Por Juan Manuel Roca

Nos deleitamos haciendo resonar las palabras de uno de los poetas más galardonados -y lo que es aún más importante- apreciado y leído en Colombia, en otros lares de ultramar, en las redes sociales y en nuestra revista


El amor es ciego

Los enamorados, ciegos el uno del otro, se conducen por las calles del mundo, se apoyan en bastones de aire, no tienen ojos para mirar un paisaje distinto al de sus noches. Ciegos el uno del otro, leen su piel con las leves yemas de sus dedos, se miran con el deseo, son sus propios lazarillos. Los mapas que señalan su camino se han ido desgastando por las visitas permanentes de su tacto. Los enamorados, espejo de mano el uno del otro, guardan en sus dedos historias y secretos. Por eso, cuando usan guantes en invierno suelen perder la memoria. El sueño de atravesar el espejo no desvela a los amantes porque en su memoria táctil reconcilian el adentro y el afuera, como si habitaran otros aires, otros lugares. En medio de cataclismos y desastres se han visto parejas de enamorados que parecen no escuchar cómo caen las torres de las iglesias y ni siquiera las paredes de su propia morada. Cuando fui ciego, Casandra, recorrí el relieve de tus formas y tus pezones como cúpulas morenas me iniciaron en el braille de tu cuerpo. No he encontrado una lectura más luminosa que tu piel.

§

El extraño caso del cuerpo

Mi cuerpo, como en una novela negra, me persigue. Donde voy, va conmigo. Mide sus pasos en mis pasos, casa su sombra con la mía. Para sorprenderme acude a los viejos manuales del sigilo. Me espía agazapado oculto en el cuello de su gabardina, sigue los viejos moldes policiales, desde esconderse tras un periódico hasta ponerme como señuelo una espigada pelirroja. Una noche me lo encuentro a boca de jarro al doblar una esquina y me resulta imperioso saludarlo como a un viejo conocido. Debo aceptar que me siga a todas partes.

§

Crónica del habitante

Me dieron un cuerpo y a ese cuerpo un nombre. A ellos me acostumbro como el tigre al rugido. Habito ese cuerpo como un escenario, pero al tiempo que actor, que director, soy su amotinado público. Me acostumbré a la armazón que me dieron en préstamo, de la que a veces abuso como tierra de nadie. El pobre cuerpo se venga cuarteando el decorado, haciéndome doler telón adentro. Si me llaman por mi nombre, por mi duro apellido de la edad de Altamira, es como si a él lo llamaran, como el silbo del cazador a su perro más fiel. Si alguien me prodiga halagos o improperios porque escribo poemas, puede hacerse el que es con otro, con un desquiciado que lo habita. Pero soy quien lo habita, o quien cree habitarlo.

§

Episodio del solitario

Mis luchas con el ego ocurren en un estadio abandonado, una especie de Madison Square Garden de aldea donde mi poderoso yo se sueña entre grandes reflectores. Con humildad busco huir del cuadrilátero aprovechando un descuido de mi ego. En vano. No soy en verdad un profesional del combate, un peleador fogueado en peleas clandestinas. El demonio de mi ego aprovecha mis dudas y me apalea. Su más constante jab es el que lanza a mi falta de pericia cuando me lleva a empujones a las cuerdas del ring. Sus brazos de molino apuran una andanada de ganchos de izquierda que estallan en el centro de mi ausencia. Imaginen un cuadrilátero bajo el neón de la luna, donde mi ego busca poner fuera de combate mi budista aspiración a la humildad. Mi ego es procaz, se oculta en estos huesos calcáreos de hombre timorato que sólo atina a defenderse. El último combate no tuvo parangón. En una esquina mi ego, curtido y altanero (sin duda un campeón de peso pesado) y en la otra mi aspiración de hombre prudente y noble (un púgil aficionado del montón), se examinan con cuidado, como si no vivieran desde siempre en el mismo vecindario. Desde el primer asalto mi ego me acorrala y zarandea como a un muñeco de fieltro. En el 5º asalto caigo de bruces, fulminado, con los brazos en cruz en un torpe remedo de Cristo. Mi ego da vueltas en torno de mi yacente armazón, brinca como un comanche alrededor del fuego, levanta los brazos jubilosos, me mira con el desdén de un gladiador. Un público fantasma y un coro de expertos me nombran Rey de Burlas mientras aplauden con furor a mi soberbio contrincante.


Estos poemas hacen parte de la colección No es prudente recibir caballos de madera de parte de un griego (Fundación Arte es Colombia, 2014). Juan Manuel Roca es uno de esos raros poetas latinoamericanos que no solo son admirados sino lo que es más importante aún: leídos. Ha publicado más de treinta libros de poesía así como también narrativa y ensayo. Ha sido galardonado como periodista, pero es como poeta que ha ganado tres veces el Premio Nacional de Poesía en Colombia y también los Premios Internacionales de Poesía Casa de Las Américas, Lezama Lima, 2007 y Premio Casa de Las Américas de Poesía Americana, 2009. En el año 2014 recibió un Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional de Colombia.

Esta es la página de Poetry International dedicada a Juan Manuel Roca