por Alexis Iparraguirre


En 2009, la prestigiosa revista de artes October lanzó su discutido «Questionnaire on The Contemporary” (Cuestionario sobre lo contemporáneo). Discutido, por un lado, porque los setenta críticos y curadores de arte a los que se les formuló la pregunta sobre qué era arte contemporáneo no estuvieron de acuerdo casi en nada; por el otro, causó polémica la relación que establecieron entre este concepto y una «lógica del movimiento».

Para ellos, lo contemporáneo quedaba relacionado con el desplazamiento de la mirada hacia lo ilegible que solo cabe apropiar en clave de novedad artística (aquí desplazamiento significa, literalmente, que existe un espacio que no se sabía que hubiera, pero que el espacio viejo no es capaz de fundamentar o capturar como parte de su vastedad). Se trata de moverse hacia una estética imposible de predecir para crear aquello que ni la historia ni la teoría alcanzaban a engrilletar, pero que quedaba  siempre a renglón seguido, aunque claramente separado de la última forma convencional (o “normalidad”)  del arte del siglo XX.

Para Latinoamérica, en 2011, Graciela Speranza planteó el mismo derrotero en su ambicioso Atlas portátil de América Latina, cuyo subtítulo, “Arte y ficciones errantes”, señala que nuestros contemporáneos “erraban”, o sea, se desplazaban fuera de las premisas fundamentales de la cultura del siglo XX. De ellas, quizás el movimiento más significativo era el de un arte que renunciaba a emplear algún rasgo de la identidad local o del territorio como manifestación  de identidad cívica; dicho de otro modo,  se alejaba del elogio o la defensa de una etnia o una clase o, también,  de afincarse en una geopolítica nacional que remitía a ocuparse directamente o indirectamente sobre el Estado-nación, como los nacionalismos o los indigenismos.

mario bellatin_foto_conrado chang

Mario Bellatin | Foto: Conrado Chang

Pero moverse y, en consecuencia,  escapar al debate por “un mejor país” también significaba abandonar voluntariamente el espacio público por tratarse de un lugar convencional. Ello colocaba  en crisis la noción misma de legibilidad del arte, porque se constituía en un “afuera” incluso para los conocedores mejor establecidos. Sus artefactos pues dinamitaban la frontera entre géneros y entre las artes mismas (fuese instalación, performance, libro o intervención) y  “redistribuía” el orden de lo posible artísticamente y de aquel segmento de la realidad que “lo contemporáneo” habilitaba para ser visto.  Ahora bien, en  el Atlas, de Speranza, el único autor peruano-mexicano que se incluyó fue a Mario Bellatin (Ciudad de México, 1960).

Leer a Bellatin  como novelista resultaría equívoco, puesto que la mayoría de sus libros no funcionan en ese formato. El propio autor distingue las obras que se insertan dentro de las convenciones de los formatos literarios de aquellas otras que resultan irreductibles a cualquier lenguaje crítico en uso. Por eso los libros considerados propiamente novelas Bellatin los publica en  un único volumen bajo un título en apariencia redundante, pero bastante exacto: Tres novelas (de la que excluyera su tempranísima Mujeres de sal): Efecto invernadero (1992), Canon perpetuo (1993) y Salón de Belleza (1994).

Como cualquier novela convencional, cada una de ellas puede sintetizarse en su argumento. Para empezar, las tres se apropian de tropos de la marginalidad urbana; es decir, todas exponen una  visión de la sociedad que, aún exótica, es compartida. Esto se constata en la mirada institucional del texto sobre el espacio público: se habla de prostitución, de homosexualidad, de deformidad y de enfermedad terminal (el SIDA).  Los escenarios extraños y la marginalidad implican una resistencia a la lectura más intensa que la literatura en uso. No obstante, incluso esas tres novelas pueden reducirse  a una suma de enunciados, en apariencia oscuros, cuya decodificación está asegurada por algunas convenciones reconocibles: símbolos, metáforas, alegorías y cualquier otro recurso de acceso a un nivel “profundo”, pero convencional.

En las Tres novelas, como en la literatura de la mayor parte del siglo XX, el escritor concede algunas pistas diestramente distribuidas que conducen a la  “verdad” detrás del texto, la que el lector debe descifrar efectuando las equivalencias autorizadas con los archivos literarios pertinentes. Desde luego, un archivo no solo es un depósito de documentación. Se trata, más bien, de dispositivos que permiten al lector que los conoce leer novelas y literatura como artefactos endeudados con sus orígenes, es decir, determinados por textos fundadores que los limitan y que, inevitablemente, explican el significado de las obras nuevas (incluso más que ellas mismas).

No obstante, este modelo de producción escritural y de trabajo literario se interrumpe muy tempranamente cuando Bellatin publica, luego de Salón de belleza, Damas chinas (1995), un libro que en 2015 cumple veinte años de publicarse en Perú y que, sin duda, justo en aquella época de narrativas aún marcadas por debates explícitamente políticos o costumbristas, constituía una pieza rara por varios motivos. El primero y más notable es que este texto no puede inscribir en sí la forma “novela” aunque su autor vuelva a usar el rótulo con periodicidad y, también, otros términos del arte convencional en otras obras (el “viejo arte” se convierte, a partir de entonces, en un material más con el que inventar el impredecible “arte contemporáneo”).

Pero no solo es eso. En Damas chinas resultan inaplicables todas las formulaciones narrativas que le son coetáneas, y la lectura misma del texto constata el énfasis en problematizar la literatura como práctica cultural y socialmente domesticada. La obra, pues, borra de sí, consecutivamente, la lógica del descifrado (es decir, es un despiste mirar en ella la interpelación de la convención o del archivo como en las Tres novelas), y su lenguaje no figura sino como una superficie material de uso estético que busca crear algunos efectos nuevos en la sensibilidad (del mismo modo que haría cualquier artefacto en una instalación de arte contemporáneo).

Ahora bien, en el breve y significativo texto ocurre un desplazamiento de la lógica del arte a partir de la razón misma que sugiere el título “damas chinas”. Como se sabe, se trata de un juego cuyo nombre no guarda relación alguna con las tradicionales damas y, de hecho, su origen no es chino (de hecho, es un juego popular en Alemania, de origen inglés, que se bautiza Chinese Checkers para comercializarlo en Estados Unidos).  Y, para ser exactos, el título aparece de manera muy circunstancial en el libro  en la página 79. Pero la relación entre título y contenido no va más allá de eso. Es, más bien, un elemento de una cadena de desplazamientos inacabables hacia lo extraño en él, que se mantiene en tensión con lo familiar.

Es decir, desde su mismo título, el texto se posiciona en un impasse altamente productivo en términos estéticos: por un lado, es un objeto configurado para esquivar la designación, pues su asunto consiste en no ser lo que dice que es (resistirla); de otro lado, al desplazarse como permanente exceso fuera  de su  título, expresa también  lo que rechaza, pero por su reverso, porque tomar distancia también es incluir en la escena de separación aquello que se rehúye. Dicho de otro modo, no se puede plantear el desplazamiento continuo y resistente del texto Damas chinas  sin conocer también  lo que niega.

Primera parte. El desplazamiento hacia lo imprevisible.

Así, Damas chinas tiende a escenificar para desmontar, especialmente, cuando el texto se desplaza fuera de la lógica del argumento. Por ejemplo, en la primera de dos partes se refiere una historia de conducta marginal, la cual, además, se inserta dentro de lo que se supone su estética novelesca: el protagonista (un ginecólogo) refiere con frases cortas, simétricas —explícitamente pautadas para destacar como objetos planificados—, los incidentes de su vida doméstica. Como en historias previas de Bellatin, no aparece la regularidad del pathos novelístico. Más bien, lo elimina; está signada por la frialdad del médico, por la evolución metódica de su actividad profesional particular, por coitos discretos, sistemáticos, con prostitutas, por la interacción fallida con su esposa y sus dos hijos.  Este es el argumento cuyo desmontaje se efectúa a la vez que se escenifica.

Por ello, la historia de la primera parte constituye un simulacro de arco dramático, o, mejor aún, la deriva de este hacia su imposibilidad por incompletitud. Pero también contiene su reverso: una posibilidad de arco que permite saber lo que se deja atrás y su irremisible inclusión . Por ejemplo, la omisión sobre las circunstancias de la muerte del hijo del ginecólogo propende a figurar, a normalizar, la clave de un enigma de novela negra, uno de los más convencionales arcos dramáticos. Sin embargo, el hecho de que esto no se aclare de inmediato permite adelantar, configurar, una dramaturgia de ocultamientos y revelaciones. Sin embargo, ella no ocurre. El desplazamiento de los hechos fuera de una lógica de causa y efecto activa, entonces, la lectura en claves  sobre otro  posible enigma: el relato del hijo de una paciente que el ginecólogo olvida siempre referir.

La pregunta que surge entonces es la siguiente: ¿existe relación entre la historia del niño que se desconoce y la del hijo muerto? El texto no lo resuelve tanto cuando puede y al moverse hacia otras preguntas simplemente suspende las primeras. En consecuencia, en la obra, el desplazamiento hacia lo extraño hace de la reiteración de enigmas  un procedimiento sin respuestas.

Segunda parte. Desplazamientos simultáneos.

En la segunda parte del libro, esta constatación no varía; mas bien prolifera. Empieza por introducir como punto de partida el relato omitido que cuenta el hijo de la paciente del ginecólogo. Aunque, en realidad, afirmar esto es decidir algo que el libro no ha decidido. ¿Realmente, en la segunda parte, está narrando la misma historia del hijo de la paciente? En principio, lo que sigue en la segunda parte cambiaría irremediablemente si es que, por un lado, se entendiera que el  texto busca también poner en crisis el sentido del objeto libro (su funcionamiento orgánico). Por el otro, también cambiaría si decidiéramos negar esta crisis, porque igualmente nos llevaría a la disyuntiva de si decidimos suscribirnos a la fiabilidad del narrador niño, o preferimos negarlo en atención a la advertencia que hace el ginecólogo de la primera parte: “entonces me di cuenta de lo absurdo de su relato. Era evidente que se trataba de una invención” (26).

Duchamp

«Marcel Duchamp desciende las escaleras»|Foto: Eliot Elisofon (1952)

Si nos colocamos en el primer caso, notaremos que atender la crisis que plantea el objeto libro es, en realidad, aceptar que la segunda parte debe proseguir e intensificar sus desplazamientos fuera de lo normal a voluntad y sin oportunidad de regresos. En consecuencia, no cabría afirmar o negar la identidad entre el niño de la segunda parte y el que obsesiona al ginecólogo de la primera (incluso si existe alguna declaración que corrobore la identidad entre ambos, porque cualquier desplazamiento nuevo puede conseguir destripar la causalidad inesperadamente). Si nos podemos en el segundo caso, en cambio, entenderíamos que se partiría de una premisa totalmente distinta que consiste en poder definir la identidad entre el niño protagonista y del hijo de la paciente que se menciona en la primera parte. Ello se volvería el reverso del desplazamiento, es decir, la propensión al enigma y la consecuente normalización de Damas chinas, a pesar de su alta productividad en movimientos inesperados. Como observamos, el texto activa continuamente la confrontación entre un régimen artístico caduco (podría bien ser el llamado “moderno”) y “algo” que se emancipa de él, pero que se desplaza incluyendo al opuesto fechado, porque su acto liberador no se entiende sino en tensión con el régimen otro.

Por otro lado, esta segunda sección de Damas chinas expresa un disenso más radical que la primera, pues se multiplican los desplazamientos fuera del arco dramático y de las convenciones narrativas sobre lo que debiera ser una novela. Así, el autor tiene por asunto el desplazamiento en sí mismo antes que resolver lo que las historias implican en el argumento. En ese sentido, no le interesa más que diseminarse en una dirección que deja atrás lo legible como normalidad, y también como representación misma, y, más bien,  se multiplica hacia lo extraño, lo extravagante, lo ilógico.

Sin embargo, al igual que en la primera parte, en esta resultan necesarios los arcos truncos de las historias a medio construir, o pensarlos al menos de ese modo, solamente como puntos de partida.  Por eso, cabe observar que lo contemporáneo en  Bellatin rechaza la tendencia repetitiva de escribir libros, incluso desde sus premisas como objeto, y, desde luego, vuelve inocua, naturalmente, las implicancias de la acotación de “novela”. La disrupción, no obstante, no las borra; solo las devuelve en su posibilidad de lectura como constituyentes del mismo ademán  de un arte contemporáneo. Desde luego, como se mencionó, la operación de lectura a través del dispositivo del archivo queda abrumadoramente recortada en el arte contemporáneo y obras semejantes. Leyendo desde el archivo, el arte se vuelve ilegible o, en el mejor de los casos, solo apropiable a partir de fragmentos que se reconocen como familiares y con los que se intenta reconstruir la  forma que la tradición asegura de manera siempre deficiente. En resumen, el arte contemporáneo, como el de Bellatin, plantea la posibilidad del galimatías (es decir, la escritura ilógica y desordenada) cada vez que se pretende descifrar una “profundidad” fuera de su voluntad de desplazamientos.

Pensando la posteridad

La obra de Mario Bellatin ha sido incluida bajo el rótulo de “vanguardia del siglo XXI”. Ello debido a que se trata de una apuesta contra la legibilidad del arte burgués, como la resistencia de las viejas vanguardias, pero con complicaciones distintas. Mientras que la aspiración de la vanguardia consiste en ser la ética de un porvenir, el arte contemporáneo más bien se resiste a la normalización presente o futura. En ese sentido, este quisiera ser un “acontecimiento”, en términos de Badiou o de un Zizek, es decir, lo “múltiple incondicionado”, lo que no tiene símbolo ni puede tenerlo porque es el movimiento del gesto estético, pero que irrumpe en nuestro mundo de símbolos para obligarnos a pensar un nuevo espacio que intente incluirlo.

En esto también radica el entredicho y la credibilidad  que acompañan a la obra de Bellatin y a toda la producción de “lo contemporáneo” (o, debiéramos decir, “lo nómade”, siguiendo a Graciela Speranza y a su fuente más notable, Gilles Deleuze). Porque, después de todo, pretender someter una obra que huye de ello a las posibilidades de transitar por la institución cultural convencional (lo normalizado) es restringir sus lecturas al ámbito reducido de las  poquísimas miradas no normalizadas, las de los grupos sociales y culturales que consiguen escindirse temporalmente de lo cotidiano por razones de diversa índole (generalmente económica),  y también de aquellos que reflexionan sobre la situación estética actual (por ejemplo, los que creen que recalar en variaciones de dispositivos como el archivo es empobrecedor).

Esto nos lleva a reflexionar sobre la posibilidad de que “lo contemporáneo” circule hacia lógicas eminentemente públicas como el prestigio o la consagración, sobre todo si se entiende que ese proceso requiere necesariamente del espacio público. En ese caso, ¿cómo hacer para que lo “público contemporáneo”, es decir, el arte que pretende ese espacio, no sea invariablemente reducido, desde la mirada normalizadora, a objetos empobrecedores en celebrados estándares e ininteligibles presencias malogradas por el desorden (respecto de su orden)?

Estos dilemas acompañan la trayectoria de la obra de Mario Bellatin, mayormente celebrada por comunidades estéticas especializadas, escindida del consumo masivo, pero del mismo modo esquiva para el lector habitual de arte escrito, quien, en función de los estándares de su propio mercado de consumo, continúa, sin visos de variar, comprometido con prácticas centralmente literarias y raigalmente, sino novelísticas, narrativas.

En suma,  Damas chinasde Bellatin, y otros (pocos) análogos continúan siendo, en el mejor de los casos, enigmas pendientes de resolución (paradójicamente, “lo contemporáneo” impulsa a desplazarse de la repetición de los enigmas). En esa medida, como le ocurre a cualquier arte nuevo, y quizás con mayor incertidumbre que por su deliberada resistencia a la más cotidiana normalidad, la posteridad de la obra de Bellatin es indecisa. No porque la estética vaya a prescindir de ella, que es poco probable debido a su gran potencial para generar reflexiones, sino porque, reposando en el cultivo de la radicalidad del arte, cabe que la preeminencia de una obra así varíe respecto de otras prácticas destacadas por la multiplicación, la variedad y la complejidad con que deriva una comunidad  de tan reticentes como  sofisticados propulsores.

No obstante, lo que resulta innegable es el gesto inaugural de Mario Bellatin, que consuma, en Damas chinas y en su obra subsecuente, la producción de “lo contemporáneo” en las letras, tal como lo incita el «Questionnaire on The Contemporary” para las artes visuales de 2009, y lo postula, en el presente, cualquier discusión sobre el rumbo de las estéticas  en América Latina.

[Imagen de portada: fotograma de «Invernadero», un largometraje de Gonzalo Castro, 2010]


Alexis Iparraguirre (Lima, 1974) estudió Lingüística y Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Tiene un máster en Escritura Creativa por la Universidad de Nueva York (NYU) y, en la actualidad, cursa estudios de doctorado en el programa de Literatura y Lenguas Hispánicas y Lusobrasileñas en el Centro de Graduados de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY). En 2005, ganó el Premio Nacional PUCP de narrativa con el libro de cuentos El inventario de las naves, publicado por el Fondo Editorial PUCP. Vive en Nueva York.