los quince años, estás muy enamorado y crees que vas a estar toda la vida con ella, pero viene alguien del futuro, o tú mismo, y te dice: “¿Cómo es posible que pienses que estarás con ella toda la vida?”.  Y este chico podría responder: “Tú que tienes treinta, ¿por qué crees que ahora sabes lo que es el amor?”. Y es que uno está todo el tiempo con una idea de la madurez muy opresiva. Como si tus padres no tuvieran dudas. Como si fueran esa imagen que proyectaban, como si fueran inmóviles. Pero el tiempo mostró que no eran así tampoco… Qué profunda esta conversación (risas).

Has declarado que, para los argumentos de tus narraciones, te vales más de la memoria que de la fantasía.

Bueno, se trata de una pequeña ironía. Es gracioso que un escritor diga que no tiene imaginación, aunque sí una buena memoria. Pero igual es verdad. También digo que tengo buena memoria involuntaria. Y eso es cierto. Yo me acuerdo de cosas que no son importantes. Siempre. Por ejemplo, le digo a alguien: “¿Sigues moviendo mucho la bolsita del té antes de sacarla de la taza?”. Es esa clase de cosas que conservo. Y me dicen: “¿Pero cómo te acuerdas de eso?”. Entonces quedo como alguien que tiene muy buena memoria, pues suponen que me acuerdo de muchas otras cosas. Y quizá solo recuerdo haberme fijado en eso: en la cantidad de veces que subía y bajaba la bolsita antes de sacarla de la taza. Ese es el tipo de memoria que tengo. Medio desfasada. Y muchas veces me trae problemas, porque no me acuerdo del nombre de alguien, pero sí me acuerdo de cosas en teoría menos importantes.

Ahora bien, en las últimas décadas hay una tendencia muy común: la de escritores que hurgan en la memoria íntima o colectiva antes que apelar a la completa invención de una historia.

Pero igual hay una ficcionalización  total, lo que pasa es que parece que no lo fuera. Cuando yo leo algo jamás pienso si esto fue verdad o mentira. No tengo el objetivo de corroborarlo, más bien. Cuando se habla de lo autobiográfico, lo que a mí me parece extraño es que se actúe como si la autobiografía no fuera de por sí el género literario más sospechoso, más ficcional de todos. No hay nada más sospechoso que alguien diciendo “Esto es lo que pasó” o “Esto soy yo”, “Léanme así y no de estas otras maneras”.

Ahora, pasa que había un rollo con hablar en mi generación. Y yo mismo lo sentía así. El que habla no necesariamente tiene una historia objetivamente trascendente que contar. ¿Por qué me está contando su historia? A mí me gusta esa tensión como lector. Cuando uno lee, piensa ¿qué le está pasando a este? Me gusta esa sensación. Porque, en realidad, sí me gusta saber esas cosas. Pero también es más complejo que eso. En general, pienso que cualquiera que enfocara su historia y circunstancias con precisión y con mucha valentía tendría un gran libro.

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¿Y quiénes son los que se pondrían a ficcionalizar ahora? Considerando que los escritores se valen cada vez más de la memoria…

Creo que eso está ocurriendo hace tiempo. Lo que pasa es que ya no es solo una cuestión literaria. Por ejemplo ¿qué es lo que pasa en Facebook? Allí también te inventas una vida. Ahora se habla de una sociedad de supervigilancia, donde todos se están vigilando los unos a los otros. Y a la vez, aunque cada red social es distinta, en Facebook como que cada uno es, más que un escritor, un personaje. Luego, la pregunta es: ¿quién te escribe? Facebook. Él es el escritor de esta novela de la cual tú eres un personaje. En la que aparentemente cada uno está tomando decisiones. Asimismo, te obliga a mostrarte de determinada manera.

Yo me salí del Facebook hace como un año y medio, no lo echo de menos, pero no fue fácil. Era muy adictivo para mí. Nunca posteaba nada, pero podía estar horas mirando a otros, sus fotos, lo que la gente considerase mostrable de sí misma. Es muy interesante porque hay un límite ahí que va cambiando de persona en persona. Cada cual es una novela… Ahora hay que hablar de todo y hay que tener opiniones de todo. Yo creo que tengo como tres opiniones al año (risas). A veces tengo muchas opiniones, pero rara vez una de ellas suena —para mí mismo— trascendente. Tengo las indignaciones y las alegrías comunes y corrientes… Ahora estoy muy off line. Y la gran diferencia es que la escritura tiene una relación con  la soledad. La gente no sabe estar sola, no quiere estar sola, en ningún momento del día. Leer es una cosa muy rara. Bueno, vivir también. La literatura te permite «salir» a la soledad.


Cuando Bonsái fue llevado al cine, ¿tú participaste de alguna manera en la adaptación?

No. Me hice amigo del director. Él iba a mi casa y me hacía preguntas, pero todo el guión lo hizo él solo. Luego hemos seguido trabajando. Justo ahora estamos en algo.

Sé que uno de tus cuentos de Mis documentos será llevado al cine, ¿qué puedes comentar al respecto?

El mismo director trabaja ahí. Pero ya nos peleamos, como que nos hemos aburrido. Y aquí sí escribí el guion. Es un largometraje que se va a filmar dentro de dos meses. Pero, eso sí, vamos a dejar de ser amigos después de eso (risas).

¿Qué tal el lugar del guionista?

No es muy cómodo. Escribes algo y luego no tienes mayor poder de decisión. Por ejemplo, escribes que un actor aparece sonriendo, y el director le dice en el set “¡no sonrías!”. Y cagaste, ya cambió toda la película (risas).


¿Los temas desarrollados, en tus obras, son producto de una obsesión personal o surgen ante ti por una determinada circunstancia? ¿Crees que prevalezca alguna de las dos situaciones?

Las dos, ¿no? En Facsímil es muy notorio. Aunque la verdad cuando lo terminé no tenía tan claro de qué hablaba. De las cosas que me obsesionan, supongo. Pero a mí me parece bastante sospechosa la literatura muy temática: “Quiero escribir sobre este periodo histórico porque se debe hablar de esto” o “Quiero escribir sobre esta gente, estos personajes”. “Voy a escribir sobre esto que nadie en la literatura aún ha escrito” ¿Qué importa? O “La gran novela sobre el terrorismo en el Perú”, “Quiero escribir la gran novela”. Escribe mejor un reportaje. Es decir, ¿por qué una novela? ¿Por qué tiene que haber la gran novela de algo?

¿Cuándo nació la idea de hacer Facsímil tal como ahora lo vemos?

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Más o menos un año y medio. En realidad, tenía estas ideas vinculadas más con la poesía que con la prosa. Pero no siempre las materializaba ni las mostraba. Ahora, más bien, estaba escribiendo una especie de cuento —que también podía ser una novela— sobre esa época y sobre la prueba [en Chile, el término facsímil se emplea para referirse a la prueba de ingreso a la universidad]. Empecé a hacer esto como parodia, como jugando, hasta que me di cuenta de que ahí estaba el libro.

Mientras lo escribiste, ¿volviste a experimentar la misma sensación que tenías cuando hacías esa prueba?

No. Es que la literatura es lo contrario a un test de lenguaje. En particular, algunas secciones de la prueba que eran muy normalizadoras: estabas obligado a seguir un esquema lógico, a ir de lo general a lo particular, de lo abstracto a lo concreto. Es lo contrario del estilo, y el estilo, en el fondo, permite colar una dosis de irracionalidad. Cuando tenía diecisiete años y hacía los facsímiles de la prueba verbal quería tenerlas todas buenas. Y trataba de aprender el género. Porque es todo un género el test. Trataba de aprender cómo estaba hecho. Pero para tenerlas todas buenas (risas). Y esto me sirve como recapitulación: la parodia nos congrega. Hay una cosa muy hermosa en la burla, no para el burlado, sino para los que se están burlando: se genera una suerte de complicidad, de compañerismo. Por ejemplo, todos nos reímos de los profesores. Es muy divertido. Pero, en este caso, sabía que la parodia también me iba a llevar a una autoparodia, que es más dolorosa. Muchas tensiones conviven en esa prueba, como la idea de una respuesta única.

Es una suerte de revancha con esta sociedad que te exige siempre tener una solución…

Claro. La necesidad de tener una respuesta. Pero es una revancha paradójica porque uno a veces también quiere tener una respuesta, una sola. La multiplicidad nos parece liberadora, pero también es una condena.

Para terminar, en tus primeros libros hay una especie de distanciamiento entre el narrador y los personajes. Ahora, con Facsímil, se podría decir que no hay un narrador exacto. ¿Cuál será el siguiente paso?

El abismo (risas). Lo que pasa es que estoy en un momento en que hago muchas cosas paralelas. Estoy escribiendo dos novelas. Tengo como cinco archivos. Pero no me decido por ninguno. Lo que ya empiezo a percibir como un problema…  Uno de los libros, y que es probable que lo termine pronto, se llama Cementerios personales. Es un ensayo sobre bibliotecas personales. Sobre gente que tiene libros en sus casas y sobre el sentido de la acumulación. Más bien, el sinsentido de la acumulación.


Paulo César Peña (Lima, 1986) es promotor cultural. Estudió Literatura en la Universidad San Marcos. Fundó y dirigió la revista de ensayos Estereograma. En 2013, publicó el libro de prosas breves Cada ventana tiene su propio cielo (Paracaídas Editores). Actualmente, codirige El cuarto del rescate,  una plataforma virtual que recopila testimonios de escritores contemporáneos sobre sus primeros contactos con la lectura.