Por Juan Toledo

Celebramos el centenario de un libro que, al igual que muchos clásicos de la literatura, son más comentados y reverenciados que leídos. Según Gerald Martin, crítico inglés y biógrafo de García Márquez, Ulises fue la novela que cementó las bases para los polifónicos y ambiciosos libros del Boom cuatro y cinco décadas después


Es inevitable, siempre nos acercamos a los clásicos de la literatura con prejuicio y Ulises de James Joyce tal vez sea el caso más paradigmático. Cómo no serlo, si los acontecimientos de un día en, esa entonces, una capital colonial británica se dilatan en más de un cuarto de millón de palabras y la multiplicidad de la mundanidad se prolija hasta adquirir proporciones verdaderamente épicas. Un libro en cuyas páginas «bulle con alborotos de picadero la realidad total.»

Así que si aspiran a ser parte de ese selecto club de personas que han leído un libro tan alabado pero tan poco transitado, aquí les ofrecemos algunas razones que quizá los persuada a querer ser miembros de ese reducido círculo de iniciados.

Uno: fue el libro que el mismo Borges confesó no haber leído en su totalidad pero sobre el cual hasta llegó a dar conferencias. En su temprana colección de ensayos titulada Inquisiciones, 1925, hay una nota de cuatro páginas y media en la que el ubicuo maestro no solo declara ser «el primer viajero hispánico que ha arribado al libro de Joyce» sino que especula que Crimen y castigo de Dostoevski es posiblemente el único precursor de Ulises. No sin antes declarar candidamente «no haber debrozado las setecientas páginas que lo integran» y de «haberlo practicado solamente a retazos» para luego concluir tajantemente: «sin embargo, sé lo que es.» Pero a pesar del estilo desenfadado de ese corto ensayo, la genialidad del joven Borges no deja de relucir: «Si Shakespeare -según su propia metáfora- puso en la vuelta de un reloj de arena las proezas de los años, Joyce invierte el procedimiento y despliega la única jornada de su héroe sobre muchas jornadas del lector. (No he dicho muchas siestas).»

Dos: la carrera literaria de Joyce puede verse como una progresión, pausada pero firme, hacia la ilegibilidad. Su primer libro de relatos cortos, Dubliners, contiene un último cuento de más de quince mil palabras llamado The Dead. Una historia magistral que, según TS Eliot, es «una de las mejores cuentos jámas escritos.» Aquí habría que advertir Eliot no quiso o no alcanzó a leer a los cuentistas latinoamericanos, pero que a su vez los cuentistas latinoamericanos no serían lo que han sido y son sin la influencia de Kafka o de Joyce. A Dubliners le siguió el autobiográfico Portrait of an Artist as a Young Man en el cual Stephen Dedalus -el alter ego literario del propio Joyce- hace su primera aparición. No solo Stephen Dedalus pero muchas de las técnicas narrativas exploradas por Joyce reaparecen expandidas y explotadas de lleno en Ulises. Y si Ulises demanda esfuerzo y perseverancia en sus lectores -«Patience is the mark of a classic» afirmó Mark Kermode- ¿qué decir entonces de Finnegas Wake? Esos cuatro libros, leídos en orden cronológico de publicación, son una marcha modernista desde el lirismo melancólico de The Dead hasta el paroxismo semántico de Finnegas Wake. Con Joyce tenemos que cada libro suyo es más arduo que el anterior, pero en todos ellos la muerte y el deseo son presentados como antítesis ineludible y afirmación de la condición humana.

Tres: Ulises solo pudo haber sido escrito por un católico irlandés «saturado de escolasticismo jesuita,” reflexionando sobre el futuro de una Irlanda libre de sus aborrecidos señores imperiales. Señores estos, siempre mucho más propensos al decoro verbal que sus colonizados. Algo que ya había anticipado Shakespeare con Caliban en The Tempest. Esta odisea dublinesa es así mismo un ataque a esa espinosa herejía que era la corona británica protestante y su ejército teológico: la iglesia anglicana. En más de una forma no es gratuito el hecho que las dos grandes obras de la modernidad de la literatura inglesa: Ulysses y The Waste Land, aparecieran ambas en 1922 y escritas por autores católicos no ingleses. Y no debemos olvidar, particularmente en el caso de Joyce, que todo movimiento independista está obligado a parodiar y caricaturizar los símbolos del poder que busca suplantar.

Cuatro: los irlandeses son los indisputables artífices del lenguaje – wordsmiths – en el mundo angloparlante. Es una tradición que se remonta a comienzos del siglo XVIII con la aparición de Gulliver’s Travels de Jonathan Swift. Una inculpación profundamente misantrópica que tuvo el extraño destino de convertirse en libro para niños. Le siguió una novela que muchos consideran “El Quijote inglés”: The Life and Opinions of Tristam Shandy, Gentleman de Laurence Sterne. Publicado en nueve partes a partir de 1759, fue alabado por Schopenhauer quizá debido a que su premisa principal es el problema en el uso del lenguaje. Sterne, al igual que Swift, era clérigo, aunque bastante más erudito que este, lo que se refleja en su Tristam Shandy. Luego vendría el incomparable Oscar Wilde y tras él su contemporáneo Bernard Shaw quien dominó la escena teatral londinense por décadas, transformando el teatro en una herramienta de crítica social y especulación moral. El Ulises de Joyce está concebido dentro de esa tradición irlandesa de subvertir los cánones de la literatura ocidental que se remonta ya a tres siglos de experimentación. El heredero “legítimo” de Joyce fue Samuel Beckett. “Joyce me dió permiso de ser moderno” declaró Beckett en alguna ocasión. Ambos escritores compartieron una preocupación mayúscula con el lenguaje, pero la forma en que lo resolvieron son diametralmente opuestas. Además Joyce no solo veía en Beckett un sucesor literario sino a un hijo político. De hecho «Don James» le pidió al taciturno joven dramaturgo que fuera su yerno.  Pese a esa tradición y a todo lo irremediablemente irlandesco en él, Ulises no le pertenece a ninguna nación en particular. Su sobreverbalizada versión de la cotidianidad es demasiado fragmentada y calidoscópica como para ser meramente irlandés y no lo qué es: premeditadamente moderno. Es un libro que -como La Divina Comedia, El Quijote o Moby Dick– es parte ya de la conciencia  humana.

Cinco: en el estudio más sistemático hecho hasta ahora sobre la literatura latinoamericana, Journeys Through the Labyrinth, de Gerald Martin, se lee: “Pocos trabajos han de haber transformado el mundo tanto como Ulysses o Finnegas Wake, pero rara vez la forma, la envergadura y la deseabilidad de su influencia han sido tan animadas y hasta vehementemente disputadas como ahora. En este sentido, el caso de América Latina es elocuente. Ya que mi punto de vista es que el siglo XX es la centuria de Joyce en la literatura occidental y que el diseño “ulíseo” es particularmente pertinente a la ficción latinoamericana, este viaje crítico (se refiere a su propio libro) corre el riesgo de naufragar tanto en manos de los tradicionalistas de la literatura inglesa como de los nacionalistas de la latinoamericana. Por aquellos, no puedo hacer nada. Sin embargo, a las acusaciones de estos, les diría que parten de un malentendido: no solo creo que la evolución de una ficción “ulísea” en América Latina se da en gran medida por la propia experiencia de sus escritores sino que también pienso que la contribución latinoamericana al modernismo ha sido decisiva en su desarrollo más reciente y en el proceso de comunicación entre las culturas del primer, segundo y tercer mundo.”

Seis: en un tardío y misceláneo libro suyo -de por sí todos ellos son bastante misceláneos- Borges consignó en El elogío de la sombra, 1969, una Invocación a Joyce

Dispersos en dispersas capitales,
solitarios y muchos,
jugábamos a ser el primer Adán
que dio nombre a las cosas.
Por los vastos declives de la noche
que lindan con la aurora,
buscamos (lo recuerdo aún) las palabras
de la luna, de la muerte, de la mañana
y de los otros hábitos del hombre.
Fuimos el imagismo, el cubismo,
los conventículos y sectas
que las crédulas universidades veneran.
Inventamos la falta de puntuación,
la omisión de mayúsculas,
las estrofas en forma de paloma
de los bibliotecarios de Alejandría.
Ceniza, la labor de nuestras manos
y un fuego ardiente nuestra fe.

Tú, mientras tanto, forjabas
en las ciudades del destierro,
en aquel destierro que fue
tu aborrecido y elegido instrumento,

el arma de tu arte,
erigías tus arduos laberintos,
infinitesimales e infinitos,
admirablemente mezquinos,
más populosos que la historia.
Habremos muerto sin haber divisado
la biforme fiera o la rosa
que son el centro de tu dédalo,
pero la memoria tiene sus talismanes,
sus ecos de Virgilio,
y así en las calles de la noche perduran
tus infiernos espléndidos,
tantas cadencias y metáforas tuyas,
los oros de tu sombra.
Qué importa nuestra cobardía si hay en la tierra
un solo hombre valiente,
qué importa la tristeza si hubo en el tiempo
alguien que se dijo feliz,
qué importa mi perdida generación,
ese vago espejo,
si tus libros la justifican.


Yo soy los otros. Yo soy todos aquellos
que ha rescatado tu obstinado rigor.
Soy los que no conoces y los que salvas.

Siete:  “Joyce apaleó al idioma inglés hasta hacerlo gelatina” declaró la novelista Elizabeth Bowen. Ulises es una novela de vidas ordinarias narradas en un lenguaje extraordinario. En él, Joyce rehace el lenguaje una y otra vez y con no poco humor. La novela está salpicada todo el tiempo de neologismos: el scrotumtighteningsea / Jewgreek is greekjew /  ripripple / plopslop / pelurious y peloothered, por mencionar solo algunos. Estos dos últimos vocablos, verbigracia, denotan algo peludo y estar borracho respectivamente. Peloothered es la contribución joyciana a la lexicografía de la ebriedad, una lexicografía que tantos términos tiene en la mayoría de idiomas. En Ulises las campanas no replican, hablan: «Haltyaltyaltyall» «Heigho Heigho«; los gongs no vibran, hacen en cambio «Bang Bang Bla Bla Blud Bugg Boo» y las gaviotas tienen sus propios coloquios «Kaw Kave Kankury Kake.» Es un lenguaje onomatopéyico, aliterado y muy divertido. En Circe, el episodio más largo del libro y una novela dentro de la novela, Stephen Dedalus declara: «Entonces el gesto, no la música ni los olores, sería el lenguaje universal, el don de lenguas haciendo visible no el sentido vulgar sino la primera entelequia, el ritmo estructural.» Dedalus nos advierte del caracter irreal del lenguaje y nos presenta una idea que antecede a los estructiralistas por medio siglo. Cada uno de los episodios de la novela está enmarcado por una artimaña particular. Uno está escrito en silogismos, hay dos monólogos: uno masculino y otro femenino, hay otros dos en forma de catequismo: uno personal y el otro impersonal, hay también secuencias narrativas. Cuando Stephen va a la Biblioteca Nacional para dar su tan esperada charla sobre el Hamlet de Shakespeare -muy pocos van a escucharlo- la técnica narrativa es dialéctica. Y el penúltimo episodio, Ithaca, es una sátira al catequismo impersonal usado en las escuelas religiosas irlandesas y una mofa al hiperrialismo de ciertas famosas novelas francesas. Ithaca, por ejemplo, es un episodio que está en abierto contraste con el libre y erótico fluir del famoso monólogo de Molly Bloom que concluye la novela.