Por Claudia Jaramillo


Narcos (2015), serie original de Netflix, es otra de tantas producciones que han venido apareciendo en torno a la figura de Pablo Escobar y el cartel de Medellín. A él se le han dedicado series, telenovelas, libros y películas desde que murió, y últimamente Hollywood ha puesto los ojos en su figura. Hasta Tom Cruise vino a Medellín a grabar Mena, una película sobre la vida de Barry Seal, un expiloto que se convirtió en un traficante de drogas en la década de 1980 y que fue reclutado por la DEA para proporcionar inteligencia.

Me senté a ver la serie sabiéndome la historia. Nací y crecí en Medellín, sé cómo acaba. Padecí los horrores del Patrón que todo lo volvió mierda. Coloquialmente, Pablo nos tenía “cogidos de los huevos” o citando a la serie: «Él tenía secuestrado a todo el país». Nos tuvo a todos bajo su yugo de terror. Volaron carros, edificios, personas y, a punta de bala, convirtió esto en su finca. Aunque la serie no va de eso, no termina de transmitir el asedio que vivimos.

Empecé mal. Mejor dicho, la serie y yo empezamos mal. En los primeros capítulos no paraba de decir que cómo así, qué eso no era cierto, pero que cómo se les ocurría decir esas cosas. Hasta que comprendí que es una serie con un guion escrito para el entretenimiento, que no es un estricto biopic ni un calco de la verdad. Entonces volví desde el principio.

Al inicio de cada capítulo hay una declaración de intenciones que dice: “This television series is inspired by true events. Some of the characters, names, businesses, incidents and events have been fictionalized for dramatization purposes. Any similarity to the name, character or history of any person is entirely coincidental and unintentional.” En ese sentido no engaña a nadie, es una serie de televisión inspirada en hechos reales, se trata de una historia de ficción y no de la realidad, hay semejanzas en nombres, personajes o historias que no son coincidencia como afirma el texto.

Hasta ahí todos contentos, o casi, porque apenas comienza la entradilla y suena la canción inicial, aparece otro letrero que dice: “There’s a reason magical realism was born in Colombia”, y volví a ponerme colorada y a decir que cómo así, pero cómo se les ocurre decir eso. Ya estoy por pensar que todo en la serie es de cartón. Ni el realismo mágico nació en Colombia ni Pablo es un personaje sacado de la imaginación de alguien.

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Steve Murphy interpretado por Boyd Holbrook

 

El bueno de Narcos es un agente de la DEA, Steve Murphy interpretado por Boyd Holbrook, que hace las veces de narrador. Es quien va guiando al espectador por la historia. Es un ciudadano ejemplar, con una mujer encantadora, habla un pésimo español limitado a unas pocas palabras que hay que adivinar. Para el hispanohablante, el Pablo de la serie, interpretado por el brasileño Wagner Moura, pierde chorros de emoción porque el español no es su lengua materna, habla a tropezones, no suena bien, como si se enredara con las palabras. Hay que reconocerle que mejora mucho entre el primer y el último capítulo, mas no es suficiente, el muro del idioma se interpone en la acción y no deja fluir el argumento; toda la carga dramática se le va por la boca. Puede sonar bien, pero no natural.

El cartel de Medellín fue una maquinaria sangrienta que volvió todo mierda. Escobar fue un visionario: creó una red de microempresarios que se hicieron ricos de la nada, el billete corría por todas partes y sobraba para todos. Todo se podía comprar. Narcos es más que uno, no es solo Pablo, son más, es la historia breve hecha para la televisión de unos acontecimientos que sumieron a Colombia en un caos de sangre y bombas difícil de olvidar para nosotros, los testigos directos. La historia se resume a que los gringos son muy buenos y los otros muy malos, corruptos, pobres y vendidos. Según la serie, toda la ciudad estaba rendida al culto casi religioso del “patrón”, y eso no es nada parecido a la realidad, pero para qué estropear la ficción.

Narcos no es ni telenovela latinoamericana, ni serie estadounidense en la que gana la justicia por sobre todas las cosas. Tampoco busca un punto intermedio, sino que quiere crear su propio lenguaje. Pero lo tiene complicado, porque Pablo está inmerso en la memoria colectiva y en el patrimonio cultural y, por eso mismo, Narcos está condicionada a no salirse mucho de los sucesos reales para favorecer a la ficción televisiva. Los datos históricos relevantes van pasando para darle juego a la trama, pero no se centra en ellos, más bien, son el fondo por el que transcurre el argumento.

Ni Pablo sobresale ni el gringo protagonista se exhibe como lo hacen los héroes de las series norteamericanas. Steve Murphy no es el héroe típico e impoluto que quiere salvar el mundo, desobedece alguna que otra ley, apenas si comete alguna fechoría (como la de sacar su arma reglamentaria en un encuentro callejero por un asunto de tráfico) y algún otro pecado mínimo. Y Pablo no es tan antihéroe desalmado que no muestra ni un ápice de compasión, el Pablo de la serie se queda conmovido por la muerte a bala de un perro, chorrea la baba por sus hijos, lo da todo por su familia, incluso esconde un cigarrillo de mariguana cuando entra su madre sin llamar. Los guionistas de la serie, se esfuerzan en intentar darle a los personajes un poco de lado humano al más desalmado, y su gotita de maldad incluso en el más ingenuo. A esto, se le añaden un montón de escenas de cama, más intensas en los primeros capítulos que en los finales, mucha corrupción política y social, pobreza extrema, una ciudad al servicio del patrón, los demonios comunistas gringos, imaginería religiosa, un gato y algún toque de humor negro.

Me es imposible aceptar el pacto de ficción en esas condiciones, y me convierto en mera espectadora sin poder meterme en la historia. En el fondo, Narcos se trata de la clásica historia de buenos y malos, de una ficción Made in USA que busca llegar a un tipo de público que no soy yo. Hace uso de unos recursos narrativos dispares para mostrar en diez capítulos lo que pasó en 20 años. A mi modo de ver, no es suficiente.