Por Claudia Jaramillo

En su tercera entrega de estas crónicas, nuestra editora adjunta en Madrid propone un nuevo elogio de la imperfección, nos recuerda -a través de un personaje de Stefan Zweig- que la literatura está fuera del tiempo y se pregunta si la Torre Eiffel no es más que un sobrevalorado armatoste de hierro para transmisiones radiales


Cuerpo

Uno no es el cuerpo que tiene, mas bien, el cuerpo que uno tiene hace parte de uno. La obra de arte existe porque somos una sociedad imperfecta, decía más o menos alguien que no recuerdo bien, otro decía que todo ya está escrito, que simplemente rodeamos sus palabras o algo parecido. Yo digo que entonces valoremos la imperfección, que ese ‘defectico’ que se ve en el espejo, lo deje estar, o mejor, cambie la forma de mirarse, yo, por ejemplo, le hago todos los días halagos a la barriga que me está saliendo con los años, la quiero, me pertenece, en un mundo de gordos yo sería la reina, o era algo así como en un mundo de ciegos el tuerto es el rey. Dejemos los reinados de belleza y que empiecen los reinados de la diferencia, del ser imperfecto, de la obra de arte a secas. 

El cuerpo es eso que disfrutarán los gusanos, piense en eso antes de rellenarse en silicona, en los pobres gusanos destinados a alimentarse de usted. Yo pienso a menudo en mis gusanos, los quiero porque yo quiero a futuro, y los voy queriendo macerando mi carne en cebada. Lento pero seguro. 

Las frases mi cuerpo es mio y mi vida es mía pueden leerse como hedonismo puro, pero esté seguro que el cuerpo es suyo y la vida también o a quién más le van a pertenecer ¿a la ciencia, a la iglesia, al código civil, a la publicidad? La ciencia no es perfecta, la iglesia se actualiza en sus doctrinas, el código penal y el civil lo escriben los hombres y es muy variable y, la publicidad se vende al mejor postor, toda verdad carece de absolutismo o la frase decía otra cosa, pero más o menos lo mismo. Todo es relativo. Nada es absoluto. Un canon varía, se moldea al gusto del consumidor. 

Soy inmune a las cremas que prometen la eterna juventud porque no las necesito. Mi cara no está al servicio de los cantos de sirena sobre la edad, está en función de la rotación de la tierra, de las 23 horas 56 minutos y 4,0905 segundo que dura el día sidéreo. 

Dice el cuento de hadas que detrás de la bestia se escondía un príncipe de buen corazón, pero no pasa en la vida real; en la realidad a veces lo que hay detrás de la bestia es una bestia, o al contrario, detrás del príncipe hermoso se esconde la peor de las bestias humanas, porque el cuerpo no es uno, en la realidad uno es lo que está detrás de cualquier apariencia. Ya lo decía un refrán, cuídate de las ovejas, ante el lobo ya estamos prevenidos. 

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El Pasaje La Bastilla: centro del libro y la cultura

Mendel el de los libros, es un personaje creado por Stefan Zweig, su oficio consistía en coleccionar libros, comerciaba con ellos, tenía una memoria increíble para clasificarlos por año, autor, lugar, fecha de publicación, editor y precio, Mendel «leía como otros rezan» y de tanto rezar se abstrajo del mundo. Lo único que Mendel quería de los libros era un saber enciclopédico, una memoria computador que le ayudara en su trabajo de comerciante, el interior de cada libro lo tenía sin cuidado. La literatura no son los libros, es algo que escapa al papel impreso, está por fuera del tiempo y, como el idioma, tampoco radica en los diccionarios, los cuales coleccionan palabras. El Mendel de Zweig pierde la noción de la realidad, ni se da cuenta de la guerra en la que está metida Europa, eso a él no le importa, sólo le importan los libros, como medio de vida, no le gustan las fronteras, no tiene por qué identificarse con un grupo de personas, tal que un libro. El Pasaje la Bastilla está plagado de Mendels modernos, algunos leen como si la vida consistiera en ello, otros ven en el arrume de libros una salida económica; allí todo es pequeño, estrecho, está lleno de casetas en las que apenas caben personas, los libros están apilados por todas sus orillas y hay de todo: nuevos, viejos, leídos, olvidados, libros con dedicatorias de amor que dejó algún amante perdido. De haber, hay de todo y para todos los gustos, la semana pasada hallaron un escondrijo de droga camuflada entre tanto papel apilado; parecía el camuflaje perfecto, ¿quién va a dudar de unos señores ‘tan cultos’ que atesoran libros? 

Al igual que a Mendel, las personas de aquí recurren al Pasaje a buscar libros imposibles. La última vez que fui, compré Las Metamorfosis de Ovidio, lo uso como manual de consulta y había perdido mi ejemplar, lo busqué semanas y en ninguna librería me daban razón de él, hasta que un librero del centro, en una tarde lluviosa y sin clientes, se dedicó a hacer llamadas y lo encontró; dijo «se lo tengo, está en el pasaje», esperé a que escampara y salí corriendo. Cuando me senté a leerlo -en un café cercano-, me di cuenta que era una versión pirata, me lo dieron enchuspado y cuando le quité el plástico lo supe pero no me importó, yo quería lo de adentro no lo de afuera. 

El Pasaje la Bastilla no siempre fue así, antes, hace más de veinte años, era distinto, era cosa de bohemios, escritores perdidos, tertulianos de turno, ladrones trasnochados que entre café, guaro y cigarrillo lo hacían parecer uno de esos cafés vieneses de los que tanto habla la literatura, como el Gluck de Mendel, lugares en los que todavía se podía fumar y el humo amenizaba las conversaciones hasta hacerlas insoportables. 

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Antena repetidora

Algunos ven en La Tour Eiffel una antena de transmisión radial y otros ven una maravilla; es un armatoste de hierro convertido en uno de los emblemas de la modernidad, así son las cosas. Imponer un pensamiento no conduce a nada. Es la antena de transmisión más fotografiada del planeta y eso la convierte en una maravilla, también lo es por otros menesteres. Como antena repetidora sirvió en varios ejércitos; trabajó para ambos bandos transmitiendo por las mañanas cuales serían las noticias del día, que pensamiento había que lucir en colores brillante u opacos dependiendo del clima. Sus hermanitas más pequeñas de otro países también están prestas para esas funciones, por la radio resuena el himno colombiano todos los días a las 6 de la mañana y a las 6 de la tarde porque hay que querer los símbolos así no los entendamos. Todos los días amanece lloviendo muertos en ese país, pero mientras no se vean, no existen. Esa es la regla que hay que seguir. La cultura de la muerte que tiene Colombia pasa por la violencia, la forma de hacer justicia es el ojo por el fierro. El silencio es el cómplice de la impunidad con la que vagan las conciencias y la radio difunde el guion a seguir sin mirar la torre, sin prestar atención al monumento más emblemático de nuestra sociedad: las personas. 


Claudia Jaramillo es cofundadora y Editora Adjunta de Revista Perro Negro en Madrid. No sabemos si esté de acuerdo con su descripción, pero es madre, poeta, escritora y diseñadora. En ese orden