Por Jorge Chartier.
Estos tres breves relatos son de un poeta y cuentista chileno afincado en la capital británica. Tanto su poesía como su prosa son reflexiones ontológicas, así como del universo y las creaciones que hacemos y contemplamos para tratar de estar en armonía con el mundo
Primer humano
El primer humano, quien miraba sorprendido diminutos surcos recién calados sobre un cuenco de madera —hechos con una piedra filosa, aunque no tanto, ya que la habría ocupado para cazar, pelar y cortar alimento, y ahora para llenar el cuenco de surcos sin formas aún categorizadas, pero tan bellas y atractivas— se preguntó (con un vago lenguaje humano, pues en ese mismo momento habría de inventarlo):
¿Y si a esto alguien lo llamase arte?
Ese primer humano, que pensó así en mí, como yo lo pienso ahora a él, pensó también en el primer ser vivo que distinguió el filo de las piedras, la convección y concavidad de las cosas, y la vida y la muerte suficientes para que él estuviese aquí tallando cuencos y yo escribiendo cuentos, preguntándonos si seremos tan solo el pensamiento de algún primer ser vivo al preguntarse:
¿Y si a esto alguien lo llamase vida?
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El dios imperfecto
Desde pequeño me gustó dibujar. Cada vez que terminaba un dibujo, corría hacia mi padre y le mostraba mi cuadro. Él lo juzgaba, quién sabe, con la actitud de un niño o la de un adulto, y yo lo miraba con atención: era en la mueca, casi imperceptible a los primeros años de vida, donde se albergaba todo lo que yo debía saber: su profundo entendimiento del arte y lo divino. En realidad, tampoco me importaba lo que dijera, y siempre volvía a mi cuarto a pintar otro, y otro, procurando corregir lo que yo creía que había significado ese gesto mudo, esa mirada.
Con el correr de los años me pasé a la escultura –las obras de gran tamaño, de tamaño natural–, por una simple razón: la altura y anchura de los objetos obliga a al cuerpo y a los ojos a moverse, a tomar ángulos específicos en el espacio en que se circunscribe la figura. Con esto, sumado a la dirección de la luz con la que llega del día o de la luna, podía, entonces, más o menos, calcular el punto exacto donde estaba la fisura, el cincel mal puesto. Entonces, daba lo mismo lo que alguien pudiera decir sobre mi obra.
Ya de adulto, la promesa de la vitalidad eterna me engañó y me impuso la escritura. La caricia de mis manos se transformaron en oscuras ramificaciones que chorreaban tinta, sin cesar, y mi vista era tan solo el zig-zag de un lector de carne y hueso. Con tan poco me las arreglé para atisbar en qué párrafo, en qué línea, –y si tenía suerte, con un lector puro y verdadero– en qué idea –entonces, artefacto– estaba mi oración mal escrita. Hubiese sido en vano pedirle a alguien que me diera su palabra autorizada, ni siquiera a mi padre, con su profundo entendimiento del arte y lo divino.
De no ocurrir la improbable suerte que la vida no me fuese eterna, al paso que llevo no descarto alcanzar muy pronto el universo completo de la creación. Más no la música, evidentemente, pues soy el demiurgo más sordo y tozudo que conozco.
§
La memoria y el cuerpo justo
Cuenta la leyenda, que hubo un linaje de mujeres y hombres que eran solo nervio, eran solo
cuerpo, que su memoria era la justa para reconocer el día y la noche, el frío y el calor, el fruto y
el veneno, la sal y lo dulce, la sed, y el hambre. Y con eso vivían, sin más distinciones que el
devenir bioquímico y físico de su sistema nervioso.
Dicen que quienes los conocieron los percibieron plenos, atentos, vibrantes, sin distracciones
vanas ni deseos, productos de memorias innecesarias; y que no respondían a preguntas como
¿eres feliz?, pues tan solo los despistaba –o mejor dicho, los concentraba– el vuelo furtivo de
un pájaro a lo lejos. Y allí se quedaban, hasta que les diera hambre, sed, calor, o frío.
Esta forma de entender la vida los dotó de una vitalidad inquebrantable, incorruptible,
inagotable. Dicen que vivieron para siempre y que sobre sus cuerpos hemos construido
hogares. También dicen que algunos días emergen a nuestra superficie para recordarnos que
sin cuerpo no hay vida para ellos, ni para ninguno.
Jorge Chartier Navarrete es un poeta prosista y entusiasta de la filosofía. Nacido en Santiago en 1989. Es ingeniero civil industrial de la Pontifica Universidad Católica de Chile y diplomado de la escuela de negocios de Stanford University. Su más reciente publicación es el poemario De la pluma de la vida, Ojo de la Cultura, Londres 2023
La imagen principal coreresponde a la obra Palabras primitivas de la artista Magdalena Vial que corresponde a una serie de obras en madera tallada y papel.