Por Felipe Perea

Ilustración de Mayra Chipana


Tuve un amigo que se ufanaba de tener un escroto con resistencia sobrenatural. Su nombre era Norberto, un fanfarrón, pero buena gente. Hace muchos años, en los azules alrededores de Dunhuang, no teníamos otra opción que ir cada domingo de caza para escapar del aburrimiento de nuestras mujeres.

Norberto, Manuel, Carlos y yo atrapábamos camadas de lobos grises y a sus madres. Usábamos a los cachorros para inyectarles hormonas de crecimiento y montarlos en su madurez. Eran salidas inocentes que terminaban en una fogata, cuando anochecía.

Una de esas noches, mientras calentábamos un poco de leche de nuestros yaks, Norberto empezó a decir que la piel que recubre sus glándulas sexuales era su orgullo, que a comparación de la de cualquier persona corriente, la de él se podía calificar de indestructible. Nos reímos creyendo que la leche de yak le hacía efecto. Pero se bajó los pantalones con determinación y nos retó a lastimarlo. Forzando mi agilidad, me lancé a detener a Manuel quién, mitad irlandés, no admitía un reto porque se entregaba a este sin contemplaciones. Fue demasiado tarde cuando lo atrapé. Le había asestado una contundente patada entre las piernas. El sonido fue profundo. Sin embargo, miramos a Norberto quien blandía una sonrisa sincera. Intenté nuevamente detener al aún más ofuscado Manuel. Sacó de su bolsillo una suerte de tubo metálico con una punta afilada. Lo usaba para enterrarlo en las arterias vitales de los animales y beber su sangre todavía viva. Tampoco me alcanzó la habilidad y Manuel asestó la puñalada justo en sus gónadas. Nada pasó. Nuestras bocas abiertas contrastaban con los dientes erguidos de la sonrisa de Norberto. Dimos un paso atrás, atentos a la explicación que debía darnos Norberto.

No sucedió. Norberto se bajó más los pantalones y nos preguntó: “¿Dónde está la loba?”. Él ya lo sabía pero quería que le señaláramos la jaula. Se acercó a ella y nosotros detrás.

La loba estuvo dormida hasta que nos escuchó. Una loba despojada de sus cachorros es un ser de endemoniada rabia: solo vive para matar a lo que se los arrebató. Si la hubiésemos liberado, habría venido mil veces en busca de nosotros, de nuestros cuellos, sin descansar hasta  despedazarnos o hasta que ella muriera. Es natural.

Cuando despertó, la loba arremetió contra las rejas con furia y brutalidad. Se hacía daño. Intentaba alcanzar nuestras humanidades como le fuera posible. Su baba espesa y blanca saltaba hasta mí. Estaba intensamente caliente. De la jaula nos llegaban además los gruñidos y destellos de sus blanquísimos dientes. Norbeto miró el espectáculo satisfecho, la fogata iluminaba sus nalgas, resplandecían. Hacía frío.

La mirada de Norberto se fijó en un agujero en la reja, más grande que los otros. Cuando la loba saltaba todo su hocico cabía en él. Suspiró y se volteó hacía nosotros.

—¿Se acuerdan ustedes de Maríanora Proum? —dijo. Ya sabía que todo esto tenía un origen, lo sabíamos todos. Maríanora no solo era un vivo recuerdo en todas nuestras cabezas, era sin lugar a dudas el mejor de nuestros polvos, una mujer inolvidable.

—¿Cuál era esa? —respondimos mirándonos y fingiendo confusión.

—Agh, ustedes no se acuerdan de nada… ¿no? —respondió molesto, quería que recordáramos aquella belleza— Pues una vieja con la que salí, una cosota… bueno, no importa. Me tramaba resto y salimos un montón, pero cuando llegó la hora, parce, estaba medio loca. La vieja me resultó una masoquista brava. Ni siquiera por fetiche, la vieja era pro pro. Me inició en esas vueltas. El cuarto lo tenía full de juguetes. Empezamos suave. Cuerdas, látigo, cadenas, ahogarse, ustedes saben, todas esas cositas… me enganché de una. Lo que más me gustó fue quemarme con cera de vela. Al principio como que dolía pero al rato uno le agarra el sabor. Me volví adicto a esa vuelta, a ella le encantaba derretir velas completas encima de mí. Me compré juguetes y todo, un antifaz de esos que con un botoncito se puede destapar, cuerdas y tablas para pegar. No les miento, si en esa época no nos veíamos mucho o no salía era por andar en esas. Esa vieja me envició. Hasta que un sábado me dijo que me tenía una sorpresa. Nos fuimos para la casa de ella, tenía preparado un montón de cuerdas para amarrarme. Me lo esperaba. Me quité todo e incluso me ayudé a amarrarme de manos y pies, quede colgando como una mosca en la telaraña. Yo sabía que esa no era la sorpresa, me puso el antifaz pero me dejó un ojo destapado, Maríanora lo tenía más que planeado. Empezó con velitas de esas de pastel de cumpleaños, estaba tan acostumbrado que eso no me hacía nada, derritió como cinco, luego con velones de esos aromáticos. Sabía que no me gustaba ese olor y se consiguió los más paila. En esos momentos se disfruta lo que normalmente se odia, cuando pensé que no se podía poner mejor, la maldita sacó lo que creí era su arma secreta. Se había robado un cirio gigantesco de esos de iglesia, de esos inmensos que hay que cargar con dos manos. Cuando lo vi se me emocionó todo, ustedes no saben esa sensación. Se lo había robado justo después de una primera comunión. Había sido prendido por primera vez por angelitos confesados y era todo mío. Una delicia, ¿no? Para que pero la vieja sabía cómo hacer la atmósfera. Me bañó en eso. Era el tipo más feliz en la tierra, el placer era inaguantable y yo estaba por rendirme cuando la miré, ella tenía una sonrisa diferente a la que estaba acostumbrado. Nunca voy a olvidar cómo se empezó a agachar muy, muy, muy lentamente, era ver mover una estatua, sonriendo. Me dijo: Esto no lo vas a olvidar.

Debajo de la cama tenía escondido un soplete de esos de cocina. Lo dirigió hacia la bolsa de piel donde habitaban mis genitales y con suave paciencia me rostizó. Sin dejar un solo punto libre de la llama me descargó todo el gas sobre mi escroto. Con mi único ojo libre pude ver cómo pasé de ser rosado y suave, a negro y compacto. Yo acostumbraba a hacer todo con una mordaza de bola para apagar los gemidos. Pero la experiencia era tan incomparable que de los gritos la destruí, muchas partes me las comí y duré como dos semanas cagando pedacitos. Es lo mejor que me ha pasado, fue nuestra despedida, la última vez y la mejor.

Norberto terminó de hablar y reinó el silencio. En las noches sin brisa, el desierto es tan silencioso que se puede oír las nubes moverse. La situación se mantuvo así por unos minutos. No miré hacia Manuel ni hacia Carlos pero estaba seguro de que su reacción era la misma. Estábamos pasmados. Aparte de su boca nada más se movió en el cuerpo de Norberto mientras habló. De pronto, como si saliera del mundo de los recuerdos en el que había sido absorbido, estalló en risa. Una carcajada tan potente y gélida que hizo enfurecer de nuevo a la loba. Entraron ambos en una competencia por dominar el silencio, Norberto con su risa y la loba con unos gruñidos que se sentían como detonaciones subterráneas en nuestros cráneos. Al parecer, la bestia había escuchado el relato y comprendía el duelo. Su furia se había duplicado, su ímpetu asesino hacía temblar el suelo a mis pies con cada embestida.

Norberto puso sus manos en el tubo superior de la jaula, abrió las piernas y saltando se colgó a la jaula como hacen los primates. La loba retrocedió. No lo puedo asegurar pero creí escuchar un leve suspiro de Norberto antes de introducir sus gónadas por el agujero más grande. Desde el interior de la jaula se veían como una mandarina que había salido de la verja de su plantación y gritaba por ser arrancada.

Tomando impulso desde el infierno unos colmillos saltaron, brillantes se hincaron sin piedad en la carne de Norberto. El golpe me obligó a retroceder, tuve que pedirle a Dios varias veces por un poco de aliento para poder apuntar mi mirada hacia la escena. La loba era experta, además de desgarrar bisontes, yaks, toros y tortugas, se notaba que no era su primera vez demoliendo carne humana. Desde la punta de su cola, pasando por su cadera y espalda hasta su cuello, se llevaba a cabo un movimiento ondulado y acelerado, ya en su cabeza era imposible percibir las formas con claridad. De un lado a otro el cuello de la loba forzaba la piel de Norberto.

Carlos fue el primero en tomar la iniciativa, posiblemente en salir del shock, intentó agarrar a Norberto de la espalda y halarlo, hasta que un grito lo detuvo. Suplicante Norberto le pidió que no se moviera. Con una sonrisa nos detuvo a todos, estaba feliz. La loba embestía con rudeza, el cuerpo de mi amigo se mecía contra la reja. Los tres miramos atónitos su cara: realmente lo estaba disfrutando.

Tuvo que pasar un buen rato para que la loba soltara el saco escrotal de Norberto, pasó de sus colmillos largos y filosos a sus muelas aplastantes para intentar pulverizar su carne. Todo el que ha sido mordido por un perro o incluso un gato sabe bien que los colmillos están hechos para desgarrar y el dolor es punzante pero al rato llevadero. En cambio cuando los animales inclinan su cabeza y muerden con sus muelas, perfectas para triturar huesos, el dolor es profundo y agobiante. Pensé que era el límite, sin embargo solo fue el detonante. Norberto, al que siempre conocí como un hombre sombrío y serio, estalló en efusividad y carcajadas.

Nunca antes en mi vida había tocado un escroto humano diferente al mío. El de Norberto estaba bastante cálido y babeado, se me resbalaba de las manos. Me obligó a que lo tocara profusamente, que sintiera cada parte donde la loba había enterrado sus dientes. Estaba intacto. A decir verdad, su piel no parecía piel, la sensación era similar a la del caucho. Llegó a mi mente la imagen de las llantas de carreras que se calientan antes de salir, me pareció idéntica la sensación de sus bolas en mi palma.

 

Esa fue la última vez que salimos de caza. Al principio, el incidente nos atormentó en las noches y ninguno quiso verle la cara al otro. Carlos siempre fue una persona religiosa y creyente. Me enteré que desde ese día empezó a predicar sobre la divinidad de Norberto. Según él, cuando los hombres logran elevarse de lo mundano, de esos elementos universales que nos hermanan, como lo es el dolor, no se puede ser más un ser humano. Norberto, por accidente y por una mujer sádica, había alcanzado una estancia divina. Pasó una temporada deambulando por Dornogovi montando un emú que yo le vendí y pregonando el milagro del escroto celestial.

Manuel huyó antes de ser descubierto por el gobierno. Era espía.

Cuando la guerra estalló no supimos nada más de los otros. La última noticia que arribó de Norberto fue que había sido reclutado por el Ejército Popular Imperial y por su arrojo fue condecorado varias veces, siempre lideró la línea de fuego. En una expedición nocturna apretó con uno de sus pies una mina. Sus compañeros de escuadrón contaron que la detonación fue tal, que solo una parte de su cuerpo fue encontrada ilesa.


Felipe Perea (Bogotá, 1990). Estudiante de Arte y Diseño, empeñado en tomar fotos, hacer videos y escribir guiones. Se alimenta de cómic gringo y animación japonesa. Iniciado en el baile y en el idioma japonés.