Publicamos un cuento inédito de Gabriela Mayer escrito en un estilo ágil y expectante como el de toda buena narrativa negra y urbana


Tenés un pasajero ida y vuelta a La Reja —le gritó Dany, el dueño de la remisería. 

El Pájaro se levantó del banco con las piernas entumecidas. Hacía más de una hora que esperaba que le saliera algo.  

—Está acá nomás, es el Peugeot bordó —le señaló al pasajero. Era bajo y robusto, con un jean y chomba celeste. Y cargaba un bolso.

Cómo le gustaba al Pájaro ese coche, con sus butacas acolchadas y el aire acondicionado. Mucho mejor que el Duna negro que casi siempre le enchufaban. El Pájaro estaba abriendo la puerta del auto cuando el otro le dijo:

—Si no te molesta, viajo adelante.

—No tengo historia.

El Pájaro acomodó el espejo y arrancó. Bajó la ventanilla y dejó el brazo izquierdo colgando hacia afuera. Empezaba a caer la tarde; corría un viento veraniego para agradecer. 

El tipo se acomodó rápido y colocó el bolso sobre sus piernas. Ocupaba bastante lugar. Cada vez que el Pájaro pasaba la palanca de cambios a centímetros del jean del otro, con esfuerzo por no rozarlo, se arrepentía de haberle permitido sentarse a su lado.

—Prefiero no ir por autopista —dijo el pasajero de golpe.

Le hizo caso, tomó La Colectora. Por suerte estaba bastante despejada, iban al revés del tráfico. Después de unos cuantos kilómetros y lomos de burro, lo hizo cruzar un puente sobre la autopista, que desembocaba en una avenida estrecha, con negocios de piletas y parrillas. 

A medida que avanzaban, había más árboles y menos comercios. Sin aviso, tras una curva, la avenida se convirtió en una calle angosta de tierra. Prácticamente no pasaban otros autos, ni tampoco había ya semáforos. Tuvo el presentimiento de que no volvería a transitar el asfalto por largo rato.

Se había olvidado de pedirle a Dany el código del estéreo, así que iban en silencio. Sólo se escuchaba el rugido del motor del Peugeot andando por las calles de tierra.

El otro, con las manos apoyadas sobre el bolso, apenas hablaba para darle indicaciones. El Pájaro se tocó el bolsillo izquierdo de la bermuda y sintió el relieve de la navaja. Iban por las calles de un barrio por el que él, en sus seis meses de remisero, nunca había pasado.

—Jefe, ¿conoce dónde vamos? —preguntó el Pájaro. Por decir algo. Por medir al otro.

—Sí, yo te aviso —dijo el pasajero. Acababa de ponerse lentes oscuros, aunque atardecía.
El Pájaro buscó con los dedos el dije de la cadenita que le colgaba del cuello. Se lo llevó a la boca, lo mordisqueó unas cuadras. El otro ya lo hacía girar de nuevo. El polvo que entraba por la ventanilla lo hizo toser. Pasaron delante de casas prefabricadas, algún kiosco con un letrero precario, una plaza con un par de juegos maltrechos. Y todo el tiempo la tierra levantándose, humeando al paso del coche.

Después de abrir la boca y soltar el dije, prendió un cigarrillo. Ni pensaba pedirle permiso. Por el viento, parte de la ceniza entraba al Peugeot. Mejor que Dany no se diera cuenta. 

—¿Cuánto falta, amigo? —preguntó el Pájaro. 

—No mucho, sigue tranquilo nomás —dijo el petiso. Tenía un canto raro. A veces aspiraba las últimas sílabas de algunas palabras. Costaba un poco entenderlo.

El cigarrillo se consumió muy rápido. El Pájaro intentaba evitar las grietas irregulares y los pozos, pero a veces era imposible. Con sigilo, agarró la navaja y la escondió entre la puerta y la butaca. Volvió a sacar el brazo hacia afuera. 

—Es en la próxima cuadra —le avisó de golpe el petiso, sin dejar de escribir mensajes en su celular.

El Pájaro sintió alivio. Paró delante de un caserío de material, en la esquina de una calle de tierra y pedregullo. No había árboles. Se escuchaba ladrar los perros, aunque no se los veía. 

—Espérame aquí —dijo.

—¿Terminamos acá y volvemos, ¿no? 

—Tranquilo, mi amigo, ya casi estamos.
—Jefe, en cuarenta minutos tengo que devolver el coche, que termina mi turno.
—Estamos bien —dijo el tipo.

El petiso abrió el cierre del bolso y bajó. En ese momento le sonó el celular. El Pájaro lo escuchó pronunciar dos, tres palabras, con su acento particular, mientras se alejaba. Podrían ser “llegué”, “apúrate”. 

El pasajero aplaudió delante de una casa que, en vez de puerta, tenía unas tiritas plásticas que dibujaban la cabeza de un caballo, y desapareció. Pensó en irse. Pero el petiso todavía no le había pagado. 

Acomodó las alfombras, que siempre se torcían, de puro aburrimiento. Y fue entonces que lo sorprendió el brillo blanco de una bolsita que sobresalía apenas debajo del caucho negro. No dudó. Se la metió en el bolsillo de la bermuda donde antes tenía la navaja. Volvió a levantar la alfombra. No había nada más. 

Apenas dejara al tipo, iba a llamar al Negro Ferné para venderle la merca. Si era de buena calidad, como mínimo equivaldría a varios días de trabajo. Le cambió el humor; sintió que al fin tenía suerte. El sol había bajado casi del todo. 

Apareció una chica de unos doce, trece años, y cruzó delante del Peugeot. Lo miró a los ojos. Llevaba una carterita en la mano. Un perro gris la seguía.

—¿Qué barrio es éste? —preguntó el Pájaro.

Atalaya —le respondió.

—¿Y el Acceso para dónde es?

—¿Qué cosa? —se lo quedó mirando ella.

En ese momento el tipo salió de la casa con el bolso al hombro y se dirigió al auto.

—Anda, anda —le dijo el petiso a la chica, que desapareció rápido.

El petiso se instaló de nuevo adelante con su bolso. El Pájaro arrancó el Peugeot. 

—Sigue derecho por esta, yo te indico.

—¿Volvemos, no? —preguntó el Pájaro.
—Vamos a otro lado nomás, de camino queda.

Sonaba el celular del tipo, que atendió enseguida.

—Sí, estoy yendo, Brian, hermanito. No te preocupes —y colgó. No parecía haber notado la pérdida de la bolsita. 

Ya era casi de noche. El Pájaro volvió a morder el dije. Lástima que hacía unos días no funcionaba la radio de la remisería. Porque el Dany lo habría llamado para decirle que tenía que pegar la vuelta y entregar el auto en horario. El Pájaro seguía pasando de tercera a segunda y de segunda a tercera. Iba a cobrar bastante por ese viaje. Pero mejor aún iba a ser su negocio con el Negro Ferné.

Cruzaron una barrera al costado de una estación de tren y llegaron a una avenida asfaltada. El aspecto del barrio empezó a cambiar. Ahora estaban en una zona de casas quinta. El alumbrado público continuaba siendo escaso, pero se veían propiedades elegantes que asomaban detrás de ligustrinas prolijas y rejas bien pintadas.

—Para, para acá. Métete en esta entrada.
Era una quinta enorme, con verjas verdes. Dos tipos abrieron el portón.

—Está bien —dijo el Pájaro—. Espero en la calle.
—Mejor entra, hermanito —le dijo el pasajero—. Es más seguro por el coche.
Los hombres junto a la reja vestían traje. Saludaron al pasajero con familiaridad.
—¿Dónde está Brian? —les preguntó el petiso.
—Tenía un encargo. No tarda, seguro que no tarda —dijo el hombre más alto.
—Pero. Si le dije que estaba llegando. Estoy con el remise— se molestó el tipo.
El pasajero bajó decidido y caminó hasta la casa estilo country. Volvió al rato sin el bolso.
—Hermanito —le dijo—. Mi amigo sigue un poco atrasado. Pero no tarda.
—Ya tendría que haberme ido. Te dije lo del turno— respondió el Pájaro.
—No son más que cinco minutos —le aseguró el otro—. Diez como mucho. Se ve que el Brian se olvidó. Te traje un vodkita. Relaja, por favor.

* * *

El Pájaro se revuelve en el asiento, incómodo. Mira por el espejo retrovisor. Detrás de él, a pocos metros de las rejas, están los dos tipos altos. El portón está cerrado. Ya son las 20:15, hace quince minutos que debió haber entregado el Peugeot. El petiso se mueve a sus anchas por la quinta. Se saluda con tipos bronceados y musculosos que dan vueltas por el predio. Parecen estar todos de vacaciones. 

Al ratito le hace un gesto para que baje del coche y se acerque. El Pájaro asiente, deja el vaso largo y vacío sobre la butaca del acompañante. Se palpa el bolsillo. Inspira hondo. Está todo bien, se dice. En un rato te vas derecho con la bolsita a ver al Negro Ferné.  

Al bajar del Peugeot siente el olor a campo y naturaleza elegante. Es otro aire. Camina por el sendero iluminado, entre unas plantas muy cuidadas. Las más altas le llegan a la rodilla. Hay algunas flores también.

—Me gusta tu bermuda. Me gusta mucho —le dice el petiso.
—Gracias —responde él.

El Pájaro piensa si se le notará algo en el bolsillo. No, no puede haberse dado cuenta, los bolsillos son amplios, la tela es oscura y nada traslúcida.

—¿Dónde la compraste esa bermuda? —vuelve a la carga el petiso.

—No me acuerdo. Creo que me la regalaron —responde el Pájaro, tratando de dar por cerrado el tema. 

El tipo le sirve otro trago y lo invita a sentarse en una reposera blanca junto al borde de la pileta. No hay duda, es la más cómoda que probó en su vida. ¿Será que llegó Brian? ¿Por qué ahora es tan amable? ¿Qué le van a decir en la remisería por la tardanza? El cielo está completamente estrellado. La luna, un poco amarillenta. 

Al Pájaro le gusta estar ahí, con el canto de las chicharras. Las conversaciones de los que circulan por la quinta le llegan de a palabras sueltas. No llega a entenderlas. Sólo capta ese acento cantado, distinto. Calcula que deben ser las ocho y media o incluso las nueve. Un tipo habla fuerte, varias mujeres ríen.

Por un momento se acuerda de que dejó la navaja en el auto. Palpa la bolsita en su bolsillo izquierdo, y sí, sigue ahí. Entrecierra los ojos. Oye el murmullo del agua filtrándose entre las luces de la pileta. Ese ronroneo envolvente lo adormece. Y se parece a otra cosa, que no logra identificar en su memoria. Sus ojos se entrecierran. Obnubilado, atravesando sueños como navajas. Sueños como cuchillos.

Alguien le toca el hombro, se sobresalta. Ahora la que le trae otro vodka es una morocha. Sin pedirle permiso se sienta en su misma reposera. Se le ríe con sus ojos achinados. El solero blanco, suelto, se va pegando cada vez más al cuerpo del Pájaro. Se le trepa con lentitud. 

El Pájaro ya no puede pensar. Intenta abrazarla por la cintura, traerla hacia él, mientras ve revolotear el vestido, las tetas que se insinúan debajo de la tela. Pero ella, hábil, se escurre. Le dice que si cierra los ojos va a besarlo. Sí, van a pasarla muy bien, promete. 

Él acepta. La respiración contenida; todos los sentidos expectantes. Siente a la morocha, tan cerca. Entre risas, ella le ata las manos. El Pájaro abre los ojos. 

—Tranquilo, bombón —le dice la morocha—. Es lindo jovencito, me gusta.
El Pájaro cree reconocer el mismo acento del petiso.

—Sácale la bermuda y dámela —oye la voz, seca y cortante, del pasajero—. Y átale los pies.

Las manos de la mujer lo desvisten con eficiencia. Después entre dos –¿será el petiso con otro de la entrada? ¿O los tipos de seguridad? – lo ponen de pie. Lo arrastran unos metros y lo empujan. 

Su cuerpo cae, desprolijo, pesado. 

El agua fría de la pileta lo arranca del sopor, se estremece. 

Nunca supo nadar. Intenta liberar sus manos y pies, pero no puede. 

Antes de llegar al fondo de la pileta, se da cuenta. El ronroneo del agua se parece al rugido del motor del Peugeot. Andando por el camino de tierra.


Gabriela Mayer aparte de escribir cuentos es también periodista y colabora en publicaciones como Infobae y La Gaceta. Trabaja en el área de comunicación para el Goethe-Institut de Buenos Aires, ciudad donde reside.