Por Juan Toledo

Este año se cumple un siglo del asesinato de Juan Nepomuceno Pérez Rulfo, padre de Juan Rulfo. Un hecho que no solo lo forjó como escritor, sino que cambió el destino de la literatura en castellano


En la literatura rioplatense, tan alejada geográfica y tematicámente de la mexicana, hay dos poemas sobre la casualidad del amor. Son poemas que, en más de una forma, son complementarios. Las causas de Jorge Luis Borges e Historia de un amor de la gran autora uruguaya Cristina Peri Rossi son ambos ejemplos de los que los filósofos llaman «determinismo casual», es decir: la idea que todos los eventos son el resultado de condiciones precedentes y leyes naturales. Así, para que dos amantes se tomen de la mano o proclamen su amor se requiere de una innumerable aunque finita serie de hechos que anteceden al gesto amoroso. En el caso de Borges, esos hechos son de índole poético, histórico y onírico. En Las causas, Borges concluye diciendo:

Cada arabesco del calidoscopio.
Cada remordimiento y cada lágrima.
Se precisaron todas esas cosas
para que nuestras manos se encontraran.

Rossi situa esa concatenación de hechos un tanto más cerca: desde el descrubrimiento de América hasta su huida de Montevideo en Barco en 1972 y la resistencia antifranquista por parte de su amante. Al igual que Marx escribiendo El capital y Neruda componiendo su Oda a Leningrado. La Historia de amor de Peri Rossi termina, felizmente hemos de agregar, con estas líneas :

Para que yo pudiera amarte
tuve que huir en barco de la ciudad donde nací
y tú resistir a Franco.

Para que nos amáramos, al fin,
ocurrieron todas las cosas de este mundo

y desde que no nos amamos
sólo existe un gran desorden.

Sí, muchas cosas ocurren en el mundo y aceptar o no cuántas de ellas realmente moldean nuestros destinos -todas, ninguna o algunas- es un mero acto de fe. Los melancólicos, pesimistas y cínicos dirán que la mayoría de esas cosas incrementan inevitablemente no nuestro goce sino nuestro sufrimiento: fracasos, desengaños, desamores, separaciones, muertes y por supuesto tragedias. El arte y la literatura se nutren constantemente del dolor propio y del ajeno para crear. Hay quienes arguyen que toda creación es un acto doloroso. Leemos, contemplamos y escuchamos para tratar de darle sentido a esa paradoja que es nuestro apego por la vida a pesar del sufrimiento y dolor que a menudo sentimos.

No obstante el arte, y muy particularmente la literatura, a veces se torna en un acto de exorcismo. Un conjuro para sobrevivir una tragedia tan íntima y profunda que altera nuestra ser y por ende nuestra forma de ver el mundo. Aquí el «determinismo casual» se reduce simple y llanamente a un dolor personal y por ello más visceral y amargo. La tragedia a la cual nos referimos es la de impunidad de un asesinato a traición. Ese fue el caso de la muerte de Nepomuceno Pérez Rulfo, Cheno, acaecida el 23 de junio de 1923 en el municipio de Apulco. La alevosía de ese asesinato fue lo que convirtió a su hijo en un mago del lenguaje.

La prosa rulfiana es una especie de venganza lírica y poética que él inflingió sobre nosotros. Su indignación la convirtió en una literatura altamente refinada y depurada pero no por ello menos existencialista y desgarradora. Rulfo hizo de su dolor nuestro dolor. Todo lo que escribió tiene como punto de partida, y de retorno, ese hecho. Lo suyo fue mostrarnos el profundo enfado que se siente cuando no hay el más mínimo chance de justicia. Su desencanto con el mundo no es intelectual como el de Sartre o el de la desilusión de haber nacido en alguna otra parte como Onetti. Los personajes de Rulfo son los seres más desamparados de cualquier literatura. Lo que escribió Rulfo sí fue autobigráfico. Por ello quemó el manuscrito de La cordillera, no una sino dos veces. Comprendió que escribir algo más era una forma de traicionar a esos seres, pues cualquier rasgo de felicidad postrera diluiría esa imagen de inmeso dolor que tan precisa y liricamente logró crear.

«No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado.»

Diles que no me maten.

Para entender la mecánica de su poesía y de su obra literatura hay que leer el más autobiográfico de sus cuentos: Diles que no me maten. En ese relato vemos cómo Juan Rulfo quiere ajusticiar de alguna manera al asesino de su progenitor. Con ese cuento y con No oyes ladrar los perros, Rulfo empezó a mitificar sus paisajes y gentes -¿han visto sus fotos?- y así ayudó a transformar las letras latinoamericanas. Esa mitificación y manera de narrar se consolidaría dos años más tarde en la monumental Pedro Páramo. Es un mito que gira en torno a la idea hebrea de la retribución, del «ojo por ojo, diente por diente.» Es también la encarnación de la victimización y la venganza que solo suele desembocar en la muerte. Es asimismo una forma de justificar esa violencia atávica que aún se percibe en muchas partes del mundo.

Esta es la versión de la muerte del padre de Juan Rulfo en voz de sus hermanos Severiano y Eva.

«Ni fue un peón de la finca, ni fueron unos asaltantes de caminos. Fue el hijo del presidente municipal de Tolimán, Guadalupe Nava. Según me platicaron a mí, era un muchacho de esos muy machos, borracho y pendenciero. Mi papá había hablado con él sobre un asunto de unas reses de ellos que se habían metido en la labor de mi padre. Como él tenía que ir a arreglar un asunto, le pidió a Nava que arreglara esa cuestión con el mayordomo. Sin discusiones se despidieron y mi papá se dirigió a llevar unas medicinas a una enferma. Allí se encontró de nuevo a Guadalupe Nava, que se ofreció para acompañarlo de regreso. Iban para San Pedro mi papá, el peón que lo acompañaba y Nava, que platicaba con mi padre tranquilamente. Al llegar a donde tenía que abrir la puerta, el peón se adelantó a hacerlo, mientras el otro se retrasaba y disparaba por la espalda a mi padre. La bala entró por la nuca y salió por la punta de la nariz. Eso ocurrió el 23 de junio de 1923 y al asesino jamás lo detuvieron, pues gozaba de protección en su pueblo. Murió hace unos doce o quince años

Y este es el cuento narrado por el propio Rulfo con su melodiosa e inconfundible cadencia.

De ninguna manera es un desproposito aseverar que sin Rulfo no hubiese habido Gabriel García Márquez ni Cien años de soledad -una novela que el colombiano concibió y escribió en México- ni tampoco el llamado Boom. Según el propio Márquez, cuya veracidad hay que tomar con una pizca de sal, él memorizó a Pedro Páramo en su totalidad. Cierto o no, esto denota una admiración integra de Rulfo por parte de Gabo. Es también notable el hecho de que García Márquez y Carlos Fuentes fueron los guionistas de la versión fílmica de ese tercer libro de Rulfo, El gallo de oro, que primero fue película en 1964 pero que no fue novela sino hasta 1980.

Acaso sea justo decir que se necesitó del vil asesinato de Cheno hace ya un siglo para que ustedes estén leyendo ahora esta nota sobre un hombre que transmutó la injustifica y la orfandad en literatura.


Y aquí el enlace a la película El Gallo de oro dirigida por Roberto Gavaldón.

Imagenes: la fotografía principal es Erupción del Paricutin y Templo de Parangaricutiro del propio Juan Rulfo que también fue un excelente fotógrafo. Dentro del artículo está el encabezado de un diario de Zacatecas informando del asesinato.