Por Juan Manuel Roca

Existe, y de dentro de las letras hispánicas más que cualquier otra, una tradición de mujeres religiosas letradas, admiradas y aún leídas. Dos nombres saltan inmeditamente a la cabeza, pero esta es una exquisita nota historiográfica -si se quiere- sobre la primera figura poética femenina en la literatura de La Nueva Granada: Sor Francisca Josefa del Castillo


Entre la poesía indígena, los cantos de antes de la llegada de los españoles y la poesía de la Colonia, aparece de manera inaugural la figura del sevillano don Juan de Castellanos, autor de una obra descomunal aunque escasa en poesía, tediosa y abigarrada llamada Elegías de varones ilustres, cuyo valor atañe más a la historia o a la antropología que a la lírica misma.

Que después de Juan de Castellanos las figuras de la Colonia sean dos religiosos, un sacerdote y una monja, podría ser un bautizo de agua bendita para una tradición poética, pero ya se encargaría le historia de mostrar poetas con aires herejes y con ínfulas de malditos.

Por supuesto me refiero a dos poetas tunjanos: Hernando Domínguez Camargo y Sor Francisca Josefa del Castillo, aunque también aparecen en ese período colonial otros dos poetas de indudable valor, ya no solo para la historia sino para la poesía misma en estas tierras dormidas entre campanarios y virreyes: Francisco Álvarez de Velasco y Zorrilla (poeta nacido en Santafé de Bogotá en 1647 y muerto en España en 1708, fervoroso admirador de Francisco de Quevedo), y Francisco Antonio Vélez Ladrón de Guevara (Santa Fe de Bogotá,1721-1781), un poeta cortesano amparado por el virreinato.

La primera figura femenina que entra en la historia de la poesía y de la literatura escritas en tierras de la Nueva Granada es la madre Sor Francisca Josefa del Castillo y Guevara, una tunjana nacida en 1671 y muerta en 1742.

SOR FRANCISCA JOSEFA DEL CASTILLO

Imaginemos la Tunja conventual de su época. No se necesita ser muy creativo para saber que esa ciudad aldeana había hecho del aburrimiento su religión y de la beatería y del pecado escondido su vida cotidiana.

De niña era tanto el deseo, la necesidad de orar de Francisca Josefa que, ante el gentío que entraba a casa de su padre, un hombre notable que tenía una alta posición social, decidía salir con sigilo e irse a rezar en los gallineros. Esa es una imagen que parece sacada de una novela de ficción, casi propia de la literatura fantástica, una niña de aires enfermizos rezándole a Dios entre el cacareo de las aves de corral como si estas fueran el coro de una iglesia.

Conmueve y a la vez asombra la creencia de esta niña, capaz de ver la divinidad en un galpón, la fe y la divinidad en un humilde pajar. Por fortuna la Inquisición no asomaba de manera abierta su negro capuchón de verdugo en un poblado como Tunja, pues podría haber sido condenada como bruja ante tan inusitado y sospechoso ritual.

Desde la edad de siete años Francisca Josefa empezó a tener unas visiones espantosas del infierno y del demonio, al que llamaba “el enemigo”, unas visiones que la acompañarían a lo largo de toda su atormentada vida.

En medio de esos períodos, de esa “temporada en el infierno” que fue toda su existencia, la Madre Josefa dejó estremecedores testimonios en prosa y en verso, lo mismo que en sus señales autobiográficas que ella llama auto-semblanza.

Su admiración por la también monja y también poetisa mexicana Sor Juana Inés de la Cruz sin duda que se filtra en alguna medida en su obra, una obra escrita en buena parte en una celda del Convento de Santa Clara del que fue abadesa, sacristana y portera en diferentes épocas y, sobre todo, en condiciones infra-humanas de soledad y de miseria.

“Una rueda de navajas”, diría la monja clarisa para referirse a sus días y sus noches. Algunas veces veía su espejo en llamas. Todo esto revelado por ella misma hacía que las compañeras del convento se burlaran de sus visiones, preguntándole en un corrillo de pesadilla gótica por las apariciones de Dios, de la virgen o el demonio.

Hay notables descripciones del ambiente del Convento de Santa Clara de esa época evocados por Elisa Mújica que recuerdan las perversidades y las afrentas a las que era sometida la Madre del Castillo, realmente en un clima infernal de murmuraciones y calumnias.

Su buen biógrafo y estudioso Darío Achury Valenzuela dice que la monja escribía en cuanto papel caía en sus manos: “cartas, tarjetas, libros de cuentas”, atormentada por la angustia de vivir y por la necesidad de alejar sus demonios interiores.

Sin embargo era capaz, gracias a su espíritu místico mezclado a su talento natural y a una autenticidad a toda prueba, de cambiar la realidad o por lo menos de escapar de ella con el recurso de la poesía.

Aún desde su naturaleza enfermiza y desde las severas penitencias que además se imponía, podía escribir versos tan sutiles como estos:

DELIQUIOS DEL DIVINO AMOR EN EL CORAZÓN
DE LA CRIATURA Y EN LAS AGONÍAS DEL HUERTO

El habla delicada
Del amante que estimo,
Miel y leche destila
Entre rosas y lirios.

Su melíflua palabra
Corta como rocío,
Y con ella florece
El corazón marchito.

Tan suave se introduce
Su delicado silbo,
Que duda el corazón,
Si es el corazón mismo.

Tan eficaz persuade,
Que cual fuego encendido
Derrite como cera
Los montes y los riscos.

Tan fuerte y tan sonoro
Es su aliento divino,
Que resucita muertos
Y despierta dormidos.

Tan dulce y tan suave
Se percibe al oído,
Que alegra de los huesos
Aun lo más escondido.

Al monte de la mirra
he de hacer mi camino,
con tan ligeros pasos,
que iguale al cervatillo.

Mas ¡ay! Dios que mi amado
al huerto ha descendido,
y como árbol de mirra
suda el licor más primo.

De bálsamo es mi amado,
apretado racimo
de las viñas de Engadi,
el amor le ha cogido.

Es el clásico poema que como en el Cantar de los cantares atribuido al Rey Salomón en el Antiguo Testamento, propicia la pregunta alegórica de si la autora habla más de Dios que de un amante real. En el caso de la Madre Josefa, de vida recogida y conventual, parece no haber duda de que su destinatario era Dios.

Su poema sin duda resulta influenciado por las lecturas del Rey Salomón, sus giros, su delicadeza, las palabras escritas como si se tratara de una revelación. El amante al que hace referencia la Madre Josefa, que siempre por su propia decisión permaneció soltera, parece ser un recurso metafórico para hablarnos de Dios, a quien le entrega cuerpo y alma durante toda una vida de rezos y quebrantos.

Cuando habla del aliento de su amante, “tan fuerte y tan sonoro/ es su aliento divino,/ que resucita muertos/ y despierta dormidos”, la alusión parece apuntar más que al milagro del amor a los milagros de Dios, capaz de resucitar a los ausentes y de despertar a los que duermen por fuera de la fe.

Si cambiamos la palabra amante por la palabra Dios, algo que es recurrente en muchas monjas de hondo misticismo, Santa Teresa entre ellas, los significados del poema se alteran pero no su esencia amorosa. Un amado que habla con miel en la boca, que hace que el corazón dude de ser el mismo, un habla tan embriagante que puede alegrar hasta los huesos, es como una aparición, como la llegada de una suave presencia que se mezcla en todos los actos cotidianos.

La monja precisa en el título de su poema que se trata de un “deliquio”, esto es de un desmayo o de un desfallecimiento, algo que el amor carnal, el amor terreno, también padece cuando el corazón es invadido por la fuerza del sujeto amado.

La dulzura de su lenguaje a cada tanto da paso a terribles visiones y entonces resulta quizá más expresiva su palabra que parece venir de un descenso al infierno. A cada tanto, como lo relata en los capítulos de Su vida, se le aparecía el demonio, al que calificaba siempre como «el enemigo».

Sus espeluznantes y temibles descripciones del horror que a cada rato la asaltaba, son como una grieta que se le abriera en la paz de su celda para llevarla, literalmente, al infierno. Como ocurre en el capítulo I:

“… En una ocasión me pareció andar sobre un entresuelo hecho de ladrillos, puestos punta con punta, como en el aire, y con gran peligro, y mirando abajo vi un río de fuego, negro y horrible, y que entre él andaban tantas serpientes, sapos y culebras, como caras y brazos de hombres que se veían sumidos en aquel pozo o río; yo desperté con gran llanto, y por la mañana vi que en las extremidades de los dedos y las uñas tenía señales de fuego; aunque yo esto no puedo saber cómo sería. Otra vez me hallaba en un valle tan dilatado, tan profundo, de una oscuridad tan penosa, cual no se sabe decir ni ponderar, y al cabo de él estaba un pozo horrible de fuego negro y espeso; a la orilla andaban los espíritus malos haciendo y dando varios modos de tormentos a diferentes hombres, conforme a sus vicios”.

La venerable y vulnerable Madre del Castillo casi no tuvo tratos con gentes del mundo que no fuera el conventual, es sin duda una personalidad atractiva, dividida entre visiones celestes e infernales, muy de su tiempo.

En el año de la muerte de la monja poetisa, en 1742, Juan Santos Atahualpa propicia el estallido de una rebelión en Perú para restaurar el imperio incaico que acosará por cerca de 14 años a las tropas españolas, solo tres años después de restablecido el virreinato de la Nueva Granada. Hay ya en el ambiente un olor de pólvora más que un olor de santidad.

Entre la vida y la obra de la monja tunjana hay tenues límites, que se confunden en un todo. Se trata de alguien que escribió una obra confesional y que, como otras religiosas principalmente del virreinato de Perú y de algunos conventos mexicanos, resulta fundadora de un lirismo místico y contemplativo de una poderosa belleza.

Resulta sin duda ser la primera gran escritora nacida en estas tierras, alguien que como expresara la ensayista y poetisa norteamericana Denise Levertov acerca de Orfeo, el cantor griego por excelencia que apacentaba las bestias y los corazones de los hombres duros con su voz, no cantaba sobre el infierno sino desde el infierno.


Juan Manuel Roca ha publicado más de treinta libros de poesía así como también narrativa y ensayo. Ha sido galardonado como periodista, pero es como poeta que ha ganado tres veces el Premio Nacional de Poesía en Colombia y también los Premios Internacionales de Poesía Casa de Las Américas, Lezama Lima, 2007 y Premio Casa de Las Américas de Poesía Americana, 2009. En el año 2014 recibió un Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional de Colombia. Esta es la página de Poetry International dedicada a Juan Manuel Roca.

Imágenes: Convento de Santa Clara de Asis en Tunja, Colombia y retrato de Sor Francisca Josefa del Castillo.