Por Enrique Zattara
Se le conoció como el rey sin corona y se especulaba que había sido envenenado por su propio padre, el Rey Juan II de Aragón. Este relato magistral también apunta hacia otra conjetura histórica de dimensiones globales que fue la bizarra y corta vida de Carlos de Evreux y Trastámara
El hallazgo desconcertó al equipo de forenses que se había propuesto analizar el contenido de aquel sarcófago. La cabeza y la parte superior del cuerpo hasta la cintura, intencionalmente momificadas, correspondían –como se esperaba- a un hombre de algo más de 40 años. Pero desde allí hacia abajo, los restos eran de una mujer, por otra parte de más edad que la señalada. El enigma fue pronto solucionado: luego de una serie de consultas con especialistas, alguien recordó que tras la desamortización de Mendizábal, a mediados del siglo XIX, un grupo de revoltosos había asaltado el Monasterio de Poblet y violado las tumbas de los reyes de Aragón en busca de tesoros. Era presumible que después, los cadáveres hubieran regresado por pedazos, mezclados, a sus reposos eternos.
Los médicos continuaron adelante con su trabajo, y al finalizar su labor ofrecieron el dictamen: don Carlos de Evreux y Trastámara, príncipe de Viana y heredero siempre postergado al trono de Navarra, no había sido envenenado. El 23 de septiembre de 1461, casi seiscientos años antes, el culto y desgraciado hermano mayor de Fernando el Católico había muerto de una tuberculosis que lo aquejaba, indudablemente, desde mucho tiempo atrás. “La ciencia avanza –dijo entonces Francesc, que en su carácter de estudiante becado había participado del equipo investigador- y un nuevo enigma histórico se ha resuelto”.
El médico jefe oyó el comentario y sonrió maliciosamente.
“Quizás en ese cuerpo se oculte otro enigma, pero no nos han pedido revelarlo –agregó prudentemente-. Así que, vuelva el muerto al hoyo”
Francesc se mostró asombrado por la afirmación de aquel eminentísimo médico, y no pudo dejar de preguntarle a qué se refería.
“Es una buena oportunidad para que releas la historia de España”, respondió el otro, taimado.
Francesc estudiaba medicina, y la historia era demasiado complicada para él, así que allí se quedó aquel asunto. Pero como la historia –todos lo sabemos- es casi tan real como la literatura, y tal como esta última, requiere que todos sus hilos –hasta los más deshilachados- adquieran al final la forma de un tapiz, algo más habría de ocurrir en la realidad de Francesc. Y fue que una noche, preparando para la autopsia a un atildado mendigo que acaba de morir de hipotermia en el barrio gótico de Barcelona, encontró en un bolsillo unas hojas escritas en bolígrafo que contaban una historia de otros tiempos. Nunca supo el joven estudiante de medicina –para ese entonces ya médico- si lo escrito era historia o ficción, y en eso no lo aventajaba mucho cualquier profesor.
Pero por uno u otro camino, leyendo el manuscrito al fin descubrió el otro –inesperado- enigma del que el prestigioso forense le había hablado años antes.
En fin, créase o no, esto era lo que el manuscrito decía:
“De paso hacia Pamplona, don Fernando había decidido recorrer por última vez el opulento castillo de torres cuadrangulares desde donde se veía, a lo lejos y en medio de la sequedad del horizonte, la silueta color tierra de la orgullosa iglesia de Uxué. Ahora toda Navarra era suya: su padre se hubiera sentido orgulloso de saber que había logrado, y sin derramar una gota de sangre, el objetivo que él había perseguido toda la vida. Pero ahora era su propia vida la que estaba llegando a su fin; había pasado los sesenta años, y el rey Fernando presentía la llegada de la muerte en el cansancio invencible que agobiaba su cuerpo cada vez que se ponía en marcha para una nueva campaña. Así había sido toda su vida, siempre en marcha, siempre sin saber cuál era realmente su lugar. Debió haber nacido allí, en ese castillo al que ahora regresaba quizás por última vez, pero su madre había decidido que naciera en Aragón y marchó con él en el vientre para cumplir su objetivo, por lo que nació en el camino, en una pequeña aldea fronteriza llamada Sos.
La guardia de Olite, alertada de su llegada, le rindió honores y abrió el portalón que llamaban “de Fenero”. Detrás y hasta el río, se extendían los jardines que en un tiempo habían estado habitados por exóticos animales traídos de todos los sitios del mundo, y a su izquierda la amplia explanada dominada por la Torre de los Cuatro Vientos. Las cúpulas de la caprichosa Torre de las Tres Coronas, reflejaban la furiosa luz del sol.

El rey y su guardia personal desensillaron en el patio de armas, que antes había sido un huerto de naranjos, y se dirigieron al interior. Aunque no había pasado en ese palacio muchas temporadas, ahora que los años reverdecían sus vivencias más tempranas regresaba un recuerdo muy vívido de aquellas torres y aquellas habitaciones lujosamente adornadas en las que había transitado su infancia. Ya por entonces sus padres no residían permanentemente allí, porque después de que su tío Alfonso decidiera establecer su corte en Nápoles, su padre había tenido que ejercer de hecho el gobierno en los territorios aragoneses. Pero Juan, el padre, no había logrado nunca unir las dos coronas, y recién ahora él, el hijo, lo conseguía sin hacer la guerra. Muy poco después del nacimiento de Fernando, Juan se había enfrentado a su hijo mayor, Carlos, nacido de su anterior esposa Blanca, reina legítima de Navarra. Carlos pretendía ocupar el trono de su madre, muerta casi diez años antes. Fernando era muy pequeño entonces para recordarlo, pero su propia madre, Juana, casada con su padre en segundas nupcias, le había contado aquellos sucesos. Según ella, el testamento de la reina había dejado establecido claramente que su hijo no heredaría el trono navarro hasta que no muriese su progenitor, y don Juan sólo había hecho cumplir esa decisión póstuma. Su hermanastro Carlos, que entonces tendría unos treinta años, no se había resignado y había actuado de manera desleal y entrometida queriendo usurpar lo que no era suyo y –aseguraba siempre su madre- con la intención aún más ambiciosa de ocupar un día el trono aragonés, del que Juan –el padre de ambos- era heredero. El trono que hoy él mismo –Fernando- ocupaba, aunque en rigor ya era –tras la reconquista de Granada y la incorporación de Navarra- monarca de casi toda la Península.
Mientras recorría una tras otra las salas monumentales y las delicadas galerías, cuyo descuido sin embargo preludiaba ya el abandono, Fernando no pudo dejar de pensar en aquel hermano nacido de otra madre y al que casi no había tratado; pero al que terca, Juana Enríquez le había enseñado minuciosamente, durante años, a odiar; y sobre el que le había hecho jurar reiteradas veces que nunca, jamás de los jamases, favorecería ni haría nada por él ni por nadie de su descendencia.
El rey aragonés cuya madre no había querido que naciera en Navarra, había sido fiel a su juramento. En más de treinta años de reinado, había favorecido y ayudado a mucha gente. Incluso, alguna vez –por imposición de su consorte, la reina Isabel de Castilla, a quien habían dado por esposo en virtud de los intereses territoriales de su padre Juan de Aragón y del hermano de ella, Enrique de Castilla, de quien había finalmente heredado la corona- había ayudado a ese marino plebeyo llamado Cristóbal Colón; aunque debía reconocer que al menos en esa oportunidad había sido al final con mucho beneficio. Pero en todos esos años, había tenido el empeño sistemático de asegurarse de que ninguno de sus favorecidos hubiese tenido relación alguna con aquel hermano escarnecido. Aunque ahora, después de tantos años, cuando no sólo su madre y su padre, sino el propio hermano, y hasta la misma Isabel estaban muertos, aquellos muros de Olite lo llenaron, por primera vez, de un incomprensible remordimiento.
En tanto, más de medio siglo antes de aquella mañana en la que el rey Fernando, cavilando sobre su numeroso pasado, revisitaba por última vez las murallas firmes de su primera infancia, un hombre desembarcaba en el puerto de Barcelona y se dirigía directamente al palacio real. Había pedido entregar una carta, sellada en Mallorca, para el gobernador. Una carta de carácter reservado. La misiva y los consecutivos pedidos de autorización habían ido desfilando desde el primer centinela hasta el ujier personal que, finalmente, había penetrado en la cámara privada y puesto la nota, convenientemente montada sobre una bandeja de plata, en las manos de su destinatario.
Carlos de Evreux y Trastámara, gobernador recientemente designado, despidió al funcionario, recomendándole que entregaran una moneda de plata al portador de la misiva, y dejó la bandeja sobre su mesa de trabajo. Intentó volver a la página abierta que yacía sobre el escritorio pero un dolor en el pecho le provocó un espasmo. Desde hacía tiempo, su cuerpo parecía cansado de albergarlo. Su último paseo (había querido conocer el monasterio de Montserrat, en lo más alto de un escarpado monte) lo había dejado exhausto y con las entrañas quejumbrosas. Ya no quería mirarse siquiera en los espejos. Las últimas veces que lo había hecho, se asustó del hombre avejentado que lo miraba desde el otro lado. Aunque su cabello no había perdido el color castaño de siempre, sus ojos grises estaban rodeados por una aureola oscura y crecían bajo los párpados bolsas de arrugas incontrolables. Ni sus amuletos, ni sus zafiros milagrosos, ni siquiera la piedra de basilisco que le había regalado un alquimista siciliano asegurando que se trataba de uno de los componentes de la piedra filosofal, lo habían defendido de una vida en la que no había hecho –pensaba ahora- nada de lo que él había querido realmente.
Aunque apenas pasaba los cuarenta años, era un hombre viejo. Lo peor había comenzado tres años atrás con la muerte de su tío Alfonso, que lo había protegido en su corte de Nápoles de las intrigas del resto de su familia y en particular de su propio padre, que usurpaba el reino de Navarra del que él era legítimo heredero. Ya casi no comía, y en Sicilia había tenido que andar de un lado a otro en litera, porque se fatigaba de inmediato. De allí había pasado a Mallorca, antes de decidirse al fin a volver a la Península porque el rey castellano Enrique pretendía negociar con él para casarlo con su hermana Isabel, una niña de menos de diez años. Había sido, otra vez, una mala elección: su padre, que era su peor enemigo, había aprovechado el regreso para hacerlo encarcelar en Lérida. Después, los catalanes habían tomado la iniciativa y obligado al rey de Navarra a liberarlo y nombrarlo su sucesor, otorgándole entretanto el título de Gobernador Perpetuo de Cataluña hasta que llegara la hora de su muerte. Pensó con amargura que todo aquello ya estaba fuera de su propia voluntad: la vida le había sido impuesta siempre por voluntades ajenas. Entonces, recordó que justamente de Mallorca era de donde llegaba la carta privada que acababan de entregarle.
En Mallorca – rememoró con melancolía- había vivido posiblemente uno de los momentos más libres y felices de su insatisfecha vida. Margarita era una bella muchacha, hija de un antiguo soldado de René de Anjou llamado Juan Colom. Por unos meses, el desplazado heredero del trono de Navarra recuperó vivencias que casi nunca había sentido; pero una vez más, no era dueño de su propia vida. No había sido ajeno al encanto de las mujeres. Sus padres lo habían casado a los diecisiete años, y había enviudado sin hijos menos de diez años después. Había tenido numerosas amantes, e incluso varios hijos a los que nunca había ocultado, pero no volvió a casarse. Tampoco hubiera podido ser con Margarita, de todos modos: las cuestiones dinásticas, aunque al fin no habían sido para él más que cadenas, eran infranqueables. La carta, pensó, no podía ser de otra persona que ella. Y cuando tomó conciencia de eso, su mano acudió presurosa a la bandeja de plata donde la nota, doblada y sellada con lacre rojo, esperaba audiencia.
Reconoció enseguida la letra de la muchacha. “Querido señor don Carlos de Evreux”, le decía, sin saber si adoptar el tono íntimo o el de circunstancia, “he hecho lo posible por evitar escribirte, porque no quiero agregar nuevas preocupaciones a tu vida que ha sido, los dos lo sabemos, suficientemente desgraciada. Pero no puedo resistir anunciarte que he tenido la alegría de que me dejaras una parte tuya, un precioso niño que ha nacido en estos días. Sólo quiero que lo sepas, nada te pido, ni siquiera me respondas”.
Don Carlos de Evreux y Trastámara, príncipe de Viana, bajó un momento la mano que sostenía la carta y dejó correr sus pensamientos sin emoción, sin asombro ni malestar. Pensó que nunca conocería a ese hijo, ni tendría quizás tiempo de reconocer la paternidad que no había negado a ninguno de sus otros bastardos. Como corroborando sus palabras, volvió a subir por su pecho otro violento acceso de tos, y al quitar el pañuelo con que se cubrió la boca descubrió manchas de sangre. Regresó a la carta, que sin decirlo le hablaba de momentos que ya nunca volverían. Súbitamente, su vida empezó a retroceder a la carrera en su atribulada mente: sin poder apartar las imágenes que se superponían, vio el día de su nombramiento (que no concretaría) como heredero del trono, vio los muros de la cárcel leridana en que lo había encerrado su padre, revivió el regreso a la península para negociar un matrimonio de conveniencia con la infanta Isabel de Castilla, sintió sin pasión amor por la dulce muchacha mallorquina, divisó las playas persistentes del exilio napolitano, reescribió sus libros sobre la historia de su tierra, luchó contra su padre presionado por beamonteses y castellanos, pidió a su madre que nombrase heredero a su marido para continuar dedicado a la música y los libros, recuperó la lectura reiterada y entusiasta de Aristóteles, disfrutó los juegos infantiles con sus hermanos y hermanas, sintió la ternura de su madre Blanca y el cariño de su nodriza. Y al fin se vio a si mismo deambulando serenamente, sumergido en una plácida dulzura, por los pasillos en sombras de Olite, acunado por las aves canoras del Patio de la Pajarería, por la frescura vegetal del claustrillo que había hecho construir su abuela Leonor donde abrían sus colas ostentosas los pavos reales, por las escaleras en espiral de la Torre del Homenaje. Entonces, supo que había muerto.
La carta se fue deslizando lentamente de su mano derecha, y con un delicado vuelo final se posó en la solería ajedrezada. En el último párrafo, Margarita Colom seguía hablando del hijo de ambos: “De entre todas las cosas que deseo fervientemente para nuestro hijo, lo que más deseo es que nunca se cruce en su camino, ni para bien ni para mal, ningún miembro de tu familia maldita. Que Dios lo guarde de ello. Yo sé que él será capaz de lograr por sí solo lo que nadie ha logrado. Él será libre como tú no pudiste nunca serlo. Él se hará a la mar y descubrirá un mundo diferente al que nosotros hemos soportado. Él será el anunciador de un mundo nuevo. Olvidaba decírtelo: le he puesto de nombre Cristóbal”.
Enrique Zattara es poeta, novelista, promotor cultural y Co-Director de la Ediciones Equidistancias y El Ojo de la Cultura. Ha escrito dos novelas: Sinfonía de la Patria, Lazos de tinta y Dos cuervos en la rama. Y dos de sus poemarios han sido ya reseñados en nuestra revista bajo el título La persistencia de la melancolía.
Imágenes: principal, Carlos de Evreux y Trastámara, José Moreno Carbonero, Museo del Prado, Madrid. En el cuento, Juan II de Aragón (padre de Carlos) Retrato imaginario de Manuel Aguirre y Monsalbe. Ca. 1851-1854