Por Pilar Alberdi

A partir de mayo del 68 los situasionistas franceses nos advirtieron que vivimos en una sociedad del espectáculo. Pero, cómo nos lo recuerda nuestra nueva colaboradora, la clase media es la clase espectadora por excelencia pues es adicta al rito inherente a toda representación. Y ¿qué mejor sitio para contemplar esos ritos que una silla en un café parisino o malagueño?


Para saber cómo se comporta un real espectador hay que acudir a esos cafés donde la gente se sienta de cara a la calle y de perfil a la acera. El paso de los otros nos recuerda que existimos; mientras ellos se mueven, nosotros descansamos.

Sin duda, Francia fue pionera en este tipo de cafés, y también en ese arte de ser el ciudadano espectador, la incipiente burguesía en busca del progreso, la clase media espectadora. Una vez se prueba, rara vez se abandona. El pobre también aspira a ocupar su silla. Mirar y ser mirado. Una comunidad irrelevante la de los que caminan y la de los que están quietos; la de los que observan y los que ignoran. Un «Nadie es menos que nadie» blinda el espectáculo. ¡Ay, vanidad de vanidades!

Sentí esa sensación en los cafés de Biarritz, y luego en los de París. Mientras caminaba miraba a los sentados. Uno sabe que Simone de Beauvoir y Sartre, Colette, Margaritte Duras, Brigitte Bardott, Catherine Deneuve, o Cortázar, Gabriel García Márquez, Huidobro, y tantísimos más mantuvieron vigente esa práctica. Estar allí, sin ser vistos del todo, y viendo; incluso escribiendo.

Si uno ya está instalado en la parte confortable de la vida, en ese momento en que la vida de uno se ha estabilizado económicamente, puede permanecer más tiempo sentado mirando pasar la vida. La vida que son los otros, de los que todo se ignora, a los que enmarcamos como un paisaje en un cuadro.

Gran espectadora, como siempre ha sido, la clase media es adicta al rito. De ella hablan todos, es ella a la que quieren conquistar los políticos. Una clase escurridiza que mira a su conveniencia, que flota en el ajetreo de los avatares sociales, que se pierde de sí misma en tanto se renueva, porque no siempre es fácil ascender a esta clase o a otra más alta, pero sí  bajar de ellas.

Y se me ha dado en pensar en todo esto porque yo misma, a veces tomo asiento en alguna de las cafeterías de la costa malagueña y me quedo mirando hacia el paseo por el que pasa gente caminando, en bicicleta, corriendo; ágiles bañistas solitarios o parejas camino de la arena, familias numerosas acarreando sombrillas, sillas, bolsos y heladeras, sombreros, coloridos flotadores con formas de cisnes, unicornios, tiburones y hasta cocodrilos para pasar una larguísima jornada playera con probable insolación incluida, espacio refulgente de luz, donde las clases sociales se arrejuntan y se muestran enamoradas de los mismos objetos: el pequeño espacio de sombra que ofrece una palmera, el paso de las olas, las gaviotas, el velero blanco que acaba de romper la línea del horizonte.

Creo que me he metido en este embrollo de pensamientos porque he releído unos apuntes que tenía guardados de la lectura de Los Miserables y de Nuestra Señora de Notre Dame, ambas obras de Victor Hugo, verdadera derrama humana de los más altos y los más bajos procederes, joyas terroríficas del quehacer humano, impronta literaria sin par, y recuerdo que en la primera de estas obras se hablaba de ese cálculo tan grosero como gravoso de las cuentas nacionales correspondientes a saludos por «salvas, cortesías reales y militares», de formalidades llevadas a cabo en ciudades, fortalezas y puertos, en las que el mundo se gastaba «novecientos mil francos al día, trescientos millones al año» calculados a 6 francos el tiro, y que se convertían en vano humo, en pólvora consumida,  en jolgorio de sonidos, en festejo portuario, palaciego y callejero para el que tampoco faltarían espectadores, patriotas incluso, que nunca conocieron una guerra pero que accedían a oír su imitación en el sonido sórdido y perseverante de los cañones golpeando el aire.

Y al mirar entre los apuntes de la lectura de Nuestra Señora de Notre Dame, una historia por supuesto más concentrada todavía que la anterior, en la que los personajes resultan extremadamente cercanos como si estuvieran siempre en un primer plano; por ejemplo, la gitanilla perseguida, la anciana que por voluntad propia se ha recluido en un «olvidadero» por haber perdido en el pasado a su pequeña hija, acto del  que en su día acusó a gitanos; triste humilladero desde el que pide la muerte para esa gitana joven a la que todos persiguen y a la que solo intenta salvar el jorobado. Para cuando la mujer comprende, por circunstancias que no es necesario detallar aquí, que esa joven es su niña perdida, ya será tarde para salvarla.

Y ¿quiénes están alrededor de esta historia en movimiento? Claro, no podían faltar, los espectadores, los que no pueden escasear en parte alguna, porque mientras la desgracia no les toque a ellos, son felices. Y si bien alguna vez se asoma la piedad a sus rostros, más los recorre la perfidia.

Victor Hugo, con su habitual talento, los describe así: «A las puertas, a las ventanas, a las buhardillas, por los tejados, hormigueaban millares de buenas caras de la clase media, tranquilas y honestas, mirando al Palacio, mirando la barahúnda y no pidiendo más, porque muchas gentes en París se conforman con el espectáculo de los espectadores, y ya es para nosotros cosa muy curiosa una muralla (en ese caso de gentes y guardias) tras la cual pase algo». Porque el espectador lo que anhela sin decirlo es que pase algo, lo que sea, pero a ser posible sin que le afecte.

Además, veámoslo de este modo, nadie juzga a los espectadores. Tampoco juzga nadie a los pueblos que han perpetuado en el tiempo, dictaduras. Nadie les exige cuentas de lo que sus ojos vieron; de lo que su corazón sintió; de los pensamientos bochornosos que elaboraron con sus pequeñas mentes, de las puertas o ventanas tras las que se escondieron para ver mejor la escena.

Nadie está exento, por supuesto, ninguna clase, todas aspiran a ser parte del gran espectáculo.


Pílar Alberdi es -si hemos acertado en el orden- filósofa, psicóloga y escritora. Nacida en Mar de Plata, Argentina, pero radicada en España desde hace años. Es autora de novelas, obras teatrales, poesía y ensayos filosóficos. Algunos de sus textos pueden ser leídos en su página electrónica.

Foto: La-fille-dans-la-fenêtre-Eduard-Boubat-Paris-Cafe Claudioc, 1935