Por Claudia Jaramillo

Nuestra Editora Adjunta en Madrid ha escrito un diario personal en el primer mes de un acto que ya ha cambiado la vida de millones de personas, incluyendo la nuestra, en Europa y otras partes del mundo


Hoy es el cumpleaños de mi hermana y el primer día de la guerra. Amaneció nublado. Voy por la calle mirando el suelo, apenas hay personas a esta hora de la mañana. De momento es la guerra de Rusia contra Ucrania, dicen en la tele que será más grande. El silencio de la mañana es atravesado por un helicóptero, levanto la cabeza y no lo veo. El presidente ha dicho que saldrá en la tele, ¿qué nos irá a decir, que es inevitable entrar a matar? La guerra todavía no me afecta, tampoco sufro las consecuencias del conflicto en Palestina, en Yemen, en Afganistán, en Colombia, como si viviera en mi propia burbuja; a lo mejor tengo una coraza y veo el dolor pero no lo siento. No me gustan las guerras, una vez grité hasta la saciedad No a la guerra y el presidente nos llevó a matar, gritar no sirvió de nada. Escribir ‘No a la guerra’, tampoco.

Cuarto día de la guerra. Oí el escabroso parte de guerra en una fiesta de fin de campaña para las próximas elecciones colombianas. La larga lista de líderes sociales asesinados, la increíble historia de los niños que mueren de hambre en un país que tiene de todo, la privatización de ríos, montañas, toda nuestra geografía en manos ajenas. Y, sin muchas ganas de celebrar nada, empezó la fiesta con Djs y performances, cumpliendo con el orden del día, The Show Must Go On. Hay elecciones y me gustaría creer que un voto todo lo cambia, que se acabaran las masacres, la privatización del territorio, el hambre de dinero que tienen los políticos. No confío mucho en las personas. Ahora que todos los ojos del mundo están puestos en Ucrania, me pregunto cuándo esos ojos nos mirarán a nosotros. Hubo una oportunidad para la paz que acabaron en las urnas los votos de odio, es decir, un voto que todo lo cambió. Como si estuviéramos enquistados en la autoflagelación, cabe preguntarse cómo se puede votar no a la paz, ¿no es la paz un fin en sí mismo?

Ahora vemos un bombardeo de información sobre una guerra que parece que está muy lejos, porque lo está, es un ejército muy preparado contra un pueblo que se defiende con la ayuda de armas ‘amigas’; no como la nuestra, gente bien armada contra civiles que no tienen con qué defenderse. No hay violencia justa. Ojalá estas elecciones sirvieran como arma contra los que disparan contra el pueblo.

Sexto día de la guerra. Sigo en esto, aunque muchas veces no le encuentro el mínimo sentido. Para mí, levantarme, es haber conseguido algo. Me encantaría pensar que la vida tiene sentido y que cada uno tiene un propósito, pero acá sigo, en el amor a la piedra, en los brazos que me dan cobijo, aferrada a un chamizo que agoniza. Cada bomba, cada muerto, cada estallido me derrota. ¿Es de verdad la vida un río o es una metáfora que sonaba bonito en un tiempo que no es ahora? Yo no fluyo, no encajo en las entrevistas de trabajo. No supe saber quién soy, quién era, quién pude ser y ya renuncié a averiguarlo. Solo me levanto, cada día, me tomo un café e intento no pensar en esto.

Décimo día de la guerra. El 21 de diciembre del 2012 estaba en una fiesta del fin del mundo y, aunque no suelo celebrar que todo se acaba, me fui a abrazar desconocidos; no hay nada peor que morir solo. Allí había gente de todas partes, esa noche aprendí palabras en neerlandés, me tomé unos rones, y no pasó nada. Volví a casa metiendo mis pies en la nieve, como si cada paso fuera el último. Es 2022 y la amenaza de un nuevo fin del mundo está en la televisión enmascarada de guerra. Nadie está preparado para morir. Yo tampoco.

En las guerras, todos pierden

Hoy es 11M. Décimo sexto día de la guerra. Esa mañana me despertó el teléfono, era mi mamá preguntando si yo estaba bien porque todo el mundo quería saberlo, y sí, yo estaba bien. En un televisor viejo que había en la casa vi estallar el horror, me acosté dejando una ciudad tranquila y me levanté en un Madrid opaco. En la tele mostraban una columna de humo, escombros, bombas, heridos, desaparecidos. De inmediato las noticias se pusieron en la búsqueda de cada ser humano que había detrás de las cifras. Dijeron los nombres, nacionalidades, oficios. Mostraron el dolor de los familiares, como si la empatía no fuera suficiente, como si hubiera que verlo todo en esta nueva telerrealidad.

Eran las 7:36 de la mañana del jueves 11 de marzo del 2004 cuando 10 explosiones en cuatro trenes nos marcaron esa fecha en la memoria. De ese día recuerdo sobre todo el silencio, las cabezas agachadas esquivando los ojos de los otros para no romper en llanto. Hasta que la gente, todavía con la tristeza a cuestas, salió a la calle a gritar contra las mentiras del presidente, de sus ministros, de sus medios de comunicación. No todo vale. El gobierno temía perder las elecciones y mintió. Una semana después ya había otro gobierno, la gente votó la rabia contra los que habían disfrazado los atentados de Madrid, esa ciudad que era más bien una fiesta y se había convertido en un mar de lágrimas, hace 18 años.

Décimo octavo día de la guerra. Voté ayer. Yo siempre voto a los mismos, los que nunca ganan. Antes me peleaba con mi familia por eso, ya no, ahora me tratan como esos secretos de los que nadie habla, como una hija fuera del matrimonio. No me importa estar del lado de los que no ganan, de los vencidos, de los que gritan consignas de mariguanero en las manifestaciones. Voté porque en el fondo quiero tener razón y estar del lado de los que ganan y gritan paz y amor desde la tribuna y firman leyes y salen sonriendo en la tele. Sueño con otro futuro posible. No sé si votar sirve en un país controlado por un poderoso que todo lo quiere y ya todo lo tiene porque lo ha arrancado de las manos. Siembra personas y cosecha odio.

Vigésimo tercero día de la guerra. Ya no queda leche en el supermercado al lado de casa, tampoco papel higiénico. Entiendo el temor a quedarse sin leche, lo del papel no tanto. Tampoco queda aceite de girasol ni papas fritas. Me gustan las papas fritas, están mejor en aceite de oliva, pero me las como igual. El pánico se va apoderando de las personas, ir a comprar es un placebo para curar la ansiedad. Yo todavía no me he vuelto loca comprando cosas, solo relleno la alacena de frutos secos y legumbres, no me imagino vivir sin fríjoles, qué hace uno si no hay fríjoles. Se puede, claro que se puede vivir sin amor, sin sexo, sin amigos, también se puede vivir sin fríjoles, pero no es lo mismo la vida sin nada de eso. En la tele que vemos los de acá dicen que va ganando Ucrania. No sé qué dice la tele de los de allá, nos censuraron nuestra libertad de información. La historia la escribían los vencedores, en nuestra era de redes sociales, parece no ser así.

Manifestaciones

Vigésimo séptimo día de la guerra. Para el próximo sábado hay convocada una manifestación de la ultraderecha nacionalista en contra de los inmigrantes. Ese mismo día voy a leer mis poemas en público, por fin saldrán de mi libreta. La poesía no para guerras ni detiene el odio. El miedo tampoco. Yo tuve miedo mucho tiempo, antes de que se me quitara, sentía como se me iba escapando la vida. En mi otra vida, todo el mundo tenía prisa por experimentar cosas antes de morir, y era posible morir antes de cumplir la mayoría de edad; en esa otra vida mis compañeras del colegio se hicieron madres antes de cumplir los quince años y mis compañeros de clase fueron desapareciendo y mi familia se hizo más pequeña. El miedo es uno de mis primeros recuerdos, miedo a morir, al secuestro, a desaparecer y terminar explotada sexualmente en un lugar secreto, miedo a no llegar a ser, miedo a un cuchillo, a un disparo. La felicidad tenía que estar en otra parte y desde muy niña deseé no vivir en el territorio hostil y aprendí idiomas como si esas palabras fueran un pasaporte a una vida distinta.

Mi niñez tiene una cajita de miedo, oculta en los recuerdos que nunca espero que vuelvan. Cuando llegué a España perdí ese miedo y amé la vida, aprendí a caminar a todas horas por todas partes, sin miedo a pisar el barrio que no era, a invadir el límite invisible entre bandas; perdí el miedo a que la vida se me fuera sin vivirla. Así que el próximo sábado saldré de casa con mi libretita de poemas bajo el brazo y trataré de no desafiar con la mirada a ninguno de esos de la mano derecha alzada que saldrán el sábado a gritar que España es para los españoles. Las fronteras son líneas arbitrarias que cambian constantemente. Tengo la doble nacionalidad y no me siento de ninguna parte, aunque sé lo que soy. Soy migrante, mi apellido es sefardita y los sefarditas fueron expulsados una vez del territorio. Soy alguien que se está construyendo y de momento, el único miedo que no pierdo, es a quedarme sin palabras.

Se prohíbe la guerra sucia


Se cumple un mes desde que empezó la guerra y en Ucrania quedó la vida en suspenso.
Unos amenazan en convertirla en un conflicto internacional y que se usen armas prohibidas, atómicas o biológicas, porque aunque parezca raro, para hacer la guerra no todo es válido, en el amor tampoco. Las reglas de la guerra son básicas, por ejemplo, no volar hospitales, proteger a los civiles, no violar. Son una serie de leyes que buscan que un conflicto bélico sea lo más limpio posible. Suena irónico, que la guerra sea limpia. El que pudo ya se fue, huyendo de la Taciturna, como nos fuimos nosotros, como todo aquel que pierde el horizonte y desean preservar su nombre. Hay algunos que no pueden salir y hay otros que tampoco: los hombres en edad de hacer la guerra, así no quieran. Hay hombres que no tienen ganas de matar gente que también está obligada, como ellos, a vestirse de una patria. Entonces viene Celan y nos dice: Cuando la Taciturna llegue y decapite los tulipanes, / ¿Quién saldrá ganando? / ¿Quién saldrá perdiendo? / ¿Quién se asomará a la ventana? / ¿Quién pronunciará primero su nombre?

Después de cada guerra…
Wislawa Szymborska

Después de cada guerra
alguien tiene que limpiar.
No se van a ordenar solas las cosas,
digo yo.
Alguien debe echar los escombros
a la cuneta
para que puedan pasar
los carros llenos de cadáveres.
Alguien debe meterse
entre el barro, las cenizas,
los muelles de los sofás,
las astillas de cristal
y los trapos sangrientos.
Alguien tiene que arrastrar una viga
para apuntalar un muro,
alguien poner un vidrio en la ventana
y la puerta en sus goznes.
Eso de fotogénico tiene poco
y requiere años.
Todas las cámaras se han ido ya
a otra guerra.
A reconstruir puentes
y estaciones de nuevo.
Las mangas quedarán hechas jirones
de tanto arremangarse.
Alguien con la escoba en las manos
recordará todavía cómo fue.
Alguien escuchará
asintiendo con la cabeza en su sitio.
Pero a su alrededor
empezará a haber algunos
a quienes les aburra.
Todavía habrá quien a veces
encuentre entre hierbajos
argumentos mordidos por la herrumbre,
y los lleve al montón de la basura.
Aquellos que sabían
de qué iba aquí la cosa
tendrán que dejar su lugar
a los que saben poco.
Y menos que poco.
E incluso prácticamente nada.
En la hierba que cubra
causas y consecuencias
seguro que habrá alguien tumbado,
con una espiga entre los dientes,
mirando las nubes.


Claudia Jaramillo es cofundadora y Editora Adjunta de Revista Perro Negro en Madrid. No sabemos si esté de acuerdo con su descripción, pero es madre, poeta, escritora y diseñadora. En ese orden