Un relato inédito de Javier Pizarro Romero

Fotografía de Anton Stankowski


UN AGUJERO amplio y amorfo atravesaba el vitral, sus grietas como infinitas ramificaciones daban cuenta del desastre. Bajo los escombros de cristal polvoriento podía distinguir piedras de diversos tamaños. Era como si hubieran jugado tiro al blanco.

–Seguramente fueron los del otro barrio –dijo Beto.

–Seguramente –le dije con falsa indiferencia–. Igual ya no es mi casa.

Habían pasado casi diez meses desde que tuvimos que irnos. El embargo se había ejecutado en la fecha prevista y mis padres no habían podido dilatarlo. Un día que volví del colegio encontré los muebles, el minicomponente y dos televisores en la calle. Papá ya había pasado a la clandestinidad para ese tiempo y sabíamos poco de él, casi nada, o al menos a mí no me decían mucho. Lo que entendía a mis nueve años era que debíamos irnos de esa casa y alquilar en otra parte algo que estuviera a nuestro alcance.

A pesar de todo, a pesar de que ya no era nuestra, esa casa empolvada y deteriorada significaba mucho para mí. Era, para comenzar, el único lugar al que había llamado casa y casi todos mis recuerdos estaban allí. Por eso, cuando mi hermana recibió la invitación al cumpleaños de Beto, sentí que debía regresar. La curiosidad era grande. Claro que también había pensado que sería divertido. Beto era mi mejor amigo. Pero era más importante mi curiosidad por saber cómo estaba el barrio y cómo seguía la casa que había dejado de ser nuestra. Ahora, frente a las evidencias del abandono, imaginaba con tristeza el juego previo: tiro al blanco contra los vidrios, forzar los ya secos arbustos del jardín hasta partirlos, pintar los muros con insolencias, acumular basura en el portal.

Fuimos a la casa de Óscar temprano, antes del cumpleaños. Aunque era evidente que nunca habíamos simpatizado del todo, no me esperaba ese recibimiento cuando aparecí frente a su puerta.

–Pensé que no volvería a verte –me dijo, pero su gesto no era siquiera despectivo, sino indiferente–. Mi mamá me dijo que ustedes ahora son pobres y que viven en las afueras.

Mucho dolor y rabia se cruzó en mi mente. Mi endeble seguridad, mis vanos intentos de pertenecer aún a ese lugar se desplomaron de repente. Bajé la cabeza unos instantes y recordé los regaños de papá: levantar la cara siempre, caminar con aplomo, no dejarse humillar por nadie y hacerse respetar incluso a golpes, si era necesario. Pero a mi corta edad sabía que las consecuencias podían ser graves y ya no quería más problemas. Yo no era como papá. Quedé en silencio, sin reacción.

Beto cambió el tema de la conversación. Me preguntó por mi nuevo barrio y mis nuevos amigos. Sentí mucha vergüenza de decirles que había avenidas sin asfaltar, y que en ellas adultos y niños jugaban fútbol descalzos. O que los videojuegos eran un privilegio extraño para esos niños, acostumbrados a los juegos callejeros y a las carreras. Sentí vergüenza de decirles que hacía un tiempo no podía utilizar mi consola porque no teníamos electricidad, que los cartuchos de juegos eran distracciones imposibles si no pagábamos los recibos pendientes.

Inventé espacios neutrales, no tan ajenos a las comodidades de mi antiguo barrio, y grandes amigos con los que jugaba todas las tardes. La verdad habría sido mucho más incómoda.

–Invítame para tu cumpleaños –resolvió Beto con una sonrisa.

Quedé en silencio de nuevo. No sabía cómo evitar el compromiso.

–Como yo te invité a mi cumpleaños –continuó–. Tú vienes a mi cumpleaños y yo voy al tuyo.

Asentí con la mayor naturalidad que pude fingir. Sabía perfectamente que era muy improbable que en unos tres meses, para mi cumpleaños, hubiera una fiesta como las que se acostumbraban en ese barrio. En tiempos más felices, la persona con ánimos para hacer celebraciones en la familia era mamá, pero, desde que había viajado al extranjero sin fecha de retorno, lo único que recibíamos de ella eran cartas amorosas y optimistas, y el dinero para pagar los gastos domésticos y las deudas que se acumulaban.

EL CUMPLEAÑOS DE Beto tuvo todo lo que tenían los de cualquier niño de ese barrio: animadores, un espectáculo de magia, golosinas, juegos, sorpresas, piñata y torta. Había lugar suficiente en esa gran casa de tres plantas para los muchos niños que habíamos llegado. El único aspecto extraño fue que, a diferencia de los otros niños, me sentaron a una mesa del costado y me dieron de comer. Usualmente los niños estábamos contentos con las golosinas, así que la comida quedaba para los adultos. Yo no la había pedido: era una masa rellena de pollo y aceitunas de un sabor seco, desagradable. Estás muy flaquito, me dijo la mamá de Beto a la vez que me ponía el plato de comida delante, sin tiempo para rechazarlo.

–Apúrate, Javier, vamos a jugar –me dijo Beto después de un rato.

Metía grandes cucharas de comida a mi boca y trataba de pasar, pero me costaba. Los otros niños disfrutaban los juegos y yo me sentía atrapado en esa mesa frente a la mirada de su familia: sus hermanas mayores, sus padres y otros familiares que habían llegado para esa ocasión especial.

–Bueno, si no puedes más déjalo ahí –me dijo al fin la madre de Beto–, pero estás muy flaquito.

El poco tiempo que quedaba antes que llegue mi hermana lo pasé jugando con Beto y los otros niños. Algunos me preguntaban por qué había desaparecido de repente, qué había sucedido con mi antigua casa o cómo era vivir en las afueras. Ya para ese momento tenía respuestas esquivas, lo suficiente para evitar la verdad. Traté de olvidar la reacción de Óscar y sentirme, al menos por unos minutos, parte de esa comunidad otra vez. Trataba de asimilar lo más pronto posible los rostros con leves cambios, las estaturas en aumento y los nuevos cortes de cabello. Después que cantamos el feliz cumpleaños y comimos la torta, mi hermana tocó la puerta. En medio de tantos rostros, al igual que yo, hizo lo mejor que pudo para encajar. Los padres de Beto la recibieron con cariño y la sentaron a comer lo mismo que me habían dado a mí. Fue en ese momento cuando Beto me dijo que fuéramos a su habitación mientras mi hermana comía.

Su cama estaba llena de regalos de todos los tamaños: envolturas multicolores para cajas de distintas formas, algunas ya abiertas. Mi regalo, uno de los pequeños, estaba al final, con otros de su especie. A la vez que envidiaba sus regalos, reparé en los otros objetos de su habitación. Sobre su escritorio estaba el álbum de la serie de moda con varias figuritas adhesivas sueltas. Estaba casi completo, eran pocos los recuadros vacíos, y a su lado yacían pequeños muñecos de los personajes.

–Me sobran muchos –me dijo Beto cuando vio que revisaba las figuritas y los muñecos, maravillado–. Mi tío Pancho me va a comprar lo que falta.

–No te falta casi nada –le dije y de inmediato me di cuenta de mis palabras.

Entonces él se acercó a su escritorio un poco nervioso, reunió todas las figuras y muñecos que le sobraban, y me los entregó.

–Vamos, mételos a tus bolsillos –me dijo un poco alarmado–. Escóndelos bien para que no los vean mis papás.

Como si fuera una orden, sin detenerme a pensar, obedecí. Pronto mis bolsillos quedaron cargados con la mercancía.

–Ahora que eres pobre sé que no puedes comprar las figuras, por eso te las regalo –me dijo Beto antes de que algún adulto nos dijera que bajemos.

Frente a sus familiares, yo me sentía como un criminal que se estaba llevando algo realmente preciado. Antes de despedirnos, la madre de Beto nos dio raciones extra de torta y de ese plato de pollo que habíamos comido. Nos dijo que volvamos otro día y mi hermana prometió que lo haría. Yo me despedí con culpa y con cierta indiferencia, sin saber qué más sentir.

Antes de salir del barrio, conduje a mi hermana a nuestra antigua casa. Le enseñé la ventana y el vidrio roto, las piedras, la basura, el jardín destruido.

–Ya no importa, esto ahora es del banco –me dijo tratando de tranquilizarme.

Caminamos unos metros y empecé a entender qué debía sentir. Odiaba ese barrio, a mis viejos amigos y sus padres. Odiaba ser señalado y estar fuera de él, ser solo un visitante. Quería destruirlos a todos, acabar con su lástima y sus opiniones.

Cogí las figuras y los muñecos que me había llevado en los bolsillos y los tiré en la calle, odiándome por haberlos recibido.

–No vuelvas a traerme a este lugar –le dije a mi hermana con la cabeza en alto y tragándome las ganas de llorar.


Javier Pizarro Romero (Chiclayo, 1986) es licenciado en Literatura Hispánica por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), donde actualmente finaliza la maestría en Estudios Culturales. Ha ganado diversos premios literarios en Perú y en España: primer lugar en XV Premio Rua Nova de Narraciones Juveniles de Galicia; primer lugar en el I Premio Nacional Universitario de Cuento, Poesía y Ensayo Nicanor de la Fuente NIXA; primer puesto en el Concurso Terminemos el cuento 2002; y primer puesto en la categoría de cuento juvenil del XVI Concurso Literario Lundero del diario La Industria. En 2009, ganó el Premio PUCP de Novela con La vereda más larga del mundo, publicada en 2010 por el Fondo Editorial de esa universidad. También publicó en España la novela juvenil Invisible: antes de caer (Ir Indo, 2003) y artículos en periódicos. Actualmente, desempeña labor docente en la PUCP y en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.