Por Manuel Fons

Uno de los escritores más icónicos de nuestra América prefería ver las películas sin sonido y esta nota nos explica que eso no es disímil a observar la cotidianidad cuando estamos en un país donde no hablamos el idioma


Leí que Augusto Monterroso recomendaba ver las películas sin sonido para valorar la expresividad de los actores, al margen de las palabras. De esto dependía que él los considerara buenos o malos. También vi una entrevista con Alejandro Gonzáles Iñarritu donde cuenta que mucha veces, en la etapa de casting, cuando los actores aún no han memorizado los diálogos, les pide representar una escena, digamos, de una gran pérdida o de una gran alegría, emitiendo una sola sílaba. De esta manera puede conocer su rango histriónico, pues los grandes actores se expresan con todo su cuerpo y son capaces de transmitir emociones aun sin palabras.

Ahora que estoy en un país donde no me entero de nada de lo que escucho en la calle porque no conozco el idioma, me he visto obligado a percibir la realidad un poco como el cine sin audio de Monterroso y, sobre todo, como el ejercicio de Iñarritu. Esto me ha forzado, en efecto, a percibir otros recursos expresivos para extraer algo de significado. Es una práctica útil para mí, que no suelo ser muy observador.

Hoy, por ejemplo, iba en uno de esos camiones eléctricos de dos vagones, sentado en el extremo del primer vagón, de espaldas al conductor. De frente me quedaba la parte donde se unen los vagones: un micropasillo que se desliza cuando el vehículo da vuelta y unas paredes que se pliegan como acordeón para permitir los giros. Describo estos detalles porque son importantes para entender la escena. En esa zona limítrofe también iban de pie una señora y un señor, cada uno por su lado. El señor tenia la nariz y las mejillas encendidas, como los borrachos, pero, según yo, estaba sobrio, solo que tenía esa tez rojiza que los escritores llaman «rubicunda».

El rubicundo o ebrio es el pecador que está al límite de sus días; el correoso, por supuesto, es la muerte, y la niña, la vida. La unión de los vagones es la transición de un estado a otro.

Un momento después apareció en mi encuadre, como movimiento de travelling, un señor flaco, huesudo, de esos que en el barrio les dicen correosos. Con una mano iba empujando una carriola desarmada y con la otra mano, detrás de él, jalaba a una niña de unos tres años. Avanzaban con muchas dificultades del primer vagón hacia el segundo, cuando el camión se giró para tomar una curva. El flaco malabareó con la carriola, sin soltar a la niña; el señor rubicundo vio que la niña estaba perdiendo el equilibrio y la sujetó del antebrazo para mantenerla en pie, y luego la empujó para que le siguiera el paso a su papá, pero como él mismo tenía el otro brazo ocupado en sostenerse, quizá agarró a la niña con poca delicadeza y esta empezó a llorar.

El camión tomó una calle recta y se estabilizó. El papá correoso, ya dueño de la situación, cargó a la niña y le dijo algunas palabras de consuelo. Luego miró al rubicundo con aspereza. Como no tenía cabello, ni cejas, y tenía el pellejo untado al hueso, se veía como una calavera o como El grito de Edvard Munch, pero no en pose de angustia, sino de sentencia de muerte. Y por si le faltara elocuencia a su mirada, le dijo algunas palabras que hasta mí me espantaron. El rubicundo alzó las cejas, sorprendido, y volteó con la señora, con la esperanza de que testificara a su favor, pero la señora no dijo, ni gesticuló nada (que en cualquier parte del mundo significa: «me vale madre»), así que el rubicundo hizo una especie de puchero, bajo la cabeza y siguió el resto del camino con cara de perro pateado. En ese momento llegamos a mi parada. Si hubiera visto como que la película iba a seguir me habría quedado a verla, el tiempo que fuera necesario, aunque llegáramos a Polonia, pero juzgué que la escena terminaba ahí y puede bajarme sin culpa.

No sé si interpreté bien la escena, pues vi lo que he descrito, pero ignoro lo que dijo el señor correoso y supongo que ese detalle era esencial para confirmar mis observaciones. Cabe, también, una interpretación simbólica. Quizá los dos vagones representan la vida y la muerte. El rubicundo o ebrio es el pecador que está al límite de sus días; el correoso, por supuesto, es la muerte, y la niña, la vida. La unión de los vagones es la transición de un estado a otro. El rubicundo no trataba de salvar a la niña, sino de salvarse, usándola como escudo o como rehén. Las palabras que no entendí quizá fueron una de esas frases que se escriben en mármol, sobre el destino, la muerte, la hora precisa. La señora indiferente representa el individuo egocéntrico, a quien no le inquieta ni la verdad, ni la justicia, a menos que se trate de él, etc.

Retomando el punto inicial, como decía, con más o menos drama, casi todos los días veo estos castings tipo Iñarritu. Interpreto las escenas lo mejor que puedo, pero, como no hay quien las confirme o corrija, no tengo manera de saber si estoy agudizando mi capacidad de observación o si, por el contrario, cada vez se descompone más. Dicho de otra manera, no sé si, a fuerza de ver tantas escenas sin doblaje, ni subtítulos que corroboren la información visual, mi mirada será cada vez más objetiva o más delirante.


Manuel Fons es escritor y bloguero mexicano. Entre sus obras se cuentan: Breviario del vicio [minificciones, edición bilingüe], GedankenexperimentEl insulto como una de las bellas artes [aforismos y anécdotas]. Todos estos títulos pueden comprase en su versión impresa o digital