Por Javier Gragera


 

Enrique Planas me cita en su base de operaciones: la sede principal del diario El Comercio, en el jirón Miró Quesada del centro de Lima. El escritor, al igual que los personajes que pueblan sus novelas, es un tipo híbrido, mutable, que diariamente relega su vocación de inventor de historias para ganarse la vida como periodista cultural. Planas me recibe en el vestíbulo y me conduce hasta la cafetería del edificio, donde se respira un distendido ambiente de terraza que choca frontalmente con la idea que uno tiene de la redacción de un gran periódico: las prisas, el vértigo de la actualidad, el estrés de las decisiones importantes e inmediatas. Me resulta inconcebible que allí, en los pisos superiores que nos rodean, se esté destripando a fuerza de noticias la vida interna de un país. Nos sentamos uno frente al otro, y Planas me mira a través de los vidrios ahumados de sus gafas redondas. No es la primera vez que nos vemos. Hace un tiempo fui su alumno en un taller de escritura creativa. De aquella experiencia no salí con mi primera novela bajo el brazo, pero sí aprendí que ser escritor es más disciplina que genio innato. Un novelista no nace, un novelista se hace.

Ahora la literatura ha vuelto a juntarnos. El año pasado Planas publicó su quinta novela, Kimokawaii, y en ella encontramos la excusa para iniciar este diálogo. A primer golpe de ojo, este libro sorprende porque Planas se sumerge en el mundo otaku -un tema hasta ahora insólito en la literatura peruana- para contarnos una historia protagonizada por un periodista cultural pasado de vuelta y Michiko, una joven artista atraída por la estética manga. La seductora presencia de Michiko empujará al periodista cultural a dar un radical vuelco a su vida, mientras la violencia política golpea con dureza la Lima de la década de 1990. Me interesa saber de dónde surge la idea de esta nueva novela, tal vez con el propósito no confesado de robarle la pócima secreta al maestro, y beber como a escondidas de su fuente de inspiración. “Para esta pregunta siempre doy respuestas distintas en cada entrevista”, dice Planas. “Kimokawaii nace de muchas ideas, y ni yo mismo sé realmente cuál es el punto de partida. Yo creo que las novelas son un enorme puchero en el cual vas arrojando cosas, y entonces puedes recordar qué es lo primero que arrojaste, pero ya está completamente disperso”.

Una de dos: o Planas no quiere compartir con nadie su fuente de inspiración, o en efecto ni siquiera él sabe de dónde parte el hilo de la madeja con el que empezó a hilvanar esta novela. Me remito a hechos concretos. En otras entrevistas concedidas a los medios, el novelista confiesa que durante un intercambio de regalos entre antiguos compañeros del colegio se sintió frustrado al ver cómo a alguien le regalaban un muñeco de Ultra-Siete, mientras que a él le había tocado una camisa. Durante un tiempo, Planas no dejó de darle vueltas al asunto, cuestionándose sobre la influencia que había tenido en él este personaje de serie B de su infancia. Los muchos chorros de pensamiento que partieron de esa experiencia confluyeron y sentaron las bases de Kimokawaii, que sería algo así como una novela que nace de una pataleta de niño grande que no ha recibido el regalo que quería.

De la producción literaria de Planas me llama la atención la coherencia de toda su bibliografía, que siempre gira en torno al tema de la identidad. En Kimokawaii, al igual que en sus novelas anteriores, como Otros lugares de interés o Puesta en escena, el escritor empuja a sus protagonistas a sufrir transformaciones radicales en su propio cuerpo, y esas alteraciones físicas servirán como metáfora de la desesperada lucha del individuo por encontrarse consigo mismo. “Yo creo que nadie se siente cómodo en su propio cuerpo”, dice Planas. “Vivimos en una cultura de insatisfacción permanente con nuestro cuerpo. Es algo que sucede en todas las partes del mundo. Uno puede viajar a Taiwán y ver pasar un bus con un aviso gigantesco que anima a chicas de quince años a operarse los ojos. Creo que es absolutamente humano no estar conforme con lo que uno es, y lo que somos es básicamente el cuerpo que arrastramos”. Pero, ¿qué nos impide entonces ser lo que realmente queremos ser?, pregunto. Planas me responde con otra pregunta: “¿Por qué la primera cosecha de Matrix fracasa?”. Es una pregunta retórica; espero a que el novelista me dé él mismo la respuesta. “Porque se basa en la idea que tiene el ser humano de la felicidad. Entonces la Máquina descubre que no hay nada peor que apostar por eso porque el ser humano no sabe lo que quiere”.

Se puede decir que el leitmotiv de la obra de Planas es la metamorfosis, algo que el escritor considera una condición absolutamente peruana. “Son estrategias de sobrevivencia”, apunta Planas. “Cuando has vivido en la crisis desde que naciste tienes que acostumbrarte a ser tolerante y abierto al cambio”. De esta manera, sus universos literarios están plagados de personajes que quieren conocer y dominar sus cuerpos, o que claudican ante la posibilidad del aniquilamiento físico, ante la seducción masoquista de la autodestrucción. Los suyos son cuerpos que mutan, que se quiebran por dentro y por fuera, que pueden ser moldeados suavemente como una figura de barro o tomados violentamente por asalto como una fortaleza. Las novelas de Planas son así la narración simbólica de una dolorosa reconversión existencial, o tal vez una lenta convalecencia. Le pregunto si él cree que tener un cuerpo es la cruz de nuestra existencia, lo que nos hace tan débiles y quebradizos, y Planas me cuenta que solía hablar de estas cosas con su amigo José Watanabe, el poeta. “Yo tengo 45 años y aún no tengo achaques, por lo que no me siento autorizado para hablar del cuerpo que demanda. Pepe, en cambio, sufrió la amputación de uno de sus pulmones. Después de la operación, Pepe solía decir que había perdido el manejo con el lenguaje. El tema del lenguaje y su vinculación con el cuerpo para mí es muy importante. Y la idea del cuerpo como lastre no la digo yo, sino que la repito de Watanabe. Todo lo que yo puedo creer y escribir sobre nuestra relación con el cuerpo lo he aprendido de Pepe. Para bien y para mal”.

Planas presume de buena salud, algo que no comparte con aquellos que habitan sus novelas. El listado de sus personajes que están marcados por un defecto físico, por una enfermedad o por una anomalía es apabullante: la bailarina bulímica, el viejo minusválido, el tuerto, el fisicoculturista que sufre un mortal ataque al corazón, la mujer que maltrata su cuerpo para emular a La Poupee, una muñeca de miembros desmontables creada por el autor surrealista Hans Bellmer… Planas me confiesa que estas debilidades y fracturas físicas siempre obedecen a modelos reales. El ejemplo más cercano se halla en la protagonista de Kimokawaii, Michiko, quien tiene un brazo destrozado y lleno de cicatrices. Planas me dice que este caso está inspirado en una antigua compañera de universidad a quien le explotó al lado un coche-bomba. “Nuestros cuerpos reflejan los acontecimientos que hemos vivido: una época de hambruna, una crisis económica, un periodo de violencia… Todo eso se marca en los cuerpos, que pueden ser leídos de la misma manera que un arqueólogo busca las diferentes etapas históricas escarbando en los estratos de la Tierra. En el cuerpo leemos también nuestra historia”.

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Cuando uno se adentra en Kimokawaii, es inevitable preguntarse si Planas utiliza el personaje del periodista cultural como excusa para hablar de sí mismo. Escribir es desnudarse, dicen, y Planas no se arruga a la hora de confirmarme que los sucesos relacionados con el retrato de la Señora de Mesones, que en el libro aparece con otro nombre, le han sucedido realmente. “Me meto en un aprieto, me escriben una carta… Esas cosas no son inventadas”. Pero en este punto me llama la atención el celo que el escritor tiene a la hora de darle un nombre a su alter ego literario, a quien solo nombra colgándole la etiqueta de “periodista cultural”. De esta manera, sin un nombre, la identidad de este “periodista cultural” queda coartada, amenazada por el anonimato; un personaje al que se le niega la posibilidad de ser identificado a cabalidad como persona. ¿Quién eres?, nos pregunta un desconocido, e indefectiblemente respondemos con nuestro nombre. No importa cuál sea nuestro nombre, lo importante es tener uno. Planas, el escritor, tiene su nombre escrito en el libro -su nombre aparece en la portada, en el lomo, en los créditos-, pero este es un privilegio que le niega a su avatar de ficción, un nomen nescio literario.

A mí todo esto me suena a gesto revanchista, a un categórico aquí estoy yo ahora del Planas escritor frente al Planas periodista, al menos en la realidad fantaseada de una novela. ¿Te sientes más periodista cultural o más escritor?, le pregunto a ambos Enrique Planas. “Yo siento que soy escritor en algunos escenarios y que soy periodista cultural en otros. Sería muy frustrante desear ser escritor a tiempo completo y ahogar así al periodista cultural, o al revés: pensar que el periodista cultural tiene que pagar todas las cuentas y entonces no hay tiempo para el escritor. Ambos roles se llevan muy bien”. No, parece que mi idea de revanchismo profesional del escritor frente al periodista cultural está totalmente fuera de lugar; las dos caras del hombre de letras conviven muy bien en el rostro con gafas ahumadas de Planas. “El periodista cultural siempre le está dando al escritor material, y en esta novela eso está clarísimo. Yo nunca podré escribir la gran novela sobre una huelga minera, porque no es parte de mi experiencia y tampoco es parte del paisaje al que me lleva la vida. Esto es algo que me enseñó Antonio Cisneros, quien me decía: siempre tiene que haber una gran amistad entre el Cisneros poeta y el Cisneros ciudadano”.

En Kimokawaii, Planas quiso por primera vez poner su cuerpo al descubierto y exponerlo sin rubor ante el lector, pero él me confiesa que le salió el tiro por la culata. “Quería hacer una cosa completamente distinta en esta novela y hablar de mí mismo. Pero al final se impuso Michiko y me arrebató la historia”. Planas achaca este cambio de rumbo a un gesto de tolerancia con sus pulsiones literarias. De hecho, si dejamos de lado su primer libro, Orquídeas en el paraíso, el resto de sus novelas están protagonizadas por mujeres, las cuales narran sus historias en primera persona. Le pregunto a Planas a qué se debe esta inclinación por explorar los universos interiores femeninos. “Si me voy a meter cuatro años a escribir una novela, tiene que ser un proyecto que me estimule. ¿De verdad tú te meterías cuatro años de convivencia con un hombre? Yo me aburriría harto”. Planas también me cuenta que fue el único hombre de un hogar femenino, donde creció rodeado de cinco hermanas. En su libro Puesta en escena, el escritor escribe a modo de dedicatoria: «Para mi madre y mis hermanas, principio de todas las historias». Es lógico entender de dónde brota esa sensibilidad hacia la condición femenina, esa cercanía. El Planas escritor y el Planas criado entre cinco hermanas también son buenos amigos.

Otra línea que se repite en la narrativa de Planas es la constante referencia a los elementos de la cultura pop que nos rodea. En Otros lugares de interés, su anterior libro, Planas explota la imagen del Smiley -esa cara amarilla y sonriente que causó furor en la década de 1970 y anticipó la moda de los emoticones- para confrontar el estado de ánimo de la protagonista de la historia, Vero, una mujer atrincherada en París; en Puesta en Escena, un coreógrafo fanático de los dibujos animados de Warner Bros. empuja a Lucía, una de las bailarinas de su elenco, a castigar su cuerpo de tal forma que acabará pareciéndose al muñeco de Bug Bunny, un personaje vacío por dentro y asexuado; ahora, en Kimokawaii, el escritor se lanza a destripar la cultura otaku de tal manera que la novela se puede entender como un ensayo no académico de este movimiento artístico de origen japonés. Le pregunto a Planas si no teme que le consideren un escritor friki. “Todos tenemos manías, aficiones, gustos obsesivos; todos somos frikis en alguna manera. Yo soy un escritor que asume honestamente aquello que ha consumido toda su vida. Mis influencias infantiles son los cuentos populares rusos, los dibujos animados de la Warner Bros., los mangas… Todo esto se puede considerar productos culturales de bajo nivel, o de cultura de masas, pero que en realidad son la mejor forma de entender tu época. Todas las paranoias de una época están expuestas de manera evidente en la serie B. Negar eso y no utilizarlo en tus novelas sería como negar una parte de tu propia realidad”.

Planas responde con aplomo a mis preguntas y siento que se está esforzando por darme buen material para mi artículo. La suya puede ser una estrategia que subraya lo que ya se ha dicho antes: existe una solidaridad intelectual entre el escritor y el periodista cultural. Como profesional del gremio, el Planas periodista cultural sabe que yo dependo de esta entrevista para construir un perfil de calidad del Planas escritor, y eso se pone de manifiesto cuando ambos me sueltan frases del tipo: “La capacidad de condena de las personas siempre va a ser heterogénea”. O: “La literatura es una búsqueda de la ilusión”. Y también: “Pienso que los escritores tienen que aprender mucho de lo conceptual del arte contemporáneo”. Igual ya han pasado casi tres cuartos de hora desde que empezamos a conversar, y me preocupa que el Planas periodista cultural se empiece a impacientar con el Planas escritor, quien le está demandando más tiempo del que habían acordado. No quiero ser yo el culpable de una innecesaria bronca entre ambos amigos. Por eso, reviso mi listado de preguntas y leo en voz alta: En un pasaje de Kimokawaii has escrito: «El periodista cultural sonrió con esa última frase. Pensó que estaba escribiendo cada vez mejor». ¿Enrique Planas se atrevería a decir lo mismo? “No, jamás. Esa es una de las muchas formas en las que me diferencio de ese personaje”.

Antes de despedirnos, le pido a Planas fotografiarlo para poder ilustrar el artículo. Él se muestra conforme y me indica un lugar idóneo: la acera frente a la fachada de El Comercio, donde podemos jugar con el efecto visual de una larga vidriera reflectante. Para mi desgracia, ha salido el sol. Los contrastes en su rostro son duros. De cualquier forma, me gusta el resultado. En las fotografías, Planas aparece duplicado, en confrontación directa consigo mismo. ¿Cuál de ellos es el periodista cultural y cuál es el escritor? ¿Cuál mira de frente a la cámara y cuál trata de darnos la espalda? Tal vez la respuesta la podamos encontrar leyendo entrelíneas su última novela.