Las fronteras son líneas imaginarias que separan ejes económicos

En la plaza pública convergen el indignado y el desencantado, el hincha y el hastiado. Y en tiempos de gobiernos minoritarios, de autócratas y de tiranos −disfrazados todos de demócratas− es el lugar donde el grito, la pancarta y el puño aún siguen acompañándose


Las plazas públicas son el lugar para las mingas, las primaveras, son espacio de represión y que todo quede igual. En las plazas se hacen mítines, se protesta contra injusticias; en una plaza rodaron las cabezas de los reyes, fue condenado Jesús a la crucifixión, las plazas son el espacio de la algarabía, y la decepción, del llanto, porque tu selección fue eliminada de la final del mundial de fútbol, del estallido en felicidad porque tu selección ganó el Mundial de fútbol.

En las plazas se pidió no a la guerra y hubo guerra.

Las plazas son el lugar en el mundo de las personas que no tienen nada. Las plazas son el lugar de las palomas, del abuelo que les da pan y del niño que las quiere atrapar pero nunca puede.

Las plazas son lugares mutantes en los que hoy cortan cabezas y al siguiente alguien subido a un taburete, grita que viva el rey con la Biblia en la mano.

En las plazas se ponen banderas y consignas que a veces no representan a nadie.

En 2015 las plazas de Europa se llenaron de anuncios que decían ‘Refugees Welcome’. En 2015 hubo una crisis migratoria por la guerra de Siria, un conflicto que sigue vigente y del que todo el mundo apartó los ojos, si no lo miramos no existe; así hicieron con el colombiano, con las mujeres asesinadas en el desierto, con Yemen, con Palestina, como harán con los que están pasando ahora mismo. De alguna manera, hacemos como si la vida fuera un lecho dorado o más bien, seguimos con nuestra propia crisis existencial.

En 2015 había banderas blancas que decían: ‘Refugees Welcome’, y nunca vimos a lo que huían de la guerra, sí vimos la foto Alan Kurdi, sí vimos como morían de frío, desesperados por llegar a Europa, un territorio en paz, sí vimos como Turquía los usaba como moneda de cambio, como Grecia se vio desbordada, pero al parecer, nadie ve el conflicto bélico que los sacó de su casa.

Los refugiados

«Después de la última frontera no hay tierra» Salman Rushdie.

En el año 2015 el mundo se conmovió cuando la fotografía de un niño ahogado en la playa recorrió el mundo. Se llamaba Alan Kurdi, tenía 2 años y era sirio. Ese mismo año fue abandonado un camión frigorífico en una carretera de Austria, en su interior 71 personas procedente de Siria habían muerto por asfixia. Lo llaman: la crisis migratoria siria. El país se enfrenta a una guerra civil.

Los refugiados no son una leyenda urbana que llega a nuestros países a quedarse con nuestros recursos como tanto promulgan los medios, son personas a las que se les acabó la oportunidad de vida en su país, a los que una guerra aventuró a un camino largo, a un país más tranquilo.

La Segunda Guerra Mundial desplazó a 12 millones de personas, al terminar Europa se encontró con la inabarcable cifra de 400 millones de refugiados. Una guerra que cambió las fronteras de algunos países, obligando a la geografía a adaptarse a condicionantes abstractos porque las fronteras no son más que líneas imaginarias que separan ejes económicos.

Muchas veces los países no tienen que ver con la identidad, tienen que ver con un marco económico. Cuando el hombre blanco llegó a África se repartió el territorio separando identidades culturales a su antojo, trazaron líneas y dijeron esto es mío. Algunas fronteras son naturales, como una montaña, un río, la lengua que se habla. Pero hay fronteras artificiales que dividen el mundo y que ese accidente que es la vida predetermina una parte del futuro de cada uno de nosotros.

Nadie desea nacer en medio de un conflicto bélico. Alan no decidió nacer en guerra ni morir a causa de ella. Sus padres decidieron que un país en guerra no era bueno para una familia, al principio pidieron refugio a Canadá y al no obtener respuesta decidieron cruzar el mar para llegar a territorio europeo. De este fatal recorrido solo sobrevivió el padre, la madre Rehanna, y sus hijos, Ghalib y Alan no lo consiguieron, el viaje costó 5.000 dólares. Encontraron la muerte huyendo por la vida.

Es curioso como nos marca el lugar donde nacemos, eso es todo, un sitio en el mundo que no elegimos.

El conflicto en Siria no comenzó en la calle por una serie de protestas en el marco de ‘las primaveras árabes’, los manifestantes no pedían un milagro, reclamaban más derechos, más democracia. El Estado respondió lanzando su fuerza democrática contra la sociedad y en lugar de apagar los ánimos los encendieron y al día siguiente salió más gente a la calle, el ejército volvió a responder con mano dura, asesinando a varios manifestantes, las protestas se volvieron más violentas de ambos lados, otros protagonistas aparecieron y el polvorín continúa sin ninguna solución aparente que la destrucción de las ciudades, el desplazamiento interno y el éxodo de su población en busca de una vida para vivir.

Los países apoyan guerras para obtener beneficios, pero se desentienden de las personas que son afectadas por los conflictos que patrocinan para luego despedazar territorios a su antojo. La guerra de Siria no es muy diferente a las otras, muchos ejércitos se escudan en guerras religiosas para controlar mejor al pueblo, pero en realidad están en busca de poder, de territorio, de riqueza.

La familia Kurdi logró llegar a Turquía y como la mayoría de refugiados, encontró la explotación. Los empresarios juegan con la necesidad de una mano de obra desesperada. Incluso los niños tienen que renunciar a todo y ponerse a trabajar.

Los traficantes de personas son expertos en aprovecharse de las debilidades ajenas, se calcula que mueve 32 mil millones de euros anuales. Una cifra que nadie quiere mirar, de alguna manera, seguimos con nuestra propia crisis existencial.


Claudia Jaramillo es cofundadora y Editora Adjunta de Perro Negro en Madrid. No sabemos si esté de acuerdo con su descripción, pero es madre, poeta, escritora y diseñadora. En ese orden.