Por Gabriela Mayer

He aquí otro magnífico relato de una autora que merece ser leída con mucha más asiduidad. Y quizá haya que leerlo no como un cuento inverosímil o fantástico, sino más bien como una metáfora de la ubicua presencia de algoritmos en nuestras vidas cada vez más privadas y digitales


Al principio, cuando las letras empezaron a verse borrosas, no le dio mayor importancia. Pero una vez que comenzaron a esfumarse, se abrió un camino acelerado e irreversible. Julia Luisa Olmo fue víctima de la gradual e inevitable desaparición de la tinta azul bajo el plastificado de su documento. Parecía increíble que la página más importante del DNI, dotada de ese laminado justamente para proteger los datos que contenía, fuera la más vulnerable. Un proceso cruel y definitivo, que culminó en un documento con el siguiente aspecto:

M E R C O S U R.
DOCUMENTO NACIONAL DE IDENTIDAD.
APELLIDOS (si es mujer el de soltera)
.............................................................
NOMBRES
.............................................................
.............................................................

Solo con enorme dificultad podía adivinarse bajo “apellidos” algún rastro de las “O”. Probablemente habían sido escritas con un trazo más grueso, que demoraba más tiempo en borrarse. En cambio, de la “l” y de la “m” no quedaba el más mínimo recuerdo gráfico. De tal forma, la palabra OLMO desapareció para siempre del documento.

La segunda de las dos líneas destinadas a “nombres” siempre había estado vacía. Pero en la primera, de un día para el otro, dejaron de leerse esas seis vocales y cuatro consonantes que, bastante apretadas, conformaban su identidad. Julia. Luisa. Julia Luisa. Julia Luisa Olmo.

De esa manera, Julia Luisa Olmo se quedó con un documento inútil, vacío. Justamente ella, tan prolija con todos sus papeles. Que jamás había tenido que sacar un duplicado de su DNI. Si hasta guardaba celosamente los certificados de vacunación de su infancia.

En la oficina no le gustaba charlar de esas cosas. En realidad, se limitaba a hablar de trabajo. Y despreciaba a las demás empleadas de la contaduría, que se pasaban horas comentando los chismes de la farándula y la última telenovela. Le resultaban especialmente tortuosos los lunes, cuando cada una contaba con lujo de detalles las actividades del fin de semana. A ella ya no le preguntaban, pero resultaba imposible no escuchar los tediosos relatos. Un asado familiar. El cumpleaños del nene. El bautismo del ahijado. ¿Por qué no se ponían a trabajar, mejor?

Comentó el tema del DNI con la viuda de su hermano, a quien ella llamaba simplemente Cuñada. Una mujer también de unos 50 años y casi tan parca como ella. Era una de las pocas personas con las que se comunicaba, y lo hacía religiosamente una vez por semana. Luego de la muerte de su hermano habían tomado la costumbre de llamarse cada sábado al mediodía.

Cuñada no se extrañó. Con lo mal que hacen las cosas hoy en día, dijo. Y le recomendó que se dirigiera hasta el Centro de Gestión y Participación más cercano y tramitara un nuevo documento. Luego hicieron un repaso de las actividades de las dos sobrinas, una en la universidad de abogacía y la otra a punto de irse a vivir con el novio a Barcelona.

Además hablaron de sus gatos. Julia Luisa Olmo le contó de los problemas que daba Teodoro, que estaba viejo y más arisco. Aconsejó a Cuñada que castrara cuanto antes a Iris, que había cumplido seis meses, porque si no iba a ponerse insoportable. No tuvieron tiempo esta vez de abordar las novedades de la contaduría ni del negocio de cosmética donde trabajaba Cuñada.

Antes de tramitar su nuevo documento, Julia Luisa Olmo buscó su vieja cédula de identidad. Revisó uno a uno los cajones, las carpetas amarillas que tanto le había gustado armar en vida a su madre y que ella mantenía con su orden religioso. No logró encontrarla, y eso que se cansó de abrir y cerrar la cómoda y de extraer viejos sobres color madera con prolijos rótulos.

Para calmarse, se dedicó a arreglar las plantas del balcón. Eso siempre le hacía bien. Quitar hojas amarillas, podar tallos inútiles, remover la tierra reseca. Luego pidió por teléfono media docena de empanadas de jamón y queso. Daba rabia que tuviera que encargar tantas para que se las mandaran, ya que ella con tres se arreglaba, pero las llevaría como vianda a la oficina. Le daba exactamente igual comer dos días seguidos lo mismo.

El proceso que siguió se desarrolló en forma intempestiva, sin darle tiempo a pensar, ni a hacer consulta alguna. Ni siquiera a Cuñada. Sentada en el asiento de un 109 embotellado, de puro aburrimiento comenzó a revisar su cartera. En el fondo se amontonaban varios boletos de colectivo y envoltorios de caramelos Media Hora. Hasta entonces siempre los tiraba inmediatamente a algún cesto, nunca los había juntado. Pero ahora estaban ahí dispersos, dando un aspecto de desorden al interior de su cartera marrón.

Y entonces miró nuevamente su DNI. Lo abrió con resignación, sabiendo que volvería a frustrarse por las letras faltantes. Pero no. No pudo distinguir si era la misma letra cursiva que alguna vez trazó los caracteres de Julia Luisa Olmo. Ahora aparecían letras nuevas, que formaban otro nombre:

M E R C O S U R.
DOCUMENTO NACIONAL DE IDENTIDAD.
APELLIDOS (si es mujer el de soltera)
CLEMENTE..............................................
NOMBRES
Adriana Inés...........................................
...............................................................

Primero, Julia Luisa Olmo pensó que habría alguna confusión. Que no se trataba de su documento. Pero la foto, que seguía estando allí, dio por tierra con esa hipótesis. No se atrevió a comentárselo a Cuñada. Menos aún a ir al Centro de Gestión y Participación. Y ni que hablar de mencionarlo en la contaduría. Podían acusarla de falsificación de documento público o uso de documento falsificado. Había escuchado de cuestiones similares en sus veinte años de empleada contable. De momento, decidió guardarlo y ver qué pasaba hasta que se le ocurriera algo mejor. Al menos conservaba su foto, se dijo, y con raro optimismo pensó que de alguna manera lo iba a resolver. Teodoro comenzó a ronronear y pedirle mimos cada vez que llegaba a casa. En una de esas tenía que ver con el cambio de alimento balanceado.

Fue por esos días que empezó a pensar mucho en la comida y a sentir ganas de cocinar. Rescató el viejo libro de recetas de su mamá de un armario lleno de cosas que jamás usaba. Primero intentó con el budín marmolado, que no era difícil ni requería tantos ingredientes. Le quedó buenísimo y llevó la mayor parte a la oficina para compartir con sus compañeras.

Lo más increíble fue que un lunes se encontró relatando sus pocas actividades del fin de semana. Sí, eran escasas, pero andaba con más voluntad de salir que antes. Había ido a ver una exposición de un artista estadounidense contemporáneo y aunque no había entendido demasiado, sintió unas ganas increíbles de contarlo. Las otras festejaron su incorporación al club de las anécdotas, la alentaron a que siguiera por ese camino. Incluso su jefe, un incapaz que nunca la había querido demasiado, empezó a mirarla con mejores ojos.

A los pocos días notó que olvidaba ciertas cosas. No recordaba bien cómo hacer las liquidaciones de personal, cómo computar el ausentismo ni las asignaciones familiares. Tampoco las fechas de cumpleaños de sus pocos parientes. Ya no disfrutaba tanto de vivir sola. Y eso que Teodoro estaba mucho más cariñoso que antes. Un par de domingos la llamó Cuñada, sorprendida de que el sábado no hubiera sonado el teléfono.

Otras cuestiones de las que jamás había tenido noticia se le presentaban como nociones familiares, de toda la vida. Una mañana se despertó pensando que quería conseguir la receta del gulasch y el tamiz para hacer los spätzle. O le venían unas ganas irrefrenables de cocinar un lemon pie. Tal vez tenía que decirle a Cuñada que salieran a cenar a algún restaurante étnico. ¿Por qué no?

Toda la contaduría festejó su nuevo talento para la repostería. Julia Luisa Olmo, que había sido esa mujer hosca que repudiaba los diálogos oficinescos, ahora comenzaba a hablar y no había quien la parase. Y dos, tres días por semana, se aparecía con tortas diferentes: manzana, ricota, cheesecake. Iba a tener que arreglar el horno, porque calentaba desparejo, pero de todas formas se las arreglaba más que bien. En el fondo de una alacena había encontrado un par de tupperware sin uso y que eran perfectos para trasladar tortas.

Hizo una selección rigurosa de su guardarropa. Embolsó las prendas que estaban gastadas o fuera de moda y las donó a la iglesia del barrio. Comenzó a recorrer las boutiques de avenida Santa Fe para ponerse al día. Sobre las calles laterales descubrió ofertas muy convenientes de ropa. También logró abastecerse de utensilios diversos para su cocina, que hasta entonces contaba únicamente con los elementos más rudimentarios.

En la contaduría notaba cuchicheos a su espalda. Se comentaba por todos los escritorios que algo raro pasaba. Sus compañeras la miraban con una mezcla de aprobación y desconcierto. Les sorprendía verla cada día con un atuendo diferente, colorido y moderno, cuando durante años la habían criticado por las anticuadas polleras y las camisas blancas abotonadas.

De a poco, comenzó a aceptar su cambio obligado de identidad. Julia Luisa Olmo, como la seguían llamando familiares y colegas, se esfumaba, lentamente dejaba de existir. Era fagocitada en un proceso ineludible por una mujer de apariencia idéntica: Adriana Inés Clemente. Que respondía a todo con una sonrisa y que se ganaba el beneplácito de sus compañeros al llegar con los enormes tupper redondos. Una Adriana Inés Clemente que era extrovertida, simpática, con increíbles dotes culinarias y peores condiciones para el éxito laboral.

Julia Luisa Olmo no podía elegir. Adriana Inés Clemente ahora existía, vivía en su reemplazo. Y no le pedía el más mínimo permiso. Por las dudas, suspendió por un tiempo los llamados a Cuñada con la excusa de un viaje, porque no encontraban ya temas de conversación. La última vez le había preguntado qué había pasado con el documento. Y ella le había dicho que nada, que no había tenido tiempo de tramitarlo. Definitivamente era mala idea salir a cenar juntas.

No fue un momento difícil cuando la despidieron. Julia Luisa Olmo se habría indignado, habría aprovechado para gritar y decirle unas cuantas verdades al inepto de su jefe. Y a sus compañeras, que lo único que hacían era desconcentrarla con sus charlas. Pero ahora, justo ahora que se veía obligada a irse, comenzaba a sentir que por fin la aceptaban, que había un aprecio mutuo.

Adriana Inés Clemente supo tomarlo con filosofía, porque planeaba dejar ese trabajo para emplearse en el sector gastronómico. Se despidió una por una de sus compañeras, prometió invitarlas a un té con torta en su casa y partió con la frente en alto y la promesa de una jugosa indemnización que se acreditaría en pocos días. Una de sus colegas más antiguas tuvo el gesto de hacerle un regalo de despedida: un libro.

Lo agradeció y guardó el paquete en su cartera, sin abrirlo. Esa misma semana, Adriana Inés Clemente consiguió su primera entrevista laboral en un servicio de catering de primera línea. Llegó al centro con puntualidad sorpresiva, una virtud que enaltecía a Julia Luisa Olmo, pero que ella no solía cultivar. Y allí, en la recepción, el guardia de seguridad soltó la frase:
—Disculpe, pero con este DNI no la puedo dejar pasar.
—Pero cómo que no, si vengo a una entrevista de trabajo —se molestó ella.
—Son las normas, señora, no se puede —la cortó el vigilante.

No quiso seguir la discusión. Guardó el documento de forma brusca y se alejó. La vuelta en el 109 fue eterna, sin asientos a la vista. Llegó muy frustrada a su casa. Adriana Inés Clemente intentó preparar la cena, pero sin suerte. Frió dos milanesas que se quemaron, una primero y la otra después. Se le había cerrado el estómago. Salió un rato al balcón y miró las plantas resecas y descuidadas. Teodoro nuevamente la ignoraba, se había echado a dormir bajo el mueble de la televisión.

Se tiró en la cama y pasó un largo rato sin poder conciliar el sueño. Hizo zapping en la tele, pero nada llegaba a interesarle. Apagó el aparato, las imágenes dejaron de iluminar la habitación. Estaba inquieta y de pésimo humor. Era de madrugada y seguía despierta. Recordó que no había abierto el regalo de su compañera, quiso saber de qué libro se trataba. Tomó su cartera en busca del paquete.

Pero, antes, palpó las tapas acartonadas de su DNI. Sin mayor dificultad, lo extrajo. Leyó las 19 letras. Las que conformaban su nueva identidad: Carola Jimena Cardoso.

Buscó entre sus viejos discos y encontró uno de Tchaikovsky. El viejo tocadiscos crujió cuando levantó la tapa. La púa, muda hacía años, obedeció. Sus pies se pararon en punta. Ahora adoraba la danza clásica.


Gabriela Mayer es periodista y colabora en medios como Infobae y La Gaceta. También trabaja en el área de comunicación para el Goethe-Institut de Buenos Aires y ha publicado tres volúmenes de cuentos: El pasado sabe esperar (2018); Todas las persianas bajas, menos una (2007) y Los signos transparentes (2003).