Por Felipe Ponce

La música, particularmente la de nuestra niñez y juventud, es quizá la educación sentimental más importante e indelebles de nuestras vidas. Y es una educación en la cual tanto nuestros padres como el azar y las malas compañías juegan papeles preponderantes


Nunca tuve un walkman ni hermanos mayores. Traer la diadema con esponjas en la cabeza representaba un estatus que era imposible obtener para mí: era huérfano e hijo de una obrera que trabajaba de sol a sol para obtener el sustento, así que no podía pedir un aparato que a todas luces era un lujo. Modelaba mi gusto musical sintonizando las estaciones de la radio, hasta que un día encontré en el cuarto de los tiliches un tocadiscos portátil que probablemente perteneció a mi padre. Lo conecté a la luz para escuchar solo un zumbido que oscilaba según movía una de las perillas. Fue fácil quitar la cubierta de caucho, sacar el platillo y ver la liga separada del rotor que debía girar el vinilo. Al caer la aguja sobre los surcos no se ampliaba el sonido, así que al día siguiente fui al centro de Guadalajara a comprar una aguja de repuesto.

En el mismo cuarto estaban apilados varios sencillos de 33 rpm, que fueron los primeros que toqué en ese portátil sesentero. Es probable que algunos hayan sido de mi padre, y que otros hayan entrado por vía materna, pero recuerdo que había discos de Eydie Gormé y Los Panchos, de los Hermanos Martínez Gil, de Roberto Carlos (en español) y un par de Javier Solís. Sin dudas, el que más me gustaba era el del cumbiero jalisciense Mike Laure, aun sin entender del todo el doble sentido de sus letras, con los temas El flojo de la Bondojo y Mi novia ya no es Virginia.

Mi madre fue una mujer de su época que se deshizo de los resabios del siglo XIX que había en nuestra familia del sur de Jalisco, pues desarrolló ideas liberales, usaba minifalda y le latía la música moderna. Su primera adoración fue Elvis Presley. En mi casa, en medio del desorden de roperos y cómodas que se desbordaban, había monografías y recortes de revistas con la imagen rey de rock. Recuerdo también haberla escuchado repetir el estribillo de Satisfaction de The Rolling Stones, pero en la versión mexicana de Los Apson, mientras empacábamos galletas y cacahuates que ella vendía subrepticiamente en la fábrica de zapatos Cánada.

Empecé a trabajar a los once años de una zapatería, de este modo pude comprar discos. Un buen día decidí hacer un pedido a Selecciones de Reader’s Digest de los ocho discos de La música más hermosa del mundo, una antología de movimientos y oberturas célebres desde el clasicismo hasta las primeras décadas del siglo XX, y de otros tantos de La caja de los Beatles, una antología de la discografía de The Fab Four. Luego se sumaron álbumes olvidables que compraba en los supermercados como We Are the World o Capriccio russo de Luis Cobos, aunque a veces llegaban a las estanterías algunas joyitas como las obras de Ravel, Debussy o Rodrigo.

Por aquellos días era habitual ir los domingos a chacharear al Baratillo, el mercado de pulgas más grande de Guadalajara, que corre de sur norte por en medio del barrio de Oblatos, el populoso sector del oriente que se opone diametralmente a la otra mitad, próspera y bonita. En el Barullo se podía encontrar todo lo necesario, y los discos, las monedas, los timbres postales y los libros eran mis ambiciones.

En el 85, cuando entré a la secundaria, me olvidé de los discos y comencé a interesarme en la interpretación de la música. Suena pedante decirlo de ese modo, pero es que pasé muy pronto de tocar la flauta dulce Yamaha (habiendo ganado un primer lugar intersecundarias) a tocar una melódica Hohner y después el acordeón de la rondalla. Aupado por el frenesí de Apolo, hasta hice el curso propedéutico para entrar a la Escuela de Música de la Universidad de Guadalajara pero allí tuve el freno de un maestro de solfeo que me cachó en la imposibilidad de cantar afinado la primera estrofa del belicista himno nacional.

En la prepa de la universidad surgió la idea de formar una banda, pero ya tenía las manos entumidas. En esos años, a finales de los ochenta, supe de la existencia de Silvio Rodríguez y de Rockdrigo González por unos izquierdosos que vendían casetes junto a panfletos de Sendero Luminoso en los portales de Morelos y Colón, en el centro de Guadalajara. Fueron años de desgastar las cintas, sobre todo las de Rockdrigo, y de conocer un buen de propuestas como La Maldita Vecindad, Santa Sabina, etc. Hice ronda con músicos y poetas de los Fulanos de Tal, que crearon varias rolas tan arrabaleras como notables e injustamente relegadas.

Aparte de apreciar a los grandes poetas de nuestra lengua, con el poeta Raúl Bañuelos aprendí a buscar las cantinas basado en la mejor programación de la rocola. Los sábados, después del taller literario, nos reuníamos con Raúl y los demás en el Café Gardel a escuchar mambos que programaba embelesado el también poeta y periquetero Arduro Suaves. Pasaba la tarde y urgía buscar la mejor opción para alimentar la rocola con nuestras escasas monedas y abultados deseos. Según alguien dijo, hacíamos neonostalgia. Ondulábamos de la inevitable Sonora Santanera a cualquier tema de Daniel Santos, de Y de Javier Solís a Vendaval sin rumbo de Celio González, de cualquier rola de Chelo Silva (¿estás oyendo, Paquita inútil?) a La huella de mis besos de Los Dos Oros. Con mis amigos, veinte años mayores que yo, retrocedía a sus oídos de niños, a la música que quizá oyeron mis padres siendo también niños, pero que nunca pude conocer del todo a pesar de oírla como telón de fondo. ¿Qué buscábamos? Letras, giros poco conocidos del lenguaje, inflexiones de la voz, modulaciones poco comunes, la estética de una época pasada, la pervivencia de lugares que poco a poco iban desapareciendo. En esas andanzas que duraron tres lustros pusimos monedas en rocolas de discos de vinilo de 33 y medio, en rocolas de discos compactos, en las de MP3 y en las satelitales.

Hace unos de años, en el poniente de Guadalajara, cerca del consultorio del partero de mi esposa, me topé con unas bolsas de plástico repletas de discos,  acomodadas junto a la basura. A Elizabeth y a mí nos ganó la curiosidad y decidimos llevarnos los bultos que a primera vista parecían desentonar con lo ordinario. El azar puso en mis manos un buen repertorio que he revisado y escuchado atentamente. Había homogeneidad: grabaciones producidas en Argentina con versiones de obras de música formal poco conocidas, con algunas obras de poetas en su propia voz, como Enrique Molina, y otras de música vernácula del Chaco. Entre los que más me gustan están La dulzura del chamamé del dúo Acuña-Ávalos, Recuerdo de Osvaldo Pugliese y su orquesta y, sobre todo, Yo quiero decir algo de Cipe Lincovsky, en vivo en el Kabarett El Gallo Cojo de Buenos Aires. Cabaret a la europea, al modo de entreguerras, con la contundencia de Brecht y los juegos de Girondo. En ese disco estaba la clave de algunas pistas dispersas en los cartones de los discos que me remitían al creador de esa colección, pues la propia Cipe había dedicado el álbum a “¡Mempo!”… Giardinelli, el escritor argentino que pasó unos años exiliado en México en los años setenta. Así pasé a poseer parte de su discoteca.

Para entonces mi madre había muerto y mi viejo tocadiscos había desaparecido. No aguanté mucho la tensión de tener los discos, ver su singularidad y no poder oírlos. Buscamos un tornamesas —bueno y accesible— y volví a mis orígenes. No olvidaré esa pequeña epifanía al constatar el brillo del sonido, la marcada rudeza de cada ciclo, el ritual tan contrario a nuestras prisas de buscar, desenfundar, limpiar y colocar el elepé para escucharlo. Seguir estos pasos crea una predisposición a la escucha, imposible de conseguir cuando solo se pulsa la flecha play de Spotify.


Felipe Ponce es profesor de la Universidad de Guadalajara y también es Director de Memorias Ediciones de México y Co-Director de las editoriales Página Seis y Arlequín