El día de su sepelio, celebramos el final de más de siete décadas del reinado de una monarca que no sólo fue símbolo de estabilidad para El Reino Unido de la posguerra sino también un ícono de la cultura popular. Su deceso deja ya varios interrogantes substanciales para un conjunto de naciones mirando en direcciones diferentes


Toda monarquía, se sabe, es una incongruencia alimentada por una fantasia atávica tanto de súbditos como de republicanos en numerosas partes del mundo. Y la casa de los Windsor -nombre adoptado hace más de una centuria debido a que el original, Saxe-Coburg-Gotha, invitaba nefarias asociaciones durante el sentimiento anti-germano que causó la Primera Guerra Mundial- es la familia que nos ha ofrecido y nos sigue ofreciendo una narrativa melodramática propia de una telenovela de la vida real. Ni los Kardashian ni los Trump ni los Osborne les pueden competir.

Es facilista y hasta erroneo subestimar la importancia que las monarquías constitucionales europeas ejercen en sus países, particularmente cuando la necesidad de las democracias liberales tiene tantos voceros en su contra. Es por ello que es un poco más arduo y prudente tratar de tener una perspectiva de las consecuencias de lo que ha pasado en los últimos días.

Después de Luis XIV, Isabel II fue la monarca que por más tiempo ha reinado en la historia del mundo. Nació antes de que todas las mujeres británicas tuviesen derecho al sufragio, a los diez años fue testigo de la abdicación al trono por parte de su tío, Eduardo VIII, para que este pudiera casarse con la divorciada estadounidense Wallis Warfield Simpson. Eran otros tiempo. Esa abdidación la convirtió por «accidente» en heredera al trono. Tenía 14 años cuando las tropas nazis marcharon impunemente sobre Francia. Su primer Primer Ministro fue Wiston Churchill y su última mandataria britanica, a quien recibió solo dos días antes de morir, no había nacido cuando ella ya había regentado por 23 años.

Estaba en Kenia cuando supo que era la nueva reina a la edad de 27 años. Tras su coronación en 1953, se habló de que había arribado una nueva «Era Isabelina», algo que quizá solo se cumplió en la artes e ironicamente porque Isabel II nunca estuvo interesada en el arte, lo suyo era más el entretenimiento, aunque sí es cierto que ella fue una comedida «Patrona de la Artes» a juzgar por el prefijo Royal que precede al nombre de tantas instituciones artísticas en su país. En todo lo demás, esa renovada «Era Isabelina» no fue mucho más que una típica actitud arrogante y poscolonialista por parte de un país que había ganado la guerra pero había perdido su imperio. Por ello no fue accidente que su reinado fuese una mezcla de adaptabilidad y pragmatismo combinando el supuesto distanciamiento sacramental de la monarquía con la necesidad de tener que vivir dentro de las imposiciones de un mundo mucho más secular que ya empezaba a cuestionar toda forma de privilegio y desigualdad.

Al parecer fue la propia reina quien decidió otorgarles a The Beatles El Mérito del Imperio Britanico (MBE) en 1965. Eso significó el reconocimeinto «real» de la importancia e impacto de la cultura popular. A consecuencia, ningún otro jefe de Estado ha sido representado tantas veces dentro de lo que hoy día llamamos Pop Art. De hecho es posible afirmar que con la llegada de los medios masivos de comunicación, Isabel II se ha convertido en una de las personas más representadas y fotografiadas del planeta. Tan solo en la National Portrait Gallery de Londres existen más de 300 retratos de su majestad.

Desde Banksy pintando a la reina en una pared de Upper Maudlin Street en Bristol, Andy Warhol y sus conocidos pero algo vacuos coqueteos con ricos y famosos, una reina mestiza, otra de puntos colorados a la Damian Hirst hasta la monarca soplando goma de mascar de Michael Moebius o la famosa caratula de The Sex Pistols; las imágenes de la reina son aunque un tanto repetitivas, sí muy variadas y, extrañamante, de alguna manera también deferentes y celebratorias.

Pero más allá de las representaciones pop de Isabel II, uno de los efectos colaterales del éxito de su reinado fue que ella en más de una forma, insospechadamente o no, ayudó a alimentar entre un número suficiente de súbditos ese sentimiento de excepcionalismo que culminó en el populismo corrupto de Boris Johnson y su campaña de Brexit. Las consecuencias de tal sucidio político y económico hasta ahora empiezan a verse pero ahora ella cuenta con la fortuna de ya no tener que ser testigo de tan mayúsculo error.

Igualmente, otro bocado amargo para sus sucesor es el futuro político y constitucional de la integridad del Reino Unido, así como el futuro de la Mancomunidad Británica. Ambos, sin duda alguna, van a ser temas de mucha discusión en los años por venir. La continuación y validez de la Mancomunidad bien puede convertirse en un dolor de cabeza para Carlos III. Esa agrupación heterodoxa de naciones fue el mayor logro político de su madre tras la desintegración del imperio en los años de la posguerra, pero su futuro es de por sí muy incierto ahora que su cabeza más visible ya no está.

El Principe Carlos llega al trono a la edad de 73 años. El primer monarca británico con un título universitario y también el primero en ser un divorciado. Su reino va a tener que ser muy diferente y el melodrama de esa vasta y ostentosa familia real, en pleno siglo XXI, que son los Windsor; tan solo parece iniciar una nueva serie. The Queen is dead and now she is resting for perpetuity, unlike the rest of us.


Para aquellos lectores que tengan acceso a BBC iPlayer, este es el enlace del documental Picturing Elizabeth: Her Life in Images