Por Antonio Restrepo

Ahora que vivimos en un mundo cada vez más atestado de gente, le dejamos a nuestros lectores que decidan si esta nota debe clasificarse bajo el rótulo de crónica personal o ficción. Lo que sí podemos anticipar es que su autor es un veinteañero que enseña literatura en una conocida universidad de Bogotá


Hace poco presencié un oráculo certero. Tuve que ir a la Oficina de Pasaportes al norte de la ciudad. Una fila enorme daba la vuelta al edificio y todas las personas parecían de mal humor. Por fortuna, yo no tenía prisa. Había pedido un día libre en mi trabajo y sabía, desde que me desperté, que lo pasaría allí.  

Mientras esperaba, dos hombres de traje gris y corbata azul petróleo que transportaban grandes torres de papel viejo fuera de las oficinas llamaron mi atención. Yo intentaba leer. Sin embargo, levantaba la mirada de cuando en cuando, como un espía que no ojea el periódico que compró para ver qué sucede delante de sí. 

Uno de los hombres empujaba una carretilla llena de papeles. Estaba sudado y se quejaba. Sus movimientos eran toscos y tenía la espalda mal encorvada. El otro, entre risas, se cercioraba de que la torre que llevaba su compañero no fuera a colapsar. Le abría las puertas, quitaba cualquier obstáculo del piso y decía: “Ojo, ojo, ojo, ojo”, “Cuidado ahí, manito, cuidado ahí”. 

El vaivén era hipnotizante. Salían de una gran bodega al fondo del edificio, con algarabía y quejas cruzaban toda la sala de espera, rodeaban la fila y dejaban el papel al borde de la calle, junto a un par de canecas. Luego regresaban a la bodega, se encerraban un par de minutos, afuera oíamos golpes secos de papel cayendo, y volvían a comenzar. 

En la calle, una familia de recicladores recibía el papel. Los padres, ya viejos, ordenaban las torres al fondo de la zorra. Un joven adolescente les ayudaba, amarraba los pilares blancos con alambre y, de forma azarosa, escondía placas de metal entre el papel. Mientras tanto, una niña de siete u ocho años sacaba hojas y hacía aviones para jugar. Miraba a la fila y tacaba a quienes esperaban. Doblaba el papel de forma veloz y lanzaba los aviones con fuerza. Varias personas la ignoraban. Un avión las estrellaba y ellas la dejaban en el suelo. Pronto se iría y ellas se quedarían allí.

Poco antes de mi turno, los hombres terminaron su tarea y la familia, de cargar la carretilla. Entonces, un avión me aterrizó a los pies. Lo recogí, lo examiné y volví a lanzarlo a la niña que estaba por irse. El avión pasó cerca de varias cabezas y cayó en la caneca. La niña se encogió de hombros y doblo uno nuevo. Las alas tenían la fotocopia de una cédula y lo supe de inmediato. Los miles de papeles que habían sacado de la oficina eran fotocopias e impresiones de los cientos de documentos y formularios que exigían allí. 

Miré mi carpeta, a reventar de papeles, y me llamaron. 

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No he podido caminar de forma cómoda durante los últimos tres días. Me hice la vasectomía. En el quirófano se necesitaron dos enfermeros y un urólogo cirujano para cortar y cauterizar. La operación duró siete minutos. Me recosté en una camilla, me inyectaron anestesia, oí cortes y vi tres estelas de humo que salían de mi pene. Me explicaron que no basta con cortar los caminos, había que quemarlos para que no se volvieran a unir. No me arde orinar. Tampoco me molesta sentarme. He podido leer y escribir. También vi una película. Lo único que me incomoda es el movimiento. De solo imaginar una bicicleta frunzo el ceño. Hace poco me enojé con mi hermana porque me hizo reír. 

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Este es el futuro que vi en la Oficina de Pasaportes. Quienes deseen viajar tendrán que entregar sus papeles en una Oficina Unificada de Migración Internacional, junto con un itinerario detallado de su viaje. Un oficial verificará la documentación y, de ser aprobada, enviará el pasaporte a cada destino del trayecto. Todas las ciudades tendrán sedes de la Oficina de Migración y allí volverán a verificar los papeles. 

Los viajeros seguirán sus papeles como si fueran la pizza de Domino’s un domingo de pereza. Habrá un tracker en alguna página gubernamental que dirá algo como: “Tu pedido fue recibido, tú pasaporte está en la oficina de migración, tu pizza está en el horno, tú pasaporte está en Lisboa, tu pizza está en camino, tú pasaporte está en Madrid, tu pizza está en la puerta de tu casa, tú pasaporte regresó.» El error ortográfico querrá decir: tú también estás aquí; y será discutido en clases de literatura, de antropología y de ciencias políticas. Pese a las críticas, el gobierno no lo corregirá.

No he podido caminar de forma cómoda durante los últimos tres días. Me hice la vasectomía. En el quirófano se necesitaron dos enfermeros y un urólogo cirujano para cortar y cauterizar. La operación duró siete minutos

Mientras los documentos viajan, sus dueños investigarán los destinos a los que desean ir en internet. Verán videos sobre los puntos de interés turísticos y hasta cocinarán platos típicos del lugar. Como cada revisión tomará semanas, los viajeros se crearán expectativas mientras miran el calendario y ven las noticias de las seis. 

Al final, el pasaporte habrá viajado por su dueño. Los aviones ya no transportarán personas y los hoteles venderán sus camas, pues hospedarán documentos. Los pocos curiosos que todavía tengan fuerza para salir, se desilusionarán. Pues las ciudades no serán las mismas que vieron por internet y la comida no sabrá mejor que en su casa. 

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Los conductos deferentes son dos caminos curvos que unen a los testículos o, más puntualmente, a los epidídimos, con las vesículas seminales. Pocos milímetros después, estos caminos cambian de nombre y se convierten en “los conductos eyaculadores”. En este trayecto, los espermatozoides se forman, se nutren y aprenden a nadar.

Al eyacular, cambian de camino. Cambian de conductos y de anatomías. Ellos no retornan. Solo se van. 

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En la sala de espera del quirófano de Profamilia éramos cinco hombres. Las batas eran demasiado cortas y todos cubríamos nuestros genitales. Cuatro de ellos ya eran padres. Ninguno arrepentido, me dijeron. Pero todos cansados y con ganas de parar. Conversamos poco. Para hacer un poco de ruido sobre los nervios y el ventilador. 

Quien más me asombró fue un viejo al que le decían El Milagroso. A sus cincuenta y tantos, retornó a la crianza. Ya tenía un par de hijos, de veinticuatro y veintiuno. No quería más pelados. Pero, tampoco usaba condón. 

Todavía siento escalofríos. Mis padres eran veinteañeros cuando yo nací. Él era veinteañero cuando nació su primer bebé. Su primer hijo es un veinteañero y yo también lo soy. 

—Me tardé —fue lo que me dijo. Eso, y que la aguja le dolió.

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En el brazo derecho tengo tatuado el Angelus Novus de Paul Klee. Es el mismo brazo en el que me pongo un reloj Casio que no ha parado de palpitar desde que lo compró mi abuelo.

El reloj me apura y el ángel me recuerda que ya no puedo ir más tarde.

De chiquito, creía que los tatuajes eran quemaduras. Heridas abiertas imposibles de sanar. Pero, el tatuador me explicó que era lo mismo que la escritura. Tinta en el papel. Ahora los tatuajes me parecen mapas y me pregunto si los mapas muestran los caminos o los queman. 

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Nina se llama la hija de uno de mis mejores amigos. Ella tiene dos años. Emilio tiene mi edad. Sinceramente, la niña me parece preciosa. Admiro a Emilio y a Casandra. Ambos tocan en una banda de punk que pronto lanzará su álbum. La canción que más me gusta se titula La Gente Cangrejo. Habla de mutantes (o empresarios) que vienen a comerse a las personas en el fin del mundo.

Me explicaron que no basta con cortar los caminos, había que quemarlos para que no se volvieran a unir.

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Los burócratas de la Oficina Unificada de Migración Internacional serán como los escritores más conservadores. Las oficinas no tendrán espejos. A diario revisarán una sola aplicación y luego colgarán su chaqueta en el respaldo de la silla para irse a tomar café. No les molestará el bulto de papeles acumulado. Escribirán de sus aventuras, releerán el Volpone, mirarán con desconfianza a los viajeros más jóvenes y recomendarán leer La odisea antes de viajar.

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Hace un mes, me vi el único capítulo vegano de Chef’s Table. La invitada era Jeong Kwan,  una monja budista surcoreana que da clases de cocina en el Departamento de Artes Culinarias de la Universidad Jeonju. 

Durante el programa, ella muestra salsas de soya añejadas por cinco, diez y hasta cien años. El color es bellísimo, caramelo brillante demasiado oscuro. Cuando habla sobre la salsa, sonríe. Dice que la soya es la vida misma. 

Hay caminos que comienzan en una vida y terminan en otras. Preparaciones que pasan de una a otra generación. Quienes prepararon la salsa del monasterio ya están muertos. Eso no daña su sabor. Me gustaría dejar una masa madre, un vino o una salsa así. No quiero dejar escritos, mucho menos hijos. Si soy sincero, la única escritura que me interesa está en las cartas por su conexión y su inmediatez. No tienen futuro ni desconocido quien las lea. Mis destinatarios son muy desordenados. Más de una vez me han pedido que les vuelva a enviar un documento pues lo perdieron. Yo también los pierdo. Así soy feliz. 

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Una boca, un pecho, una espalda, una sábana, el suelo, un inodoro, un condón, unos Kleenex o papel higiénico marca Familia. Otros destinos para los espermatozoides. En Profamilia me dieron un tarro transparente de tapa roja. En tres meses veremos si la operación fue exitosa y los caminos dejaron de funcionar.

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Si quiero trabajo, tendré que publicar. Eso lo sé y me atormenta. ¿Cómo ser un profesor de Escritura sin escritos? Desde pequeño escribo, tengo un cajón lleno de cartas de mis amigos. ¿Acaso una respuesta no basta?, ¿no confirma una escritura previa? El mundo está abarrotado de tiendas y somos muchos quienes no queremos saturarlo más.  

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Después de darme una bolsa de hielo, mi hermana me dijo: “Míralo por el lado positivo. Este será un dolor que tus hijos no tendrán que sufrir”. 

Mis padres saben que mi hermana y yo seremos los últimos herederos y que, luego, la familia se acabó. La pregunta es, ¿a quién le quedarán las herencias? ¿en qué bodega se almacenarán? 

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Dentro de tres meses iré a Profamilia. El tarro que me dieron me recordará que todavía no estoy exento de tener hijos, que debo cuidarme y que, tal vez, tenga que publicar. Como la muestra de semen debe ser reciente, tendré que masturbarme allá. 

Al final, el pasaporte habrá viajado por su dueño. Los aviones ya no transportarán personas y los hoteles venderán sus camas, pues hospedarán documentos.

Una doctora me atenderá y dirá tantas veces la palabra muestra que no sabré qué depositar en el tarro. Muestra puede ser una pestaña, orina o mierda. Pero, no tendría sentido. Dice espermograma y sé que es.

Al dejarme solo en el cuarto, me sentiré observado y dudaré de mí mismo. Todo estará pulcra y horriblemente aseado. El piso en baldosa blanca perfectamente limpia, olor a clorox, paredes blancas, lavamanos en la esquina, caneca roja para los desechos peligrosos, un sillón reclinable justo a la mitad de la habitación y un televisor apagado que reflejará todo lo que haga. Tendré que imaginarme en un viaje con mi pareja. Por El Calafate, en Valparaíso, por La Pampa o arriba y lejos en La Paz. Al terminar, haré una contorsión extraña ya que debo dejar el esperma dentro del tarro que me dieron. 

Todo lo haré muy rápido. Terminaré en un par de minutos, dejaré el recipiente con la muestra en una neverita portátil y me iré a orinar. Volveré un minuto después para preguntar por los resultados de la prueba y un enfermero estará desinfectando los rincones en los que nunca estuve, mientras una capa de Fabuloso hace efecto en el sofá.

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Mi amiga Tania les comentó a sus padres sobre mi decisión. Le respondieron, “la primera decisión importante de la vida”. Ambos nos reímos. Ya estudiamos una carrera, ya casi terminamos nuestras maestrías, ella se independizo hace un par de meses y yo sé en qué quiero trabajar. Decidí escribir de forma personal, crear puentes entre quienes escriben y hacer talleres de poesía. Eso me parece más importante. 

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A la semana me volverán a citar. Los resultados me los entregará la misma doctora que insistió con la palabra muestra y me dejó solo es una habitación. Me dirá, mientras me devuelve el documento que entregué en la recepción: Negativo. El recuento es de 0 espermatozoides por mililitro. Sé que sonreiré y le prestaré atención. Me dirá que debo volver a hacerme el examen una vez al año por los siguientes cinco años, que la probabilidad de una recanalización espontánea es de una en cada dos mil hombres, que la vasectomía no previene ninguna infección de transmisión sexual y que debo seguirme cuidando a mí y a mis parejas. Le agradeceré, volveré a sonreír y de camino a casa pensaré que el concepto de recanalización espontanea será un final perfecto para mi texto. Recanalización literaria, recanalización urbana. Pero eso solo lo hace un bosque quemado y olvidado o una ciudad abandonada. En medio del progreso no se da la recanalización, sino la sobrecanalización. 

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Quienes construyen caminos, deben pensar en el futuro. Por eso, las vías dañadas al frente de Profamilia explican, mejor que yo, mi decisión. 


Antonio Restrepo es profesor de literatura en la Universidad Javeriana de Bogotá. Esta es su primera contribución para Perro Negro y esperamos que hayan muchas más