Por Juan David Correa y Álvaro Castillo Granada

Quizá fue un último acto de modestia suya -morirse tres días antes que la Reina Isabel II- para así tratar de que se le restara importancia. El caso es que Latinoamerica, y Colombia en particular, no solo ha perdido a un baron de las letras sino a uno de sus protagonistas más entusiastas. El Director Literario del Grupo Planeta y el librero personal de Cobo Borda nos han permitido compartir sus elegías


En estos libros hay algunas de las señas particulares de un gran lector, ensayista, poeta y editor. Un marcador de libros de la Bucholz, librería en la que Juan Gustavo Cobo Borda (1948-2022) no solo sació su pantagruélico apetito lector sino en la que cocinó varios números de la revista Eco; un volumen llamado Obra en marcha, en el que reunió a buena parte de la generación que comenzaba a escribir en los setenta y el primer tomo dedicado a Ernesto Volkening, ensayista que se tomó en serio el oficio de hablar y escribir sobre libros en Colombia.

Cobo había comenzado a partir hace unos años debido a una enfermedad que poco a poco lo consumía. Seguía rodeado de las dos mujeres de su vida y de los más de cinco o diez mil volúmenes para los cuales había alquilado un apartamento en el mismo edificio donde moraba. Se había convertido en alguien reservado, cosa que nunca fue durante los años en que ejerció como editor de la estupenda Biblioteca de Cultura Colombiana, en Colcultura; como agregado cultural en Buenos Aires o Madrid, pero ante todo como escritor generoso a partir de la lectura que hacía de sus contemporáneos (muchos de ellos convencidos de que leerse entre sí era perder el tiempo).

Es posible que su cercanía al poder disminuyera en algo su prestigio, pero eso poco importa al lado de sus virtudes que eran la hospitalidad y la amplitud. Cobo leía y escribía lo mismo si se trataba de un escritor consagrado que de un aprendiz; de un sello editorial histórico que de uno independiente recién nacido. Tenía un humor algo mordaz. Seguro era arrogante para algunos pero cuando se atravesaba esa capa que suelen ponerse los hombres de letras se encontraba uno con un señor con unas alas y un corazón enorme.

No pretenden mis recuerdos hacer retratos generales de quienes se van sino que son apenas instantes fugaces en los que pude, por gracia de la vida, conocer a hombres como Juan Gustavo. Fuimos varios años jurados de un concurso de relatos llamado El Brasil de los sueños. Él elegía una frase de Guimaraes o de Lispector y con ella debían componer sus cuentos los escritores que pretendían ganar para llegar a la playa de Ipanema. Al verlo radiante, fallando aquel premio en almuerzos felices convidados por la siempre querida Margarita Durán, no he dejado de sentir saudade todo el día.

Es triste que se haya ido y es triste cómo los días y meses y años de esta última década lo diezmaron. Sus reseñas, a pesar de todo, seguían apareciendo. Y sus poemas y sus textos literarios —muchos  estupendos— y su tarea editorial nos seguirán acompañando. Cada vez que vea ese búho y esa colección bellamente diseñada por Marta Granados, sonreiré pues no dejaré de pensar en Federico García Lorca: Cobo era un duende que tenían los autores y los libros.

Que descanse en paz.

Juan David Correa

§

No recuerdo cuándo fue la primera vez que hablé con Juan Gustavo Cobo Borda. Debió ser a finales de los ochenta, cuando me inicié en mi oficio de librero en Enviado Especial Libros. De vez en cuando pasaba por allá como una tromba y un huracán. Poco a poco fui venciendo mi timidez y empecé a hablar con él.

Esa conversación nunca terminó afortunadamente. Hablar con él era deslumbrarse. Parecía saberlo y haberlo leído todo. Con una naturalidad aplastante. Como si fuera la cosa más normal. Como si haber sido protagonista y testigo de la literatura colombiana y latinoamericana durante más de medio siglo, fuera lo mismo que sentarse a conversar y tomar onces.

El paso de los años nos permitió acercarnos y empezar a conversar como iguales. Esa sensación nunca dejó de asombrarme. Hablar de literatura no era una competencia verbal, sino una aventura vital. Y los conocimientos, las experiencias, las lecturas, los descubrimientos eran para ser compartidos como una sorpresa.

Tuve el privilegio inmenso de servirle como librero a lo largo de más de treinta años. Varias hazañas librescas borgianas pude realizarle. Descubrirle libros o revistas desconocidas para él que parecía que lo tenía y lo sabía todo. Recibía mis llamadas al respecto con una inmensa e indisimulada alegría y bajaba/llegaba a la librería sin perder el tiempo. Coleccionista que se respete sabe que puede haber otro, como él, rondando y esperando.

Siempre fue muy generoso conmigo. Recuerdo ahora que alguna vez le pregunté por un libro de Julio Cortázar que jamás había visto: Pameos y meopas. Me dijo que lo tenía. Le pregunté si algún día me lo dejaría ver.

Al día siguiente llegó a la librería con el libro.

  -Te lo presto.

Lo recibí, aturdido, y fotocopié inmediatamente para devolvérselo al día siguiente.

Fue una de las primeras personas a las que le contamos el proyecto en el que nos embarcamos, junto a Guillermo Martínez González, hace más de veinte años: hacer una antología de poesía rusa del siglo de oro.

Nos invitó a su casa, a tomar onces, y nos mostró y prestó varias antologías. Las sacaba de su inmensa biblioteca como si fuera lo más normal tenerlas y prestarlas. Como si supiera que la mano que nos tendía no iba a ser defraudada. Las consultamos con Guillermo y se las devolvimos al poco tiempo.

También hubo algunas veces en que me buscaba para que le contara cuentos sobre Pablo Neruda y las polémicas culturales de la revolución cubana. Se sentaba y escuchaba mis parrafadas con atención y sigilo. Preguntando con la curiosidad de un niño chiquito. Compartimos, también, el amor por ciertos poetas. Entre ellos Yannis Ritsos. Cuando fue embajador en Grecia me mandó un ejemplar de su poesía en griego por correo.

Fue a él, junto a David Jiménez, la primera persona a la que le escuché con admiración hablar de Primero estaba el mar, la novela de Tomás González. En la época en que sólo existía la edición de Los papeles del Goce, que hizo Gustavo Bustamante.

También, como corresponde, fui víctima de su humor negro. Muchas veces, cuando nos encontrábamos en un lugar público, apenas me veía acercar, decía a todo pulmón:

  -¡Hola, Álvaro, el librero estalinista!

  Hasta que le aclaré:

  -Juan Gustavo: estalinista no, jamás. Guevarista siempre.

Y me transformé en “el librero guevarista”.

Nunca terminé de conocerlo. No dejaba, con el paso de los años, de revelárseme una nueva faceta, otra arista, de su vida que es su obra. Y viceversa. Y de asombrarme tampoco.

Esta mañana, antes de llegar a la librería, me detuve en una mesa de remates de libros. Sólo miré uno. Era tuyo, Juan Gustavo: Retratos de poetas. Al poco rato de llegar a la librería, Federico Díaz Granados me dio la noticia. La muerte nunca dejará de asombrarnos. Y la tuya tampoco.

Este es mi retrato tuyo. Amante de los libros. Conversador. Divulgador. Chismoso. Descubridor. Eso nunca dejaste de serlo. Por todo, gracias, Juan Gustavo.

Y aunque nunca militaste del mismo lado que yo, me despido como se despiden los compañeros: Hasta siempre.

Álvaro Castillo Granada. Chapinero, Bogotá, 5 de septiembre de 2022


Esta nota aparece gracias a la generosidad de Juan David Correa, Director Literario del Grupo Planeta en Colombia y de Álvaro Castillo Granada, librero de San Librario Libros de Bogotá.

Escucha el podcast de Artfefacto en conversación con Juan Gustavo Cobo Borda.