Por Mario Halevi.

Es su tercera colaboración con esta publicación y es un relato espléndidamente narrado, con una final que como en todo buen cuento es inusual y está concebido con inteligencia y precisión


A veces la cordura tiene el peso específico de la estupidez, a falta de un gramo de lo que llaman sentido común. Si hago un examen doloroso de conciencia de ese día, diré que en realidad quise irme con el mismo deseo que tenía de quedarme. A partes iguales. 

Y me quedé.

La fiesta se animó al mediodía y se desmadró tras la puesta de sol. Era de esperar.  Perdí la cuenta de los tragos y cigarrillos de la risa o de las pastillas sublinguales introducidas con pericia por una belga escuálida que no paraba de bailar y beber agua. Tampoco supe ni intenté averiguar quién era el dueño de aquella villa de arquitectura excesiva, me invitaron unos amigos comunes.  Y claro está, perdí también la cuenta de mis palabras, que salían ya sin freno ni sentido porque, a veces, apetece perder el control, sobre todo quienes siempre estamos en guardia, sabedores de riesgos, haciendo cálculos y descubriendo enigmas. Sobre todo, cuando el corazón lleva una herida fea igual que esos perros callejeros que acaban con una oreja desgarrada y la cabeza gacha. 

Esa noche sentía mi corazón así, como una oreja desgarrada. Semanas atrás me había retado otro perro joven y vigoroso, el cachorro de un político millonario. Terminé expulsado de la manada, humillado y sin ella.

Ambos estaban allí. Altaneros los dos, paseándose con el aplomo de una pareja Alfa. Besándose y acariciándose sin pudor; perreando música chabacana y restregándose con calculada sevicia ante el resto de invitados. Alguien sabio me tocó el hombro y susurró vete a tu casa, otro preguntó si quería un taxi o un Uber. Me hice el ofendido, eso lo recuerdo.  

Y me fui.   

La rabia me hizo sentir sobrio, y ese trayecto lo he completado infinidad de veces en peores condiciones. Aunque la memoria en estos casos es fragmentaria. Los recuerdos son trozos de un espejo roto, con rostros y escenas incompletas. Lapsos inexplicables, distancias y paisajes que no se graban. Recuerdo arrancar el coche, decirme que despacio, que no había prisa. Que no estaba lejos.  

De Coronado a Santa Clara hay poco más de media hora por la carretera Panamericana. Me di cuarenta y cinco minutos.  Por la derecha y despacio, me dije para convencerme.

No encontré tráfico.  Y me vine arriba encarando imaginariamente el pavoneo dirigido a mi corazón de oreja destrozada.  Recuerdo un relámpago de fugitiva lucidez y la aguja del velocímetro subiendo al ritmo de mis latidos. 110, 120, 130, 140 kilómetros por hora.   

No vi la curva a tiempo, tuve que dar un golpe de volante cerrado; el coche patinó y se activó la alarma de estabilidad, igual que la de un avión a punto de colisionar. Sin poder reaccionar, como una aparición, surgió ante mi visión aquella gente a la orilla de la carretera esperando un autobús. Tres, cuatro, cinco personas. No sé. Por más que intento reconstruir la escena en mi mente no logro contarlos.  Solo los veo elevarse en el aire, leves, carentes de peso y en cámara lenta. Ráfagas mentales de prendas amarillas, negras, azules.  Golpes secos, un chirrido de frenos.  Y la súbita descarga de adrenalina que me atizó el instinto de huir. Aceleré sin mirar atrás, llevado de un miedo irracional e instintivo. 

«La fiesta se animó al mediodía y se desmadró tras la puesta de sol. Era de esperar.  Perdí la cuenta de los tragos y cigarrillos de la risa o de las pastillas sublinguales introducidas con pericia por una belga escuálida que no paraba de bailar y beber agua.»

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Llegué a casa, apagué todas las luces y me arrojé vestido sobre la cama en posición fetal.  Imposible conciliar el sueño.  En ese desvelo uno se vuelve niño creyendo que lo imposible puede pasar a fuerza de desearlo, incluso rehacer el pasado. Y lo estuve recreando en películas mentales, modificando detalles una y otra vez hasta lograr un guion perfecto. Así pasé las horas, negando el hecho de que pude haber herido o matado a varias personas y que, en lugar de auxiliarlas, cometí la villanía de salir huyendo.  

A media mañana reuní el valor de comprobar los golpes del coche.  Era peor de lo que recordaba. El parabrisas estaba agrietado, y tenía un hundimiento ovalado que hice coincidir inconscientemente con la marca de un cráneo. Un faro roto, profundos rayones en el capó y a lo largo de las puertas de la derecha.   Aunque no aprecié rastros de sangre, sí había restos pegados. Trozos de ropa y pelo, no estoy seguro.  Sentí náusea, como si el corazón me saliera palpitando por la boca.   

Cubrí el carro con la lona que le coloco cuando salgo de viaje y me volví a meter en la cama. No me atreví a llamar a nadie, contarlo estaba fuera de lugar.  Intentaba sin éxito darle sentido a mi pesadilla. ¿Quién carajo espera un autobús a las 3 de la mañana de un 30 de diciembre?  

Dormité por unas horas y luego empecé a buscar de forma compulsiva noticias en el teléfono móvil. Accidentes, muertos.  Nada, no encontré nada. ¿Cómo era posible?  Lo mínimo era una reseña. Pensé o intenté convencerme de que no hubo muertos, solo heridos.  Huesos rotos tal vez, cuerpos amoratados.   Eso no sería grave.  No es un delito serio, como para temer la cárcel o dedicarle unos párrafos en los diarios. Ignoré las llamadas que recibí el 31, no salí ni comí. Los cohetes y fuegos de artificio del fin de año aumentaron mi ansiedad, eran el remedo bárbaro de los golpes del accidente.

Al segundo día tampoco encontré noticias. Se me ocurrió que era un grupo de maleantes. Tal vez creyeron que fue un ataque intencionado, y simplemente se deshicieron de los muertos y enviaron a los heridos a recuperarse a sus casas. Si eso era plausible también puede que alguien haya anotado la placa.  Puede que ya estuvieran buscándome. Esa tarde escuché ruidos en la casa, ruidos raros.  Primero un golpe que resultó una paloma que impactó con violencia en la cristalera del salón. Luego las tuberías vibraban y emitían ruidos roncos, o las maderas crujían igual que pasos por la escalera. Me estaba durmiendo cuando la barra del armario cedió al peso de mi ropa y casi desfallezco por el sobresalto, convencido que alguien oculto saldría a atacarme. Cuando descubrí la causa del estruendo tuve el impulso de llamarla.  Repetí mentalmente mis palabras durante el acto de marcar el número, pero fui incapaz de decir algo coherente. Solo pude balbucear Feliz año.  Feliz año, me respondió.  No sentí su sonrisa.   

Al tercer día decidí que tenía que salir. Pude comprender a cabalidad la máxima policial, tenía que volver al lugar del crimen. Decidí usar el coche de Teófilo, que me dejó sus llaves antes de irse de vacaciones.  Conduje despacio de vuelta a Coronado, intentando ubicar el lugar del accidente. Solo había una curva igual a la que tenía en la memoria, a medio camino.   

No me equivoqué. Al lado contrario de la carretera aún eran evidentes los restos del accidente.  Debieron ser seis o siete de esos muñecos imitando a políticos o personajes conocidos, de tamaño real, que en Panamá es costumbre quemar en efigie la noche de año nuevo. Los colocaron en una explanada estrecha a orillas de la carretera, y los dos que se habían librado del atropello estaban ahora ennegrecidos, aunque permanecían erguidos. El resto del conjunto yacía esparcido a lo largo del arcén y la explanada. Telas negras, amarillas, azules, cabezas, brazos y piernas por aquí y allá. Y las huellas de un largo frenazo. Mi frenazo.

¡Putos borrachos! grité en voz alta al tiempo que solté una carcajada liberadora.   

Tuve el impulso de acelerar, pero me contuve.  También me volvieron a entrar las ganas de llamarla. Pero me dije que no, que nunca más. Que hasta un muñeco destrozado conserva cierta dignidad, una especie de estoicismo que es toda una lección de vida.


Mario Halevi es escritor y poeta, residente actual y temporalmente en Panamá; luego de haber vivido en Kenia, Tenerife, Zaragoza, Sevilla y Londres.