Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Son quizá – junto con la cita goyesca de «El sueño de la razón produce monstruos» –  las siete palabras más citadas, estudiadas y parafraseadas en lengua castellana. Pero a diferencia de la máxima del  gran pintor español, el microrrelato de Augusto Monterroso está mediado por una humilde coma; una coma que parece partir la realidad de nuestro mundo en dos.

El dinosaurio monterrosino tiene ya tantas traducciones al inglés como El Quijote de Cervantes y, en nuestra humilde opinión, es uno de los ensayos más perceptivos de lo que ha sido la cultura política y social de nuestro literariamente ilustre pero, en todo lo demás, periférico continente.

Sabemos bien que al acercarnos a esta bestia literaria y mesozoica no somos los primeros en hacerlo con un ojo crítico y expansivo, pero intuimos que quizá sí somos algo pioneros en considerar su dimensión social y política, más allá de la mera parodia o de la explotación de la figura del dinosaurio como significante. Decimos esto último a manera de guiño para nuestros lectores de tendencias estructuralistas.

Todo en él es brillantez y precisión: tres adverbios, dos verbos en diferentes tiempos verbales, un sustantivo y un artículo definido. La dimensión temporal de la fábula está escindida por una coma que separa dos formas del pasado: la pretérita y la imperfecta. Sobre este punto hemos de recordarles aquellos sin mucho interés en la gramática que el imperfecto no existe en el inglés y no es tan común en el alemán, hogares lingüísticos del pragmatismo e idealismo filosóficos, respectivamente. Hay que entender entonces que nuestro pasado castizo y latinoamericano es un tanto más imperfecto que las realidades sociales más organizadas y estructuradas que han nacido del pragmatismo británico o de la callada neurosis del idealismo teutón.

Más de una persona ha anotado ya las interrogantes inmediatas que surgen a ambos lados de la coma en la fábula monterrosina. Primero, ¿quién despertó? O, igualmente, ¿quién estaba durmiendo? Y segundo, ¿dónde precisamente es allí?

Sería un error omitir las referencias filosóficas del sueño como significante ontólogico. Desde la caverna de Platón en La República, hasta Inmanuel Kant, pasando por aquellos dos enemigos acérrimos: Freud y Jung. Kant, padre putativo de la moral contemporánea, hablaba de su lectura del empiricista escocés David Hume diciendo que “lo despertó de su adormecido letargo” filosófico; a lo que Bertrand Russell añadió “el problema con Kant es que al parecer se volvió a quedar dormido”. Algo similar parece habernos sucedido a nosotros.

Exegetas de la fábula minimalista de Monterroso han apuntado a múltiples referencias pero ninguno ha recordado su parentesco con el ya mencionado epigrama goyesco. Una máxima engravada en nuestra memoria desde mediados del siglo XIX  y que nos sirve de recordatorio prodigioso, y valetudinario, de los excesos militaristas de Napoleón, Hitler, Stalin, George W. Bush y  desafortunadamente muchos más. Latinoamérica por su parte ha experimentado esos excesos bélicos primero de Europa, y ahora de Estados Unidos, de una manera lenta, interna y represiva que ha ayudado a la expansión del neoliberalismo en un continente donde la mayoría de personas se opone a él.

Y continuando con el tema militarista, Francisco Goya fue el primer artista en representar los horrores de la guerra sin ningún tipo de ambigüedades románticas, y ha sido de los pocos pintores quienes hasta la fecha han permanecido sordos a esa voz susurrante que siempre busca mitologizar toda acción bélica o campaña militarista, particularmente si está concebida dentro de la narrativa aceptable del “pentagonismo”, que es el capitalismo predominante de nuestros días. Es por ello que la sensibilidad artística de Goya está mucho más cerca a la de Monterroso de lo que usualmente se supone.

Y mientras Goya nos recuerda que la sinrazón del instante onírico engendra monstruos, la  respuesta a la pregunta del microrrelato de quién dormía tiene que ser socio-ontológica: nuestra conciencia histórica. Esa respuesta se justifica por la naturaleza ultra elíptica del relato mismo.

Con un relato tan breve toda interpretación constituye ya una metanarrativa, ya que todo a partir de él solo puede ser una adición. El escritor guatemalteco nos recuerda que nos hemos despertado a un presente forjado en un pasado imperfecto y con un enorme monstruo que no hemos sido capaces de exterminar. Pero, ¿qué tipo de monstruo ha producido la prolongada siesta de nuestra conciencia histórica? Bueno, es una criatura antihegeliana y ovípara: la de un Estado envilecido por la corrupción de los gobiernos de turno y debilitado por la falta de fe cívica en sus ciudadanos. El Estado en América Latina no parece poseer ningún atributo evidente. Ni siquiera la de la posibilidad de recolectar los impuestos necesarios que ayuden a superar su propia parálisis financiera y política.

Toda literatura que se precie es a la vez percepción e intuición. Monterroso percibió nuestra modorra intelectual y social mientras intuía cómo la imperfección de nuestro pasado, sumado a nuestra inhabilidad innata por gestar cambios, engendraría sociedades cívicamente pobres, tecnológicamente dependientes e individuos no con una angustia existencialista sino algo aún peor y más insidioso por su ubicuidad: una angustia cívica.

Tal vez no todos podamos o queramos ver la grotesca figura que todavía está allí, pero lo que sí es cierto es que, justamente por eso, seguimos teniendo un huevo tan grande como el de ese dinosaurio. ■

Por Jorge Ramírez y Juan Toledo