Por Eduardo Robles Gómez.
Según Ophra Winfrey, esa gran gurú de la autoayuda en el país oficial de optimismo: «correr es la más apta de las metáforas de la vida, ya que lo que uno obtiene al correr es equivalente al esfuerzo que se ha puesto en él.» Y si ―como nosotros― el significado de lo que dice Ophra los deja un poco perplejos, la lectura de estas diatribas sobre el correr y los corredores quizá les ayude.
I.
La pista, entre semana, es un vertedero de personas, una isla para juguetes rotos. Los policías ya no se molestan en cerrar el deportivo: saben que es el único refugio para los que no tienen a dónde ir y buscan ocupaciones de repuesto que les levante temprano. La costumbre de maltratar es así de fuerte. A las seis de la mañana, aparecen los primeros, los más insomnes, los que no soportan otro minuto de paro, los que quieren hacer como si trabajaran. Aquí calibran y acondicionan el cuerpo para cuando llegue la hora de subastarlo de nueva cuenta. Paul, el líder de Barras Praderas, no estaba tan equivocado al llamar a su gimnasio La fábrica de muñecos: los ejércitos de mano de obra sustituta aguardan su turno en estas reservas. Fordismo aplicado al ser, el circuito es tan lineal y mecánico como la cadena de montaje. Aquí, se entregan a operaciones repetitivas y embrutecedoras que recuerdan a los segmentos automáticos dentro de un ciclo de producción que no debe, bajo ningún costo, interrumpirse. La maquila del cuerpo al servicio de la manufactura y el sector terciario. Todavía no amanece ni abren las primeras fábricas del Azcapotzalco industrial, pero ellos ya calientan, se estiran, ajustan el cronómetro y acometen la pista. El palo y la zanahoria versión desempleo: detrás de nosotros, el hambre; al frente, la vacante de trabajo soñada: en tiempos de guerra, cualquiera sirve, cualquiera es buena para apaciguar el complejo de castración. «Trabajo, luego existo» (Vivian Abenshushan). Emprendes, luego se tiene mentalidad de tiburón. Es sin miedo al éxito. Todos vienen a recordarse hombres. Mira, mi amor, desde que te fuiste me puse más mamado.
«El hombre del siglo XXI ya no trabaja: entrena.»
II.
Al corredor primerizo suele paralizarlo la vergüenza. Se declara culpable por desocupado, sin nada que hacer. Ni estudiante ni asalariado ni padre ni pareja, ni hombre (lo que sea que eso quiera decir) ni humano (lo que sea que eso implique). Nini, ese estrato fantasmal entre el lumpen y el proletario. Ni digno de considerarle vivo, ni tan muerto como para dejarlo en paz. Esa alma en pena a la que no le queda más que correr desesperada hacia algo o de alguien, que siempre visualizamos al final del carril (que es el mismo punto de partida, cruel ironía). Para nuestra mala suerte, tendemos a correr a ningún lado: esta es la mecánica de la pista, réplica de la noria, rueda tamaño real para nuestra Rat race carente de principio, eterna. Lo cual no está tan mal para quien se enorgullece de trabajar como burro. Y así, con la lengua de fuera, vamos en círculos por nuestras vidas, en interminable desasosiego. Corre, Forest, corre. Corre y no te vuelvas atrás, que podrías convertirte en piedra. Corredor, no hay camino, y acabas perdido al andar. Entonces esperas tu turno para adentrarte a la estampida y eres arrastrado por ella, igual a los encierros de Pamplona. Detrás, el toro de las rentas, las cotizaciones, el sistema tributario, el buró de crédito; IMSS, INFONAVIT y FOVISSSTE nos acorralan. Por los altavoces, los avisos de suspensión de actividades, las vacantes #NoEstásSolo y la siguiente fecha disponible para actualizar la firma electrónica, la única y verdadera; sólo Hacienda podrá expedir constancia de los kilómetros recorridos entre empleos. Si damos una vuelta de 360° grados, ¿acabamos igual, en donde mismo? ¿Con la solicitud en la mano? ¿Es que esta fila en movimiento en realidad no avanza? No, la siguiente vuelta ya no se siente como la anterior: ahora trotamos más abatidos.
«Para correr nacimos, no se piensa; es lo más cerca que estaremos nunca de la animalidad reprimida.»
III.
Si nos vamos a dedicar a correr, al menos hay que vernos profesionales. Implicará una disciplina. Cultivar el jardín del cuerpo, a lo Mishima, bajo el sol y el acero. Procurar que la maleza del sin-quehacer no nos cubra del todo. Como los grupos de maratonistas que acaparan el pequeño estadio de lunes a jueves. «A tu izquierda», gritan cuando alguien invade el carril de velocidad por accidente. «A tu derecha». Dios los hace y ellos se juntan alrededor del primero que se autoproclama coach, rey de los desocupados, doctorante en eufemismos, amo y señor de frases motivacionales: «es con huevos», «no lo mires, no te le despegues», «respira por nariz y suelta hombros». «Bien, jala. Dale en su madre». Es como ver a los dioses bajar del olimpo, se maravilló Hal cuando se encontró con un grupo de caminata a la delantera. No falta quien trate de copiarles la rutina y seguirles el paso, aunque no les den los pulmones: nueve vueltas, tres trotando, cuatro corriendo y dos a máxima. Se hace inevitable querer competir, jugar a las carreritas. Cualquier actividad es susceptible a usarse para medirse el miembro. Aquí es donde se separan los purasangre de los cuarto de milla y los de potrero de la Marquesa. Desde las gradas, los patrones hacen apuestas por el caballo de más aguante. La pasarela de la fuerza de trabajo, la teoría económica del valor donde el fitness es la medida de todas las cosas. El nuevo Hombre del Vitruvio: sobreentrenado, con músculos que se atrofian bajo su propio peso y el corazón a dos vueltas de colapsar. El hombre del siglo XXI ya no trabaja: entrena.
«Pues un fantasma recorre el deportivo ―córrele, que aquí espantan―: el fantasma del liderazgo empresarial, el espíritu del rendimiento, el culto satánico de la apariencia.»
IV.
Correr es salir disparado, como una bala, como una flecha. Hacemos fondos hasta doler, hasta sentir quemarse los muslos. Hasta prendernos fuego. En cambio, caminar molesta porque no fatiga. Incluso llega a sentirse antinatural, demasiado civilizado y correcto: paso-a-paso uno se exaspera y lo que se mide nunca sale. Para correr nacimos, no se piensa; es lo más cerca que estaremos nunca de la animalidad reprimida. La zancada es el residuo que nos emparenta con los depredadores, con ese pasado más simple, más brutal y honesto que pretendemos domar con rastrillos y ropa deportiva, cuando no se nos pedía más que la propia fuerza, que el instinto de lucha y huida repartida entre todos por igual. Quizá sea el deseo por volver a los tiempos del cazador-recolector enfrentado a diario a su tan poca cosa. O quizá se trate de la pulsión de muerte que seduce tras el imperio de los sentidos. Entonces el pellejo pendía de un hilo, de un tira y afloja salvaje. Hemorragias, dislocaciones, mordeduras: nada como una lesión para regresarnos al aquí y ahora del cuerpo. «Si todos los días no hacen algo que pueda costarles la vida, les parece que no han vivido en absoluto» (Kjell Askildsen). Ante el estado actual de las cosas, tan regodeado en sí mismo, basta la indiferencia de la naturaleza, su propensión al aniquilamiento, para devolvernos al sitio del cual jamás debimos salir: ese rincón entre el olvido y la nada. Al llevar al límite al cuerpo, nos damos cuenta perfectamente que todo termina. Un día, habremos de parar.
«Tú puedes conquistar esta colina, la colina es una metáfora, todo es una metáfora»
V.
Hay tantas formas de correr como hay personas. Todos le imprimen un acento particular. Y no nos damos cuenta del nuestro hasta que alguien nos enseña un video haciendo el ridículo a toda marcha. Nunca nadie debería verse a sí mismo correr: puede ser tan traumático como escucharse hablar. Te creías Ana Guevara y resulta que eras más pariente del payaso de rodeo, uno digno del top 10 de caídas en ¡Ay, caramba!
Una rápida tipología: los Rocky Balboa, esos que trotan a la vez que sueltan combinaciones al rival imaginario delante, proyección de todos los complejos en la figura de su propio Iván Drago. Los conferencistas, los que ni para correr se callan, a los que habría que pedirles se coman una sopita» antes de venir, porque van hable y hable de los play-offs de la NFL, de sus divorcios y la última escapada a Tepoztlán: todavía no saben que cae más rápido un hablador que un cojo. Después, los Taebo, lo que se siente en una coreografía con Billy Blanks: pujan tras cada sprint o combinación de estiramientos y se celebran a sí mismos con aplausos y gritos al terminar cualquier secuencia. Tampoco puede faltar el entrenador, maestro de educación física frustrado, una persona mayor a quien su familia le ha dado la espalda; por su edad, se siente con el derecho de meterse en lo que no le importa: reconoce los logros como si cada uno fuera su hijo, pero también te regaña si no levantas bien los talones o la espalda se te vence. «Quédate en tu zona, flaco. Marca el trote, marcadito nada más». A la retaguardia, los influencers. Los que van por la pura foto, por la postal del deportivo con la hora en grande y bien remarcada. El club las cinco de la mañana, nos lo restriegan en la descripción. Mercenarios del ejercicio, sus reels en la pista son el equivalente de los spots del candidato que va al barrio más marginal a pasar el día con los albañiles. «De nada», publican, «la vida no se va a romantizar sola».
Luego siguen los más experimentales, los que incursionan en nuevos ritmos y pretenden cambiar nuestras concepciones respecto al andar: van al revés, en un moonwalk farragoso, o en jumping jacks, simbiosis entre aeróbicos y cien metros planos; hacen desplantes en cámara lenta hasta tener ambos pies completamente arraigados, como si de un Qigong tropicalizado y surrealista se tratara, o echan los brazos atrás en V simulando a las aves. Hay los que corren como si estuvieran aprendiendo a solfear: voy (♩), corro (♫), corro (♫), rapidito (♬♬), rapidito (♬♬); y están los que más bien ensayan danzón, porque trazan un cuadrangular en once tiempos, se desplazan lateralmente al estilo cubano o avanzan y retroceden en columpio. En ocasiones, en su deseo de transgredir, de hacer ameno el ejercicio, convierten la pista en un balneario: instalan bocinas, se quitan playeras, extienden toallas. Se untan bloqueador los unos a los otros y se vuelve un comercial de cerveza Duff sobre la marcha: si no se les detiene a tiempo, son capaces de traer barriles de Gatorade, servirlos en vasos de michelada y alzar stands distribuidos estratégicamente a lo largo de la pista: semejante coordinación sólo se ha visto en las carreras de relevos. La bacanal se hace deporte; el entrenamiento, descafeinado y sin desgaste alguno. Correr debe ser, ante todo, un placer hedonista.
«Ir a correr es el primer paso en el camino de la autosuperación.»
VI.
Ya cuando todos han terminado, cuando el coach da por concluida la sesión y los trabajadores comienzan a podar lo que queda de césped, nadie se da cuenta de que ellos siguen ahí, sorteando gargajos cual minas, aún en su primera vuelta. Ellos: los jubilados a la mala, los que no han tenido la delicadeza de morir. Los que cada año nuevo se imponen la misma cruenta resolución, aunque siempre vayan como los testículos del perro: hasta atrás. A los que de verdad «corrieron» sin previo aviso, los despedidos en un abrir y cerrar de ojos. Liquidados ―vía fast-track― que aguardan la promesa de la reinserción, porque no piensan irse de este mundo hasta verse pensionados. Los runners gracias a la diabetes, la descalcificación y la insuficiencia renal. Los malos de reumatismo, de artritis, de glaucoma; los que pretenden retardar lo más que se pueda la visita a la fisioterapia, prevenir y mantener a raya los tumores, ese «cáncer eminentemente obrero» (Houria Bouteldja). Porque no hay mal que el ejercicio no cure, remedio chino e infalible. Sale más barato que la consulta y las medicinas de patente añoradas. El seguro popular de la pauperización. A él nos afiliamos cuando enfermar deviene lujo, artículo de alta gama. Por eso, a falta de pan, corremos. Corremos como se pueda, con lo que se tenga a la mano, en desbandada. Nos abalanzamos a las vacantes cual rapiña, como al ramo de la boda o al volado en el bautizo. No importa sobre quién caemos, a cuántos se pisa ni lo que se machuque. Ya no sirve «hacer carrera» cuando es maratón: la ley del más fuerte, el primero se lleva todo. Vámonos pisando los talones, caminando y meando, que se hace charco. El pelotón se aglomera en la recta final y se vuelve un sálvese quien pueda.
«Nunca nadie debería verse a sí mismo correr: puede ser tan traumático como escucharse hablar.»
VII.
Y, aunque en realidad nada ha cambiado, dejamos la pista más satisfechos. Ir a correr es el primer paso en el camino de la autosuperación. Hoy, al acabar la rutina, y por generación espontánea, nos sabemos mejores personas. Yes, we can (Byung-Chul Han) es la filosofía del momento: está prohibido «no poder más». Cada uno es el emprendedor de su propio destino. Gurús de supermercado repiten y propagan este sermoneo aspiracional, los hoy encargados de dictar cómo hemos de vivir. Basta una ojeada ―de corrido― a sus one-hit-wonders: No fabrique fantasías cuando quieras realidades, El dinero sí da la felicidad, Colorín colorado este cuento aún no se ha acabado. Sobre este credo construiremos nuestra secta: somos nosotros nuestro peor enemigo, los límites se los pone uno, esta carrera es contra ti. Imagina que te quitaron tu queso, que el circuito es la proyección de tu propia vida, corre a donde más se te antoje, visualiza en la meta lo que quieras lograr, cada vuelta es un obstáculo. «Tú puedes conquistar esta colina, la colina es una metáfora, todo es una metáfora», repite el audio de autoayuda de BoJack Horseman mientras intentas correr sin sofocarse.
Pues un fantasma recorre el deportivo ―córrele, que aquí espantan―: el fantasma del liderazgo empresarial, el espíritu del rendimiento, el culto satánico de la apariencia. Y es este mismo fascismo optimista el que no permite amainar a los más desquiciados, a los que corren como si odiaran su cuerpo, en un sprint asfixiante, en busca de un ahogo autoinducido, suicida. Frenéticos como sólo los corredores de bolsa pueden ser (agárrenlos, que son rateros). Esos que quieren echarse un rapidín con su mejor versión en la cima a toda costa, porque si algo nos ha inculcado el «primero yo y luego yo» es normalizar masturbarnos frente al espejo. Así es, la runnorexia llegó para quedarse, antes piernudo que sencillo. «Imaginemos cosas chingonas», es la máxima de una generación que no puede dejar de correr, como Wile E. Coyote, sobre su propio acantilado.
Eduardo Robles Gómez es Licenciado en Derechos Humanos y Gestión de Paz por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en revistas digitales como Neotraba, Kametsa, Pez Banana, Irradiación y Página Salmón, entre otras. Esta es su primera colaboración para Perro Negro