(Sobre los libros Conquista de lo inútil y El crepúsculo del mundo publicados por la editorial Blackie Books)
Es un día de primavera en el que parece todo detenido. La ropa de los vecinos yace en el tendedero, sin rastro de viento que la sacuda, «la inactividad se suma a la inactividad». Desde mi ventana da la sensación de que no hay nadie en Madrid, como si todos hubieran desaparecido, no hay ruido de vecinos, no se oye ningún claxon. Ni siquiera las moscas sienten interés por este día. Apenas murmullos, personas que se esconden del sol en bares a beber cervezas frías.
Huyo del sol con Conquista de lo inútil, es el primer libro que leo de Werner Herzog, se trata del diario de rodaje de Fitzcarraldo, escrito en 1979, cuando yo apenas había nacido y él tiene 38 años. Me sumerjo en la selva, siento la humedad que penetra hasta en la ropa y todo se lo traga, lo pudre. En la selva está todo crudo y el tiempo es marcado no solo por el río, también por la lluvia, la sequía, el estado del tiempo, las huelgas, las amenazas; un lugar que nada tiene que ver con la puntualidad de un tren, un autobús en su hora, la burocracia que funciona.
En la literatura de Herzog se esconden muchas preguntas a las que él no le interesa responder, las respuestas las puede encontrar el lector, si quiere. Mientras leo este diario no paro de preguntarme por qué, por qué trabajar bajo esas condiciones tan precarias, en un paisaje casi abandonado de toda humanidad, pleno de animales muertos y de miseria, mosquitos y ríos salvajes, expuesto a las diarreas y a los sobornos. Sobreviviendo in extremis a la muerte tropical.

El Amazonas es un lugar en el que nadie confía en nadie. Acostumbrados al que llega todo lo arrasa. «Esta mañana me he despertado en un estado como no había experimentado jamás, carecía por completo de sentimientos, no quedaba nada, era como si de pronto hubiese perdido algo que me habían pedido cuidar encarecidamente durante la noche […] todo había desaparecido. Estaba completamente vacío, sin dolor, sin alegría, son anhelos, sin amor, sin calor ni amistad, sin cólera, sin odio. Nada, ya no había nada, y allí quedaba yo como una armadura sin caballero.» Porque la selva es capaz de quitarlo todo en un solo segundo. Es la abundancia y también la nada. Es fácil sentir el hastío, el letargo, la vida al límite, porque Herzog tiene la capacidad de ponerte en ese lugar y de repente, en la siguiente página, te lleva de paseo a Frankfurt o a Argelia.
Este libro me hace recordar otro, Los Rolling Stones en Perú, en algún momento estos libros se cruzan y hablan del rodaje de Fitzcarraldo, pero desde otro punto de vista, y por un momento me siento en ventaja, como una viajera en el tiempo, ya sé cómo termina la película, y aprendo por qué el personaje de Jagger es eliminado del film, una ausencia no deseada, pero inevitable.
Herzog es un contador de historias en diferentes formatos, no solo se han publicado varios de sus diarios, se acaba de salir en España su primera novela, El crepúsculo del mundo, obra en la que, otra vez, como una constante en su obra, deja muchas preguntas, por qué, cómo fue posible, para qué. Y no hay nadie que las responda, solo dejarse fascinar por las convicciones de Hirō Onoda, por un antihéroe de otro tiempo. Un libro repleto de realidad aunque todo sea inventado, como si hubiera estado ahí, sometido a la selva filipina con Onoda, o siendo él, tal que ponerse en el lugar del otro siendo otro, Je est un autre, porque ya se sabe que uno a veces es otro.
Esta primera novela continúa con la saga de personajes particulares como la de Fitzcarraldo o Kaspar Hauser o Gonzalo Pizarro o Klaus Kinski o Timothy Treadwell, él también parece perseguir una vida nada común y en ocasiones ejerce de personaje épico o alguien que necesita los extremos; una vez, en 1974, se fue a pie desde Munich hasta París como promesa para que una amiga no muriera, «la sabiduría llega a través de las plantas de los pies. A aquel a quien no le arde lengua, le arden las plantas de los pies.» El diario de ese trayecto se llama Del caminar sobre el hielo. «Cogí una chaqueta, una brújula y una bolsa de lona con lo imprescindible. Mis botas eran tan sólidas y nuevas que confiaba en ellas. Tomé el camino más directo a París, firmemente convencido de que si iba a verla a pie, ella seguiría con vida».

Yo tenía 35 años cuando lo conocí, o más bien, cuando lo vi de frente, porque yo no lo conocí con un apretón de manos o dos besos en las mejillas, yo fui a una función en la filmoteca de Berlín en la que él estaba para conversar sobre la película que nos proyectó, sobre su filmografía, sobre hacer cine y contestó a todas las preguntas, a todas, con una amabilidad sobrehumana. Porque en Herzog también yace un pedagogo, alguien que se dirige a su público mirándolo a los ojos, Joaquín Tapia hablaba de la terrible honestidad del autor alemán, que raya casi lo ingenuo, en un artículo titulado Herzog en Bolivia (a pesar de los leguleyos)
La sala de proyección no era muy grande, yo estaba a apenas tres metros de él, fácil e imposible de tocar. Conocerlo es una experiencia. Salí de la sala con una idea distinta a la que puede uno hacerse si solo lee y hace caso de lo que dicen de por ahí.
Todo esto, mientras leo cómo un barco atraviesa la selva.