Por Mario Halevi

Es el segundo cuento que publicamos de este escritor radicado en Ciudad de Panamá. Son de esas narraciones breves que algunos llaman crípticas, instantaneas que capturan un momento reflexivo e introspectivo pero cuyo siginificado ulterior nos tocas a nosotros -sus lectores- desentrañar. ¿Tendrá Covid algo que ver con esto?


e il naufragar m’è dolce in questo mare.

              G. Leopardi

Asómate un instante al precipicio.” La voz reverbera en el pasillo tras mis pasos. Nunca logro distinguir si es masculina o femenina. El caso es que las voces han vuelto desde hace algunos días y no paran de repetir la misma frase: “Asómate un instante al precipicio.

Vuelvo a mi cuarto sin decir nada, como dándole la espalda al ángel de mi destrucción. Y al cerrar la puerta me hundo en una penumbra llena de olores rancios; distingo el sudor acre en la almohada y en las sábanas percudidas, y la humedad que brota del suelo y las paredes con olor a moho y oscuridad.  Unos dedos de luz atraviesan la persiana resquebrajada y las quemaduras de cigarrillo en la cortina; haces de luz que me descubren universos de polvo en suspensión. Universos que recorro imaginando encontrar el planeta de la gente como yo, el pato feo que nunca encuentra el lago de los cisnes.

Esta no es mi habitación. Es la de mi hermano, que lo da todo por la patria y pasa temporadas en un cuarto prestado de la casa cuartel.  Pero siempre vuelve y por eso todo huele a la versión sucia de él, a su abandono, a su eterno cabreo por tener un hermano así.  

Así. Sin definición concreta de ser esto o ser aquello. Puede que ser así sea la descripción genérica más adecuada al cúmulo de anomalías que constituyen mi existencia.  A ser drogadicto, poeta, insociable, loco o perturbado. A ser un anormal que percibe las cosas insignificantes con magnitud desmesurada.  Así.  Este cuarto es su venganza. La estancia olvidada que nadie limpia. Una cama plegable al lado de la ventana, junto a su cama de Ikea de dos metros. El mío, mi cuarto, se convirtió en costurero el día en que me condenaron a tres años y un día de prisión que conmutaron por el sanatorio mental del que me acaban de dar el alta.

Retorno de mi breve viaje a mis universos de polvo y decido salir de la habitación al escuchar la llave girando en la puerta del apartamento, el ruido del llavero sobre la repisa de mármol; la respiración agitada de mi madre y la gata negra que maúlla y ahora estará enredándose entre sus tobillos gruesos llenos de varices.  Vuelve del ambulatorio y de hacer la compra. El ruido de las bolsas de plástico es ensordecedor, desagradable. Me doy la vuelta para volverme al cuarto, pero ella dice espera, toma.  Saca, junto a unas lechugas empaquetadas, un papel con la nueva cita con el psiquiatra.  Dentro de tres meses, no se puede antes, dice.

Por unos segundos la abertura del carro de la compra exhala olor a pan recién hecho, y me siento vivo. Solo las manos de mi madre, largas y delgadas, me recuerdan que la muerte existe y nos acompaña, cubriéndonos con su velo invisible. Tengo un deseo ahogado en el pecho, un deseo de decirle que la quiero y que me perdone por ser “así”.  Un deseo animal e instintivo, como si se me fuera la vida. Pero sería inútil, y me trago la emoción igual que una pócima amarga.

Dentro de tres meses, repite, alargándome el papel de la cita con su mano de muerta y su mirada impenetrable, gris, como dos botones de ónix. 

La vida de un mosquito dura tres meses como máximo, lo leí siendo niño.  Ayer mi madre le dijo a la vecina que el chupóptero había vuelto, las escuché conversando en el rellano de la escalera.  Comprendo de pronto la asociación de pensamientos, la conexión neuronal de dos hechos que hoy se me revelan igual que una profecía escrita en la pared.    

Cuando logro levantar la persiana rota, el sol del mediodía entra tibio y me ciega unos segundos, hasta que todo se va haciendo más claro.  Los contornos precisos y afilados de los edificios y las calles me llegan limpios y luminosos, como en una visión.  Más allá, en un parquecillo, unos niños juegan con una pelota; alrededor la gente camina de prisa, esquivando seres y objetos con una matemática incomprensible.  Los coches, en cambio, transcurren silenciosos y lentos.   

Desde este décimo piso, desde esta ventana al precipicio, solo escucho mi respiración, porque el ruido del mundo me llega amortiguado, despojado de virtudes y malicias. Y si cierro los ojos escucho el mar.


Mario Halevi es escritor y poeta, residente actual y temporalmente en Panamá; luego de haber vivido en Kenia, Tenerife, Zaragoza, Sevilla y Londres.