Un cuento de Bárbara Ramos

Agonizando en fiebre, balbuceabas frases de Bukowski con voz ronca, la piel amarilla y destruida por unas ojeras largas y violáceas, que me daban escalofríos. Callé tus delirios con siseos despreocupados y miré el termómetro que colgaba de tu púrpura boca. Las rajaduras de los labios se abrían como flores de carne. Tu frente ardía y el número cuarenta jamás se había visto tan aterrador.

—¿Me estoy muriendo?

Acaricié los cabellos negros que se pegaban a tu frente ambarina y sudorosa. Sentí aquella cosa medio muerta que era tu mano buscándome entre el aire infectado y las sábanas azules de nuestra cama. Fue tanta mi pena que me guardé un sollozo, desvié la mirada, pero no me acerqué.

Quería verte solo.

—Elena, contéstame.

Remojé unos paños en vinagre Bully. El goteo de ese líquido rosáceo se mezclaba con tu respiración agitada, ese vaho maloliente que salía de tus entrañas y empañaba mis gafas y las ventanas. Soltaste un quejido al sentir en tu frente una ola de frío, una descarga casi eléctrica y  atendiendo a tus viejos hábitos, tus manos estrujaron mi brazo con una fuerza tosca, grosera. Sentí tus garras presionando mi hueso alrededor del puño.

—¿No vas a hablarme, puta? ¿No vas a decir nada?

Ni siquiera podías clavarme la mirada. Tus ojos turbios se perdían en la nada. La enfermedad te controlaba por completo. Sé que en algún momento, dejaste de ser tú y a veces me parece gracioso, porque nunca aprendí quién eras realmente.

—Suelta mi brazo.

—¡No quiero!

Pero el ataque de tos fue suficiente para tumbarte encima de tus cuatro almohadones de funda crema, dulce e impecable que yo misma había preparado el día anterior y que ahora chorreaban agua sucia, sudor apestoso. Unas flemas negruzcas y grumosas mancharon las sábanas. Salí corriendo de la habitación y no escuché tus gritos, pero sí la estática que venía de la radio a pilas que moría lentamente al lado del caño. Miré el cuenco vacío de la sopa que acababas de tomar, repleta de moscas y motas de polvo y sonreí con tristeza.  Nadie había venido a visitarte.

Ni tu colega el cojo que tocaba el saxofón en un club de jazz de la calle once, ni mucho menos la amiga de tu infancia, una pelirroja que olía a almíbar en verano y te había mimado tanto en mi ausencia. Un personaje pequeño, de formas graciosas, que había maltratado esta casa que hasta hacía unos días, había sido solamente nuestra. Pasé semanas arrojando baldes de lejía en cada esquina, asqueada por ese repulsivo perfume de inocencia pueril. Pero no podía culparla del todo, porque yo entendía muy bien el precio que se paga por jugar con las serpientes.

Tarareé una canción en el silencio de la cocina, jugando con un cenicero lleno de colillas secas. Sentí nuevamente ganas de llorar, pero no aguantaría la sola idea de que escucharas mis sollozos desde la cama. Me lavé las manos, empapadas de tu aroma a muerto. Estaba sumergiéndolas en la espuma rosa de olor frutal, cuando sentí que algo me absorbía desde la espalda. ¿Estaría también enferma? No, los desmayos no tienen manos.

Tus manos sujetaron mis muñecas y tu cuerpo hirviendo empujó al mío sobre las encimeras de granito. Mis piernas se enredaron en tus pantorrillas en un intento por separarme de ti y con la mano hecha un puño, jalaste mi cabello como se le hace a una yegua embravecida que necesita ser controlada. Escuché el chasquido de mis huesos siendo aplastados por tus caderas y tu mano escurridiza descubriendo mis hombros. Estaba llorando y me pareció tan extraño sentir terror cuando hacía tan solo unos meses, en el mismo lugar y en la misma forma, me habías arrancado de mí misma como la hiedra del jardín.

—¡Por favor, suéltame!

Una maceta llena de tierra muerta se hizo añicos cuando me forzaste a mirarte de frente. El agua del lavadero corría, derramándose por el suelo. Lo único que quedaba de ti en ese rostro infecto, deformado por las ojeras y la baba caliente y turbia que brotaba de las comisuras de esa boca que buscaba mi yugular con codicia animal. Ahogábamos nuestra historia en la peste de vinagre. Golpeé tu pecho de huesos astillados, pero ahí estaban esos dientes que jalaron piel en donde nunca antes te había sentido y quizá la desgarraron, como la hiena que se alimenta de carroña. Carne muerta describía bastante bien lo que era yo en aquel entonces.

Mis patadas no llegaron a tus piernas largas y débiles, tus manos buscaban los espacios que antes fueron tuyos, a voluntad o a la fuerza, pero tuyos después de todo. Solté un único sollozo y solo en ese momento me di cuenta de que mis pies oscilaban sobre el suelo, mis manos se ponían moradas y la presión de tu cuerpo sobre el mío estaba por asfixiarme. Asfixiarnos.

Tu beso abierto resbaló por mi garganta. Me quedé temblando cuando te desplomaste, pálido y más solo que nunca, sobre las baldosas de la cocina. Eras un estropajo, un cúmulo de huesos rotos, piel porosa, ropa mojada, sangre coagulándose. Te observé sin saber si estabas muerto o dormido.

El agua del caño seguía corriendo con un suave zumbido, las hormigas de la maceta rota caminaban en fila hacia tu cuerpo derrumbado y pensé que, tal vez, pensaban alimentarse de tus restos, de la misma forma en que te alimentaste de los míos. Di unos pasos hacia ti, pensando en ayudarte a ponerte de pie, escuchando la frecuencia perdida de la radio y la ventisca de otoño. Pero recordé lo mucho que aún te amaba y me di la media vuelta.

Abrí una de las repisas de la cocina. Docenas de botellitas de vidrio tintinearon, todas repletas de un líquido negro y viscoso. Medicina, pensé, buscando la tibia tetera de té verde que había dejado esperándome en las hornillas.

Vertí un poco de la aromática infusión en una taza y di un sorbo. Casi insípido pero delicioso gracias a ese sabor vacío y caliente de las hierbas hervidas. Tomé una de las botellitas al azar y dejé caer la mitad de su contenido, mezclándolo con una cucharita de metal ya oxidada por el tiempo, creando miles de burbujas diminutas y oscuras. La taza de té se enturbió, pero no perdió su fragancia natural. Me vi tentada a tomar un sorbo, pero solo la levanté y remojé mis labios. Sonreí, mientras te ayudaba a ponerte de pie. Debo de tener cuidado de tomar este té, pensé, acomodándote los almohadones pastosos detrás de la espalda, no quisiera morirme antes de tiempo.