Por Carlos Rojas Cocoma

Es uno de esos clásicos del cine latinoamericano que, justo por ser de ese continente, no se celebra mucho. No así, marcó un hito dentro de la cinematografía mexicana y mundial. Era el comienzo del nuevo milenio y fue inmediatamente reconocida por Hollywood, lo que le significó a su director, Alejandro González Iñárritu, la salida del anonimato


Tuve muchas razones para volver a ver una película que, lejos de las conmemoraciones de otros clásicos como La naranja mecánica (más de cincuenta años), La pianista, Todo sobre mi Madre o El Hijo de la Novia (veinte años), pareciera quedarse en el anaquel de una videotienda extinta. Quise volver a ver Amores perros como un ejercicio personal de reflexión hacia una cinta que en su momento me ayudó a transformar mi sendero imaginario de lo que yo entendía en su momento como cine mexicano. Lo quise hacer porque entre otras cosas, la secuencia del impacto del coche me había hecho saltar de la silla como ninguna película lo logró ni antes ni después, así que quería saber si fue sólo un efecto sonoro que me tomó desprevenido entonces, o, por el contrario, había mucho más, una fuente secreta, una pócima de edición, sonido, actuación y algo de efectos especiales. Para quienes no lo recuerdan, el mismo accidente se repite en tres momentos de la película, y al menos para mí los tres resultaron igualmente impactantes.

La trama es bastante simple: tres historias de amor de diferentes sectores sociales confluyen a través del impacto de un accidente automovilístico en una esquina de Ciudad de México. A través de una narración que juega con flashbacks y montaje paralelo, identificamos la historia de Octavio, un chico de barrio obrero que en su deseo ciego por su cuñada se mete de lleno a las apuestas de las peleas de perros; continúa la historia de Valeria, una supermodelo que comienza su nueva etapa de pareja oficial con quien hasta entonces había sido su amante, y finalmente la historia de un indigente, el Chivo, un exguerrillero que se gana el pan asesinando a sueldo bajo encargos que le lleva el policía que lo apresó veinte años atrás. Los protagonistas no podían ser más disímiles unos de los otros, si bien con todos terminamos por sentirnos afines. El director logra alternar los diferentes puntos de vista de una manera tan ágil que es claro ver cómo unos se vuelven una nebulosa en la vida de los otros, como pasa en las ciudades con la gente que nos cruzamos a diario.  De hecho, la trama podría ser esa o cualquier otra, lo que está de fondo es un retrato vivo de un México urbano, desigual, violento, frenético, superficial, que debajo de toda esa pesadez – o mugre – alberga un corazón ingenuo de sentimientos nobles pero contradictorios. Algo que es al mismo tiempo vigente y latinoamericano.

La película conduce todo tipo de emociones. Sin pretender ser una cinta de género lanza secuencias de acción que elevan el ritmo cardíaco, otras veces se convierte en un thriller de suspenso y finalmente pasa por un melodrama que no sé si es lo que mejor se le da a González Iñárritu, pero seguro que es lo que más le gusta filmar. A quien no la haya visto lo invito a ver los primeros quince minutos, ya verá como no podrá renunciar hasta que aparezcan los créditos finales. La introducción tiene una efectividad de knock out como pocas veces el cine logra, ahí sí que podemos usar el término “enganchar” en todo el sentido literal del mundo del boxeo. A veinte años de realizada, y tras millones de escenas en el mundo de accidentes de tránsito, resulta aún tan impactante que si bien la tensión y la intensidad del comienzo no regrese en toda la trama, pareciera que no necesitamos más golpes.

Sin proponérselo, esta película se adelantó a la reflexión que Martín Caparrós ha evidenciado en su libro Ñamérica

La cámara toma riesgos más propios del video, aún cuando el film fue realizado en días de celuloide. Esa cámara a lo cinema verité resulta tan arriesgada y documental que transforma la Ciudad de México en la calle de al lado de cualquier lugar. Los primeros planos y la cámara en mano respira al lado de cada personaje – todos bajo actuaciones memorables – sin tomar ninguna distancia ni pudor. Sonreímos con ellos, nos desesperamos con ellos, en lugar de molestarnos al verlos tomar decisiones estúpidas pareciera que somos nosotros los que decidimos mal. Hasta los propios perros, personajes imprescindibles de la trama, nos conmueven como si nos hubieran acompañado a los pies mientras vemos la cinta. 

Ahora parece prehistórico, pero en los años ochenta gran parte del cine que llegaba a las pantallas colombianas venía de México, al igual que el que pasaba la televisión de los domingos en la tarde. Esto fue quedando de lado a medida que los enlatados gringos -aunque con doblaje mexicano – fueron colonizando la pantalla y dejaron la cultura mexicana relegada a la telenovela del mediodía y las comedias de corte Televisa, lo que fue dejando la cultura visual mexicana en la ruina de un pasado glorioso. Ese México de enlatado se iba distanciando a medida que hay que decirlo, la televisión y el cine de otras naciones latinoamericanas encontraban su identidad para el tercer milenio. Lo que logró está cinta para México fue refrescar la narrativa de sus historias. Sin abandonar el melodrama – que más que un género es un cromosoma del ADN latino -, encontró una forma honesta y directa de reconstruir una cartografía social de los tiempos modernos. Sin proponérselo, esta película se adelantó a la reflexión que Martín Caparrós ha evidenciado en su libro Ñamérica: que Latinoamérica es en su gran mayoría una sociedad urbana que sobrevive entre el fracaso del sueño de la modernidad. La música de Amores perros, con bandas como Control Machete, Café Tacuba o Ilya Kuriaki en contraste con la guitarra casi andina de Santaolalla, es el ingrediente esencial que contribuye a transformar sencillas historias de desamor y desigualdad dentro de una radiografía hispana, les quita el edulcorante que las empalaga para darnos un sabor vívido y sincero, y obvio muy picante y mexicano.   

González Iñárritu ha hurgado insistentemente en un cine emocional y dramático que interpele a una especie de condición humana, a veces excediendo el melodrama como un chicle con poca elasticidad. Es una pena que intentando hacerse global alargue los tintes más dulzones del melodrama mexicano, en lugar de capturar eso que hace fascinante que son los primeros quince minutos de “Amores perros”: esa pócima mágica de proximidad, realidad y sorpresa que no se puede dejar de mirar. He llegado incluso a pensar que seguimos pendientes de su filmografía esperando recuperarnos del todo del impacto del carro en la esquina mexicana. O de pronto de ver dos décadas después como se mezcla, como lo dice la canción de Control Machete: “fuegos, sonrisas, realidad y dolor”.


Carlos Rojas Cocoma es historiador y fotógrafo. Es autor de algunos textos sobre el pasado -no el presente- de las imágenes y es amante no correspondido del cine. Como buen historiador comenta sobre varias cosas siempre y cuando no sea la actualidad. Actualmente reside en Berna, Suiza.

Escuche aquí el podcast de ZTR Radio sobre el cine de Alejando Gonzáles Iñariitu