Por Claudia Jaramillo

Nuestra editora adjunta en Madrid comenta y reflexiona sobre un tipo particular de cetáceos que observa y hasta escucha en su diario deambular por la Plaza de Tirso de Molina. Creaturas que -como en muchas otras ciudades- se ven obligadas a sobrevivir en un oceano de indiferencia


Están sentados en el mismo banco de piedra, todas las tardes y todas las mañanas, desde que abren el supermercado hasta que caen abatidos por el alcohol. Están sucios, se sabe que comen, el comedor social está a apenas unos metros de la plaza. Son tres hombres y una mujer, a veces son más, se juntan otros, intercambian botellas como ritual de amistad, a veces hay peleas, a veces aparece la policía.

Los vecinos de la plaza hacen como que no los ven. En eso se han vuelto expertos, en ignorarlos y no darles importancia. Es difícil calcular su edad, podrían rondar desde los 30 hasta los 50, es como si tuvieran una edad paralela a sus memorias llenas de derrotas. Huele a cerveza y a orines. No los miramos, nos enseñaron a no mirar, yo sí miro, pero si alguno me mira, le retiro los ojos, he desarrollado, como los demás, el arte de que no me importen mucho. Yo no hablo con ellos, los escucho, a veces no se les entiende nada, son extranjeros, ella no, ella es de aquí, de alguna parte de este país. Yo solo soy testigo de su destrucción, no sé cómo se llaman, me gustaría saberlo. Hace años que los llamo ballenas varadas.

Madrid no tiene mar, pero puedes ver algunas ballenas varadas por alguna de sus plazas. Son arrastradas en su contra, los motivos son varios, ninguno en concreto, no hay una norma específica. El alcohol, las drogas, alguna enfermedad, el desempelo continuado, cualquier cosa. Como a las ballenas de verdad, es complicado ayudarlas a volver al agua. Y al igual que con las ballenas, algo se nos remueve por dentro cuando vemos una en la playa, con los ojos perdidos.

Las ballenas van en manada, también hay algún animal solitario pero es un muy raro en la naturaleza. En manada se ayudan y recaudan para la ronda de la noche, cerveza barata y vino de caja.

Dónde están las ballenas

En la Plaza Tirso de Molina, la recorro dos o tres veces al día, está en la mitad de mis trayectos. Han ocupado la plaza como si fuera una cosa, una patria, un lugar que les pertenece. Tal vez es lo único que les queda y por eso se aferran a ella, a las tardes al sol, al árbol que les da sombra, a la rejilla de ventilación del metro que los calienta en invierno. Derrotados del mundo, tal vez la Plaza les queda como un lugar de militancia, aquí me quedo, te nombro mi territorio, mi casa. Y aunque las plazas no tienen techo, de alguna manera, se convierte en la nación de los nadie. Personas derrotadas, expulsadas de un sistema que no sabe de nombres propios.

No hay estadísticas, la última vez que contaron a las personas que no tienen casa y que viven en plazas como la de Tirso de Molina fue en el año 2012, justo después de una crisis, y estamos en otra crisis. No contarlos no los desaparece.

Hay un sistema que presenta muchos fallos. Pero es en el que vivimos, bajo un acuerdo común, y solo habitamos en él. Nos quedamos. Convivimos con él, y con todos aquellos que están desencantados de él.

Yo hablo de las ballenas varadas de la Plaza de Tirso de Molina porque la tengo cerca de casa, veo las ballenas pegadas a su botella en la orilla de sí mismas. En una ciudad bestial como Madrid no es raro encontrar estas personas, despojadas de todo, encalladas en plazas, mendigando otra vida.

Derrotados del mundo, tal vez la Plaza les queda como un lugar de militancia, aquí me quedo, te nombro mi territorio, mi casa. Y aunque las plazas no tienen techo, de alguna manera, se convierte en la nación de los nadie.

Uno de mis miedos es convertirme en alguien sin casa, he perdido varias veces el trabajo, he tenido momentos en los que no tenía nada de dinero y soy migrante, una persona en tierra prestada. Pienso en mí viéndolos y me pregunto por qué entre todos nosotros los desarraigados sin casa, sin trabajo, con una banca como única patria en la que reivindicar que América no es un país, sino otra cosa, porque todos lo que parábamos en esa plaza sin nombre sin otro lazo en común que las canciones que cantábamos subidos a un banco de la calle y tomábamos cerveza de botellas de litro que pasaba de mano en mano y de boca en boca, y de entre todos nosotros solo Renato fue arrastrado por la corriente y naufragó como alma en pena, ahogando sus sentimientos en alcohol hasta terminar en la calle y de la calle a un avión rumbo Santiago de Chile al desarraigo familiar.

Me pregunto dónde está el interruptor o la ruleta que decide cuál de todos va a hundirse en su tristeza. Uno de entre un grupo, uno dentro de una familia, por qué es uno y no todos de golpe.


Claudia Jaramillo es cofundadora y Editora Adjunta de Revista Perro Negro en Madrid. No sabemos si esté de acuerdo con su descripción, pero es madre, poeta, escritora y diseñadora. En ese orden