Por Gustavo García

«Toda cultura es contagio y la pureza es una ilusión destinada al fracaso» dice el escritor costarricense Carlos Fonseca en su última novela. Este es un ensayo no sólo sobre los orígenes de uno de los temas perennes del populismo -particularmente de derecha- sino también de sus actuales ramificaciones en un continente concebido desde un comienzo como la caldera del mestizaje global


Para poder entender cuestiones de identidad y xenofobia vale la pena hacer un brevísimo recorrido por nuestros antecedentes históricos, comenzando por el mundo helénico ya que este marca un punto de partida para toda sociedad occidental; también es importante reconocer que estos temas están ligados inextricablemente, pues la intolerancia es siempre con aquellos cuya identidad es distinta a la nuestra. 

El auge de la cultura helénica se debe a su falta de textos sagrados, lo cual genera un entorno en que los griegos podían especular sobre el mundo sin ser acusados de herejía: debido a esta libertad intelectual pudieron inventar lo que hoy llamamos matemáticas, ciencia y filosofía. Se puede trazar una línea directa entre esta civilización antigua y la nuestra gracias al mundo islámico, cuyos eruditos fueron quienes preservaron las obras que luego fueron traídas a Occidente. De aquí, Santo Tomás de Aquino (1224-1274) tamiza el pensamiento aristotélico y lo convierte en el canon de la iglesia católica. En 1492 – recién terminada la expulsión de los musulmanes a través de la reconquista – los conquistadores llevaron el catolicismo a América Latina. «Ellos tenían la biblia y nosotros teníamos la tierra; nos dijeron «cierren los ojos y recen» y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la biblia»: esta cita popular pero apócrifa ha sido atribuida a Eduardo Galeano, Rolf Hochhuth, Desmond Tutu y Jomo Kenyatta entre otros, y aunque no sepamos con certeza quién la pronunció, sí sabemos que más del 97 por ciento de los ciudadanos colombianos son creyentes, así no practiquen. Sabemos que según el decreto 820 de 1902, el país está consagrado al Sagrado Corazón de Jesús; también sabemos que en 2021 el Centro Nacional de Consultoría realizó una encuesta en la que – pese a la Constitución de 1991 (que declara a Colombia un país laico) – sólo el uno por ciento de los encuestados declaró que votaría por un candidato presidencial ateo: efectivamente, la falta de diversidad produce recelo. Es más, en los últimos quinientos treinta y pico de años, España y su diáspora han producido sólo cuatro presidentes ateos, todos recientes: Pedro Sánchez (España), José Mujica (Uruguay), Michelle Bachelet (Chile) y Rodrigo Duterte (Filipinas). Esa línea directa sigue vigente. 

En todo caso, si el génesis cultural de nuestras sociedades occidentales comienza con los griegos, vale la pena indagar un poco sobre ellos, y esto a pesar de que generalizar resulta complicado dado que la Grecia Clásica no era una sociedad en sí sino una colección de ciudades-estados; sin embargo, sí se puede hablar de cierta homogeneidad cultural ya que estos se identificaban según la otredad de los foráneos a quienes tildaban de bárbaros, o sea, y de manera despectiva, gente que dice «bar-bar»: es decir, nuestros ancestros culturales eran más xenófobos que xenófilos. 

Tal vez el representante por antonomasia de la cultura helénica homogénea es el filósofo Aristóteles (384-322 a.C) y esto a pesar de que, en realidad, este no pertenecía al núcleo helénico sino a la periferia norteña: así que no era ni completamente griego ni bárbaro sino más bien un personaje bicultural, condición que siempre lo amenazaría en una sociedad como la griega. Según el clasicista británico Paul Cartledge, la ventaja especial de Aristóteles nace de la manera en que es capaz de centrar sus teorías políticas dentro de la mentalidad griega del momento: parece gozar de ciertos privilegios intelectuales que le ayudan a interpretar la identidad helénica y es posible que esto se deba a la perspectiva más amplia que le permite el acceso a más de una cultura. 

«El auge de la cultura helénica se debe a su falta de textos sagrados, lo cual genera un entorno en que los griegos podían especular sobre el mundo sin ser acusados de herejía»

Otro representante de esta cultura puede ser el historiador Heródoto (c.484-c.420 a.C) quien también carece de un linaje enteramente helénico: este nace en Halicarnaso, Caria, en lo que hoy día es el litoral occidental de Turquía, lo cual significa que nace como sujeto del imperio persa; de hecho, sabemos de algunos nombres de sus parientes que delatan matrimonios mixtos entre griegos y bárbaros. De las páginas de sus nueve libros sobre la guerra entre griegos y persas surge la voz cautivadora de un narrador no sólo tolerante sino admirador de los bárbaros. Cabe suponer que su habilidad a la hora de examinar las diferentes sociedades que investiga proviene – por lo menos parcialmente – de su condición de viajero incansable y bicultural. Es decir, la distancia y el acercamiento al mundo helénico le permite un enfoque claro y acertado; al igual que Aristóteles, también parece gozar de ciertas capacidades. 

En efecto, existen investigaciones modernas (Carbajal et al, 2022) que demuestran ventajas académicas y psicosociales para personas biculturales: estas incluyen un aumento en términos de creatividad, comprensión de «señales sociales sutiles» y mejor desarrollo de «estrategias metacognitivas» al tratar con culturas nuevas; por eso no es del todo descabellado especular sobre si Heródoto y Aristóteles también llegaron a gozar de estas ventajas. 

En el caso de Heródoto existe una obvia genialidad que quizá sea atribuible a su biculturalismo; su obra es francamente moderna en cuanto a la visión cosmopolita del autor, lo cual explica por qué no era del agrado de todos, pues esa no era la norma cultural de la época. En Esparta, por ejemplo, la xenofobia se manifestaba a través de la «xenelasia», o la expulsión de los extranjeros, y aunque en Atenas se ufanaban de ser de mentes más abiertas, era más por arrogancia que por xenofilia: esto queda claro cuando Tucídides (460 – 400 a.C) explica que los atenienses son diferentes a sus enemigos al no «vedar ni prohibir a persona … extranjera ver ni aprender [de nosotros]». Quizás el ejemplo más claro de antagonismo directo hacia Heródoto es el de Plutarco (46-119 d.C): este es un filósofo, historiador y ensayista de otra generación con unos objetivos muy distintos. Para Plutarco el patriotismo es de suma importancia y le fastidia la manera en que Heródoto describe la ciudad griega de Tebas, pues Plutarco había nacido muy cerca de allí en la misma región de Beocia. Cuando este publica el ensayo Sobre la malicia de Heródoto – la primera crítica literaria demoledora de la historia – lo tilda de «filo-bárbaros»: culturalmente más que aceptable para la época pero un insulto xenofóbico para nosotros. 

En realidad, el método que emplea Heródoto – vanguardista en el quinto siglo a.C – lo lleva a recopilar testimonios y contarlos; a veces ofrece relatos contradictorios y otras veces nos da su propia opinión: en vez de «filo-bárbaros», fue más bien el primer escritor de viajes de la historia con un nivel de comprensión bastante desarrollado. Aunque Plutarco lo haya injustamente llamado «el padre de las mentiras», tachar a Heródoto de iluso es una interpretación simplista; en cambio, es de suponer que aquel historiador cario sí era capaz de entender aquellas «señales sociales sutiles» de las que hablan los investigadores modernos al escuchar alguna patraña; lo que pasa es que él decide incluirlo todo y dejar que el lector decida por sí mismo. Sólo podemos especular sobre sus «estrategias metacognitivas» pero lo cierto es que cuando trata con culturas nuevas evita todo tipo de sesgo a favor de los griegos: expone, por ejemplo, que le han contado que habían sido «los egipcios los primeros en la tierra que inventaron la descripción del año, cuyas estaciones dividieron en doce [meses]» y que para él «ellos aciertan en esto mejor que los griegos». El desempeño literario de Heródoto se aprecia cuando este describe las culturas ajenas de manera abierta y honesta. 

«En Esparta, por ejemplo, la xenofobia se manifestaba a través de la «xenelasia», o la expulsión de los extranjeros, y aunque en Atenas se ufanaban de ser de mentes más abiertas, era más por arrogancia que por xenofilia.»

Pero si bien viajar amplía los conocimientos culturales y el biculturalismo se ve a menudo en sociedades cosmopolitas, a duras penas se encuentra en aquellas que tradicionalmente han recibido a pocos inmigrantes y en donde sólo el 27 por ciento de la población tiene pasaporte. En su libro Xenofobia al rojo vivo en Colombia (Planeta, 2022) la periodista y académica antioqueña Maryluz Vallejo afirma que la xenofobia que se ha visto últimamente hacia los inmigrantes venezolanos no es más que la iteración más reciente de una tendencia que el país lleva viviendo durante muchos años. Según Vallejo, a los extranjeros del pasado se les perseguía por sus ideas políticas, especialmente a los de izquierda. Con respecto a la xenofobia actual, Vallejo responsabiliza en gran parte, al pensamiento conservador y a lo que ella describe como la mentalidad colombiana de tenerle miedo al otro. Su tesis encaja, digamos literalmente, con el significado etimológico de la palabra «xenofobia»: «xenos» es «extranjero» y, para algunos, «huésped»; Fobos es el hijo mitológico de Ares y Afrodita y la personificación del temor. Es decir, la xenofobia es el temor al extranjero, al diferente.

Quizá la jerga popular colombiana nos ayude a esclarecer este punto, pues existe una plétora de palabras y frases que delatan un temor hacia el otro tan arraigado que el ciudadano de a pie quiera instigar un ataque preventivo y así actuar en beneficio propio: «nadie sabe para quién trabaja», «el vivo vive del bobo», «no dar papaya», «papaya puesta, papaya partida», «malicia indígena», «avispado», «avión», etc. El individuo que actúe según este criterio convierte sus vicios en virtudes y es hasta posible que progrese pero sólo a corto plazo y sólo en lo económico; una sociedad que lo haga difícilmente sale de la pobreza. El poeta Rafael Pombo (1833-1912) ilustró algo parecido a través de su fábula Mirringa Mirronga cuya moraleja enseña que no es bueno aprovecharse de la generosidad de los demás. 

Vallejo se pregunta si la herencia que dejó la colonia española es que ahora se quiera evitar el contacto con los extranjeros: si la escritora acierta en esto, resulta una dura crítica de su país natal, pues es precisamente el contacto lo que desmitifica a los foráneos, lo que cura la patología de la xenofobia. Además, el efecto de la inmigración para las sociedades receptoras es algo positivo: salen a cuenta ya que los inmigrantes por lo general se convierten en individuos superavitarios al aportar al sistema más de lo que le sacan, y al producir más de lo que consumen. Estos resultados se han repetido en diferentes contextos, sociedades y períodos: una investigación reciente de la Universidad de Los Andes, por ejemplo, demuestra que «durante 2015-2019 la población migrante con nivel educativo alto tendría mayores contribuciones a la productividad que la población no migrante con nivel educativo bajo» y el análisis «evidencia que la migración venezolana afecta positivamente la productividad laboral colombiana a corto plazo y sirve como insumo para estructurar políticas migratorias». Del mismo modo, los 4,7 millones de colombianos que se encuentran fuera del país también aportan a sus países receptores; claramente, este es un tema matizado aunque las narrativas xenofóbicas quieran ofrecer explicaciones superficiales y acusatorias.

Indudablemente, el racismo del pasado allana el terreno para las sociedades propensas a la xenofobia en el presente: durante el período colonial se estableció un sistema de castas para categorizar a la gente según su supuesta identidad racial, empleando términos en documentos oficiales como mestizo, castizo, español, mulato y morisco; resultaron tantas subcategorías adicionales – zambo, chino, gallardo, cambujo, tente en el aire, no te entiendo, etc – que terminó en ridiculez absoluta, pues al fin y al cabo todo ser humano tiene cierto grado de mestizaje y no es el caso que toda combinación posible tenga su propio nombre. Sin embargo, debido a que la cúspide jerárquica la ocupaban los españoles se fue desarrollando un principio ideológico de limpieza y blanqueamiento de la sangre y es imposible que esta práctica no haya dejado una huella muy profunda en la psiquis nacional. Tampoco es un tema exclusivamente de la  historia distante: fue solamente en 2010 que caducó la cédula colombiana ‘blanca laminada’ en la que aún se declaraba el color de piel del ciudadano. Para una sociedad moderna es imperativo examinar la manera en que el pasado tóxico sigue moldeando la realidad actual. 

Claro está que la xenofobia no es un problema exclusivamente colombiano sino un asunto universal y transhistórico; de esto no cabe duda y además abundan ejemplos de todos los rincones más recónditos del mundo. Durante la campaña en el Reino Unido por dejar la Unión Europea, el partido populista de derecha (UKIP) – que se caracterizó por su índole xenofóbica – publicó unas vallas publicitarias mostrando una larga fila de refugiados y migrantes de tez oscura bajo el eslogan «Punto de ruptura: la Unión Europea nos ha fallado a todos». Lo desconcertante es que la imagen no mostraba inmigrantes europeos (blancos, ojiazules) con derecho a establecerse en el Reino Unido sino refugiados desamparados de Oriente Medio huyendo de guerras y conflictos: personas que igual podrían seguir pidiendo asilo después de una posible ruptura con el bloque de países vecinos, pues este derecho lo abarca el artículo catorce de la Declaración Universal de Derechos Humanos. A regañadientes el eurófilo más empedernido aceptará que no todo aquel quien votó por la ruptura es xenófobo, pero sí es lícito especular con que todo xenófobo votó por la ruptura; y queda innegable, además, que optar por esa imagen fue un acto de desfachatez demagógica cuya intención fue fomentar la xenofobia. Lastimosamente funcionó: en 2016, el 52 por ciento de los votantes le ganó al 48 y el Reino Unido inició el largo y tortuoso divorcio con sus vecinos más cercanos. Sin embargo, cabe destacar que en lugares como Londres – ciudad repleta de inmigrantes – votaron abrumadoramente por permanecer y en las regiones más ‘inglesas’ (léase ‘blancas’) votaron por separarse. Mejor dicho, si bien la homogeneidad produce recelo también es factible suponer que el acercamiento a foráneos disminuye la xenofobia.

Los votantes separatistas británicos eran de edad más avanzada, de etnia blanca inglesa, con menos estudios, menor poder adquisitivo, peor salud y bajo nivel de satisfacción con la vida (Alabrese et al, 2019). No es difícil imaginar que aquellos que desconfían de los extranjeros – tanto ingleses como colombianos – son los mismos que se sienten abandonados por el estado, fácilmente reemplazables por extranjeros, ignorantes de culturas ajenas y lejos de las palancas del poder: todo lo contrario a personajes como Heródoto y Aristóteles. 

Aristóteles, por ejemplo, nace en Estagira – una pequeña ciudad-estado en Macedonia – pero llega a Atenas a los diecisiete años para estudiar en la academia de Platón (427-347 a.C); cuando éste fallece, inicia su viaje a Asos en el litoral noroccidental de Turquía antes de terminar en la isla de Lesbos; el rey Felipe de Macedonia lo invita a Pela para educar a su hijo y después de esta labor viaja de nuevo a Atenas donde funda su liceo; después de estar trece años aquí, abandona la ciudad de nuevo en 323 a.C debido a la xenofobia anti-macedonia que existe en aquel entonces y se retira a Calcis en la isla de Eubea. Si a la inconmensurable grandeza de su legado intelectual se le suma sus viajes por el mediterráneo lo que viene a la mente es el conocido enunciado de Miguel de Cervantes: «el que lee mucho y anda mucho ve mucho y sabe mucho».

Recordemos que al viajar inclusive más extensamente que Aristóteles, Heródoto también veía mucho y sabía mucho. En sus Historias resalta la heterogeneidad de los bárbaros, el tamaño descomunal y el carácter polígloto del ejército persa que a pesar de sus obvias diferencias, estaba dispuesto a luchar unido bajo un mando único; mientras que los griegos – que sí compartían una sola lengua, religión y cultura – se vieron enmarañados en divisiones políticas internas y pleitos entre sus comandantes. Algo similar ha sucedido entre la Unión Europea políglota que opera exitosamente bajo sus tratados unificadores y el Reino Unido angloparlante que ha defraudado a sus habitantes luego del voto por dejar la unión. Esta ruptura le cobró la muerte política a varios ministros de Hacienda y primeros ministros y el país se convirtió en el único del Grupo de los Siete (G7) que experimentó un descenso de la productividad. Aunque los griegos eventualmente ganaron la guerra, quizás la diversidad cultural dentro del mundo persa era un punto a favor suyo que les confería ciertas ventajas: tal vez desarrollaron «estrategias metacognitivas» al tratar con otras culturas persas y así fue que pudieron trabajar en equipo. Imaginemos que la condición bicultural de Heródoto y Aristóteles fue lo que les sirvió de defensa en contra de la insularidad, provincialismo o estrechez mental que la sociedad les podría haber inculcado.

Sin embargo, el caso de Aristóteles es bastante complicado y requiere ser examinado con detenimiento: se reconoce que la distancia ciclópea entre los griegos y nosotros destaca ciertas diferencias de las cuales la modernidad nos obliga a renegar: Aristóteles, por ejemplo, vivió en una sociedad donde el número de metecos (extranjeros privados de derechos) y esclavos superaba con creces a los ciudadanos; la sociedad exigía mano de obra esclava para funcionar y el filósofo hasta llegó a escribir que los bárbaros no eran personas sino cosas: esclavos por naturaleza. A pesar de esto, el ingenio de Aristóteles yace en el polifacetismo de sus intereses: no sólo era filósofo sino también científico empírico que llegó a su taxonomía biológica haciendo y grabando sus observaciones; lo mismo hizo con los diferentes tipos de gobierno para llegar a su taxonomía política y en su análisis empírico al clasificar a los seres humanos. Desgraciadamente este último caso inspiró futuras teorías racistas cuando afirmó que «el esclavo lo es por naturaleza porque, siendo una propiedad, un instrumento, no se pertenece a sí mismo y necesita quien – distinto de él específicamente – lo maneje». No obstante, la teórica política y clasicista Jill Frank sugiere que para Aristóteles esta no era una conclusión determinista sino que la capacidad innata para ejercer políticamente (o manejar a otros) se podía desarrollar participando precisamente en la política, como quien dice, la práctica hace al maestro. La interpretación de Jill Frank contrasta con lo que el escritor cubano Carlos Alberto Montaner nos explica sobre Santo Tomás de Aquino: como este ni desmintió ni contradijo la supuesta infalibilidad de Aristóteles, esto sirvió para que los conquistadores españoles pudieran justificar la subyugación de los indígenas (y de los africanos, efectivamente). Claro que una diferencia notable entre la esclavitud griega y la de los conquistadores españoles es que aquella carecía del componente racial: para los griegos, el apego natural no era necesariamente con otros griegos sino hacia su ciudad-estado.

No obstante, esta especie de auto-identificación con sus conciudadanos entraría en tela de juicio más adelante. Si bien la identidad griega se forja en la otredad de los foráneos, es el alumno más célebre de Aristóteles quien reta la idea de la superioridad cultural griega; Alejandro Magno (356-323 a.C) – hijo del rey Felipe de Macedonia – inicia una campaña de expansión territorial que llega hasta la India pero se va acercando a los recientemente subyugados, adoptando gustos sartoriales de Oriente y casándose con dos princesas bárbaras; además impulsa sus oficiales militares a casarse con mujeres persas de noble cuna. El resultado, según cuenta el filósofo británico Bertrand Russell, fue «traer a las mentes de los pensadores la concepción del género humano como conjunto; la vieja lealtad a la ciudad-estado (y en menor grado) a la raza griega, ya no parecía adecuada». Al procrear con las mujeres de las tierras recién conquistadas se adelantaron a los conquistadores españoles por unos mil ochocientos años. Su éxito militar es innegable; si se le suma la alabanza humanista de Bertrand Russell podríamos tal vez deducir que este personaje bicultural – macedonio y helénico – también gozó de ciertas ventajas psicosociales. Quizá fue el acercamiento a las diversas sociedades durante sus vastas conquistas – de Macedonia a Egipto; de Grecia a la India – lo que le dio a entender que esa falsa dicotomía entre griegos y bárbaros carecía de sentido ya que estos no pertenecían en absoluto a un grupo homogéneo. 

Al igual que Alejandro Magno, el escritor español Salvador de Madariaga también entendía que sólo un nombre arbitrario – «indio» – superpuesto por foráneos podía concederle a los aborígenes del nuevo mundo una unidad que jamás tuvieron. Algo similar quizá hubiese sentido el joven escritor Mario Vargas Llosa si se le hubiese dicho que él era latinoamericano, pues él sólo se dio cuenta de que esta etiqueta le correspondía años después, ya instalado en Europa. Él se sentía peruano mientras que los franceses xenófilos que lo rodeaban, fascinados por la revolución cubana, ya se habían leído a Borges, Cortázar, Uslar Pietri, Onetti, Octavio Paz y, más tarde, Gabriel García Márquez y para ellos existía algo denominado América Latina. Los franceses, pese a su distancia geográfica, se habían acercado culturalmente mientras que Vargas Llosa, físicamente cerca estaba más distanciado. Fue después, ya en Francia, que el escritor peruano descubrió «los problemas comunes a todos sus países, la horrible herencia de los golpes militares y del subdesarrollo, la guerrilla y los sueños compartidos de liberación» y fue allí, en la distancia, que por fin (y a su manera) entendió su identidad latinoamericana. 

«pues es precisamente el contacto lo que desmitifica a los foráneos, lo que cura la patología de la xenofobia. Además, el efecto de la inmigración para las sociedades receptoras es algo positivo: salen a cuenta ya que los inmigrantes por lo general se convierten en individuos superavitarios al aportar al sistema más de lo que le sacan»

Vargas Llosa, al plantearse la cuestión sobre el significado de América Latina, seguramente habría dado con las teorías del político francés Michel Chevalier quien describe dos civilizaciones americanas: la latina que es católica y mestiza y la sajona que es protestante con escaso mestizaje. Es cierto que el mestizaje comenzó inmediatamente en la parte latina a causa de que los españoles habían llegado sin sus mujeres; lo más probable es que algunos hijos fueron abandonados por sus padres y estos mestizos seguramente se reincorporaron al acervo génico indígena, pero no todos: de Madariaga explica que hubo casos en los que algún capitán o soldado se quedó con la madre de sus hijos y asumió sus responsabilidades paternas. En Perú, por ejemplo, hubo muchos matrimonios entre conquistadores españoles y mujeres de sangre real: esto era de esperar, pues los conquistadores buscaban precisamente eso: hacer fortuna y emparentar con nobleza; quizá sin darse cuenta, repetían el ejemplo de Alejandro Magno y sus oficiales. Eduardo Galeano explica por qué este tipo de comportamiento era tan importante: «salvo contadas excepciones… las aventuras no eran costeadas por el Estado, sino por los conquistadores mismos, o por los mercaderes y banqueros que los financiaban». Si nos adelantamos a la actualidad, la identidad latinoamericana tiene que ver con la geografía regional y encaja a distintas etnias o supuestos grupos raciales; la región no sólo experimentó un masivo mestizaje étnico y cultural sino que comparte ciertos rasgos históricos. Fue la distancia de su país natal y el acercamiento a otra cultura lo que le permitió a Vargas Llosa las condiciones necesarias para empezar a comprender su propia identidad cultural.

En conclusión, lo ideal sería ocupar el punto medio aristotélico entre el acercamiento y la distancia de nuestra propia cultura y, en el mejor de los casos, llegar a ser individuos biculturales. Es más, la xenofobia va perdiendo sentido a medida que nos vamos dando cuenta de que la fusión de culturas ha sido un proceso continuo desde los inicios de la humanidad. Sabemos que los griegos, por ejemplo, heredan su alfabeto de los fenicios, estos de un alfabeto semítico y así sucesivamente al infinito; Roma conquista militarmente a Grecia pero asimila su cultura; el edicto de Milán legaliza el cristianismo en 313 y en 380 ya es la religión estatal, el surgimiento de esta nueva religión coincide con el declive de Roma pero el latín ya se ha esparcido por todo el continente europeo; esta lengua engendra varios idiomas, entre ellos el castellano; este idioma acompaña al catolicismo al llegar a las Américas y presencia el genocidio indígena; para Pablo Neruda no hay mal que por bien no venga, pues «se llevaron el oro y nos dejaron el oro… se lo llevaron todo y nos dejaron todo… nos dejaron las palabras»; surge lo que hoy día se llama América Latina; entre sus habitantes mestizos nace un mestizaje de géneros bailables denominado «salsa»: una mezcla de son cubano, guaguancó, guajira, mambo, guaracha, montuno, plena y bomba entre otros; también nace Hector Lavoe quien declara estoicamente que «todo tiene su final, nada dura para siempre, tenemos que recordar que no existe eternidad»: es verdad, los imperios caen, los idiomas mueren, la historia se repite y las culturas se funden.

En su novela Austral (Anagrama, 2022) el escritor costarricense-puertorriqueño Carlos Fonseca, bicultural por supuesto, plantea dos frases memorables: la primera es que «toda cultura es contagio y la pureza es una ilusión destinada al fracaso» y la otra dice que «en el pasaje de una cultura a otra siempre queda algo aunque no haya nadie para recordarlo». Fonseca acierta, a través de la línea directa entre nosotros y los griegos, por ejemplo, algo que también heredamos de ellos sin darnos cuenta es el tema pernicioso de la xenofobia. Todos experimentamos un acercamiento natural hacia nuestra cultura de origen; sin embargo, también podemos distanciarnos un poco para acercarnos a otras, lo cual es posible a través del contacto con foráneos, ya sea en la vida real, virtual o en el consumo de productos culturales como la lectura. Al adquirir perspectivas cada vez más amplias, iremos desarrollando un pensamiento realmente crítico que permitirá mayor lucidez sobre nuestra propia identidad y sociedad: y esto servirá de antídoto a la xenofobia.


Gustavo García reside en Londres, es profesor de lenguas y jefe de departamento. Es licenciado en Civilizaciones Clásicas de la Universidad de Leeds, con una Maestría en Educación. Acabada de completar una traducción al inglés del filósofo colombiano Estanislao Zuleta. Es padre y, al igual que Eduardo Galeano, un futbolista frustrado.

La imagen etnográfica en el artículo es una cuadro explicativo de las diferentes etnias y subetnias que existen en el antes llamado Nuevo Reino de Granada (i.e. Colombia). Museo del Florero, Bogotá.