Por Sebastián Montes.

Arthur Schopenhauer aseguraba que todo buen libro debería esperar cincuenta años para demostrar su relevancia y valor artístico. Lo que el filósofo alemán no dijo es que las obras clásicas de arte incrementan su importancia y valor con el paso del tiempo. Celebramos las primeras cinco décadas del magistral The Dark Side of the Moon con una evaluación bastante detallada de lo que ha pasado con sus creadores desde ese momento, ápice de la música rock.


El pasado mes de marzo se cumplieron cincuenta años del lanzamiento de The Dark Side of the Moon, octavo álbum de la banda de rock británica Pink Floyd. Este, quizás, fue uno de los acontecimientos musicales más relevantes del siglo XX. La portada del mítico álbum –un prisma que refracta un rayo de luz y lo trasmuta en seis colores sobre un fondo negro– sin duda se ha convertido­ en un referente no solo para los amantes del rock, sino también para la cultura occidental reciente. Todos aquellos que de una u otra manera nos hemos relacionado con el rock y el arte popular británico, tenemos cincelada esa imagen en la conciencia. Pero no solo guardamos la portada del álbum en la cabeza, sino, sobre todo, la apoteosis sinfónica de sus cuarenta y dos minutos y cincuenta segundos de duración. ¿Quién puede olvidar, acaso, las arrolladoras progresiones sintéticas de On the Run (un avance técnico insospechado para su época), la corrosiva verdad filosófica de Time o Money, la tesitura de las voces amalgamándose en perfecta armonía en los coros de Us and Them, la ascensión a The Great Gig in the Sky, la abundancia cromática de Any Colour You Like? Escuchar The Dark Side of the Moon por primera vez es como perder la inocencia, y hay quienes daríamos lo que fuera por volver a perderla.   

Recientemente se conoció que Roger Waters, uno de los fundadores de la banda y su más prolífico escritor de letras (¿tal vez su líder?), se encuentra grabando una nueva versión del álbum como solista. Por supuesto, no faltaron las reacciones. Para algunos se trata de un sacrilegio, mientras otros esperan con avidez el lanzamiento. En lo personal, no me falta curiosidad. Pero la historia no es tan simple. En realidad hay una compleja trama de contiendas artísticas e incluso legales que llevaron a Pink Floyd a su final como banda, tal y como se le conocía hasta principios de los años ochenta. Tras la retirada de Syd Barrett al final de la década de los sesenta, quien hasta entonces había escrito la mayoría de las letras de Pink Floyd (entre las que se cuentan pequeñas joyas de extraña belleza como Arnold Layne y See Emily Play) y quien encarnaba a la perfección el arquetipo del genio atormentado, Waters asumió el rol de compositor principal. Poco antes de la retirada de Barrett, el vocalista y guitarrista David Gilmour se había sumado a la agrupación en vista del inminente colapso del genio, quien sucumbía a los alucinógenos y la esquizofrenia. El resultado fue espeluznante. Vinieron piezas maestras como Atom Heart Mother, Meddle, The Dark Side of the Moon, Wish You Were Here, Animals, y arribaron a la cumbre –como si no hubiese parecido imposible ascender aún más– con el lanzamiento de la ópera rock The Wall, en 1979. El mundo se había rendido a los pies de Pink Floyd, pero ese era el principio del fin de la gloria. Si bien lanzaron cuatro álbumes más, la agrupación había comenzado a desmembrarse y no lograron el impacto que antes había sacudido los cimientos del mundo.  

Pero ¿a qué se deben las disputas que causaron la desmembración? Mucho se ha dicho al respecto y variados son los motivos. Sin embargo, sin temor a sobre simplificar el asunto, podría decirse que se trata de la rivalidad personal entre Roger Waters y David Gilmour. Los otros dos integrantes de la agrupación, el baterista Nick Mason y el tecladista Richard Wright, jugaron su papel en la disputa, pero no fueron tan determinantes como los primeros dos.

El primer antecedente negativo data de finales de los años setenta, cuando Roger Waters echó de Pink Floyd a Richard Wright, aduciendo que no estaba contribuyendo lo suficiente. El tecladista terminó participando en la grabación de The Wall y en la subsiguiente gira del álbum, no como integrante de la banda, sino como músico contratado. ¿Se le habían olvidado a Waters las canciones que escribió Wright para los álbumes anteriores, el trabajo de voces que tan memorablemente había hecho junto a Gilmour en canciones como Echoes, su brillante labor con los sintetizadores? Algo andaba mal en Pink Floyd, y empezaban a verse los síntomas.

Tras el éxito artístico y comercial de The Wall, del que se hizo una película protagonizada por el también músico Bob Geldorf, vino la grabación de The Final Cut, y volvieron los problemas. El contendor de Waters en esa ocasión (y en los años que vendrían) sería David Gilmour, quien se negó a ceder a su presión para comenzar a grabar lo antes posible. Waters tenía una serie de canciones que no fueron incluidas en The Wall, y quería utilizarlas en The Final Cut. En ese momento Gilmour no contaba aún con material suficiente para contribuir al álbum, y pensaba que no se debían reciclar canciones desechadas anteriormente. Tampoco quería sobrecargar el álbum con demasiados tintes políticos. Buscaba un sonido diferente para el nuevo proyecto, pero Waters tenía una idea distinta. Por ello terminaron trabajando en la grabación por separado y no se incluyeron canciones de Gilmour, de manera que Waters decidió excluirlo de los créditos de la producción. Iban dos bajas, entonces, por decisión de un solo integrante.

El sonido de The Final Cut en últimas resultó bastante parecido al de The Wall, aunque claramente no alcanzó su grandeza. Para ese momento, las diferencias eran irreconciliables. The Final Cut sería el último álbum que grabarían juntos y, sorpresivamente, fue Waters quien salió de Pink Floyd.  

Vinieron los líos mediáticos, legales y personales que conocen los seguidores de Floyd. La banda parecía haber llegado a su fin, pero eso jamás sucedió. De hecho se grabaron tres álbumes más. El último salió a la luz en el 2014 y en el 2022 se lanzó la canción Hey, Hey, Rise Up! como protesta a la invasión rusa de Ucrania. Desde su salida, Roger Waters no ha vuelto a ser  parte integral de la banda, con contadas excepciones en las que se juntó con sus antiguos compañeros para tocar en eventos de beneficencia. El más célebre de estos fue el Live 8, que se llevó a cabo en el Hyde Park de Londres, en el 2005, tras veinticuatro años de separación. Tres años después, en el 2008, moriría el tecladista y vocalista Richard Wright, de manera que hoy solo hacen parte de Pink Floyd David Gilmour y Nick Mason, de setenta y siete y setenta y nueve años, respectivamente. Waters, el solista, tiene setenta y nueve.  

Cuando se publique la nueva versión que Waters está grabando de The Dark Side of the Moon, no faltarán espectadores. … Será como si se adaptaran los libros de Roald Dahl para los niños del progreso, o como si Tarantino hiciera una nueva versión de Pulp Fiction sin derramar ni una sola gota de sangre.

Podría cuestionarse la calidad de los tres álbumes que grabó Pink Floyd sin Waters, pero de igual manera no quedan muy bien parados los álbumes de Waters como solista si se los compara con lo que hizo cuando estaba en Pink Floyd. Aunque ninguna o casi ninguna banda logra perpetuarse en los picos altos de su producción, los muchos años brillantes de Pink Floyd fueron un caso sobresaliente. Y a eso, como lo demuestra su discografía, solo pudieron llegar trabajando juntos como agrupación. Las letras de Gilmour quizás no tengan la audacia poética ni la hondura política de las de Waters, pero este último siempre estuvo muy lejos del primero como vocalista. Ni hablar del estilo musical de Gilmour, que le brindó un sonido único y característico a Pink Floyd. El ejemplo perfecto es el solo de guitarra que compuso e interpretó Gilmour para Comfortably Numb, cuya letra fue escrita por Waters. La canción es probablemente una de las joyas inolvidables de la historia del rock, pero lo es porque la concibieron cuatro personas que le aportaron en mayor o menor medida algo distinto. Quien esté en desacuerdo, puede comparar la versión original de Comfortably Numb que aparece en The Wall con el refrito incoloro que lanzó Waters como solista en el 2022.   

Sin embargo, lo anterior no cobraría mayor importancia sin las innumerables bravatas mediáticas de Waters, entre las que sobresale la entrevista que le concedió recientemente al periodista Tristram Fane Saunders, para el diario The Telegraph. En esta, entre algunas otras perlas, Saunders reporta lo que dijo Waters de la siguiente manera:

El problema de Waters con el resto de Floyd, dice, fue que «no pueden escribir». «Bueno, Nick nunca fingió. ¿Pero Gilmour y Rick no pueden escribir canciones, no tienen nada que decir. ¡No son artistas!» Grita las últimas palabras. «No tienen ideas, ni una sola entre ellos dos. Nunca las han tenido, y eso los vuelve locos». Es extrañamente conmovedor escucharlo regañar a Wright (quien murió en el 2008) en tiempo presente. Es como si mantener viva la rivalidad fuera una manera de mantener vivo a Wright. El último álbum como solista de Wright, dice Waters, «no es tan vacuo como Drake, pero es bastante vacuo».

Queda claro que el complejo de superioridad artística y la arrogancia intelectual de Waters no son la simple perorata de un abuelo en los lindes de la senilidad, sino los rasgos de una personalidad insufrible que en sus años de madurez contribuyó tanto a la grandeza como a la pérdida de la potencia artística de Pink Floyd. Una banda de talla mundial rota, diversos escándalos mediáticos e innumerables enfrentamientos públicos con otros artistas (como Thom Yorke, de Radiohead, a quien tildó de imbécil narcisista por no apoyar uno de sus boicots políticos), dan fe de lo anterior. Las posturas radicales de Waters en la política también son un tema de polémica, y de hecho podrían escribirse cinco artículos más acerca de sus muchas incongruencias y contradicciones. En los últimos tiempos destacan su oposición a que Pink Floyd retirara su música de las plataformas digitales en Rusia después de la invasión de Ucrania, y el intento de cancelación de uno de sus conciertos por parte de las autoridades de Fráncfort, quienes consideran que sus posturas tienen tintes antisemitas.  Según aseveró hace poco en Twitter la novelista Polly Samson –esposa de David Gilmour– a propósito de sus desobligantes declaraciones y de su apoyo al mafioso Vladimir Putin, «Tristemente, Roger Waters, eres un antisemita hasta lo más profundo de tu podrido interior. También un apologista de Putin y un mentiroso, ladrón, hipócrita, evasor de impuestos, amordazador, misógino, enfermo de envidia y megalómano. Basta ya de tonterías.» Para poner la cereza en el pastel, David Gilmour retwiteó: «Cada una de estas palabras es demostrablemente cierta».  

En lo político bastará decir que Waters ataca la equívoca y provocadora expansión de la OTAN hacia el Este de Europa, pero a su vez apoya el megalómano y sanguinario proyecto zarista de Putin y su invasión de territorios vecinos. Odia la nefasta política exterior de los Estados Unidos (donde vive hace décadas), pero omite las violaciones a las libertades individuales y los derechos humanos de China, así como su hostigamiento constante a Taiwán, la invasión del Tíbet y el establecimiento de campos de concentración para musulmanes, solo por ser su contrapeso. Aboga por la prosperidad y la democracia de los pueblos, pero no se ahorra elogios para tristes dictadores tropicales como Nicolás Maduro, que se han atornillado por tantos años al poder. Sin embargo, su más notoria cruzada política es en contra del Estado de Israel. No cabe duda de que lo hecho en Gaza en contra de los palestinos es una atrocidad inadmisible, pero hay una diferencia fundamental entre el Estado de Israel y el pueblo judío del mundo que Waters no ha sabido o no ha querido entender. Su generalizada narrativa antisemita, lejos de ayudar a la resolución de un conflicto histórico, lo único que ha hecho es incrementar tensiones. 

Cuando se publique la nueva versión que Waters está grabando de The Dark Side of the Moon, no faltarán espectadores. El mundo de la música estará a la expectativa –ni más faltaba– y el lanzamiento será uno de los acontecimientos más importantes y curiosos de la cultura moderna. Será como si se adaptaran los libros de Roald Dahl para los niños del progreso, o como si Tarantino hiciera una nueva versión de Pulp Fiction sin derramar ni una sola gota de sangre. De cualquier manera, cuesta aceptar que un ídolo de la juventud se haya convertido en todo lo que uno mismo no quisiera haber sido. Aunque la genialidad artística no constituye ninguna garantía de valores humanos, sería injusto que se acusara a alguien de ingenuo por guardar la esperanza de una vejez más noble para quien ayudó a forjar con música nuestros sueños.


Sebastián Montes es un poeta, novelista y traductor colombiano residente en Londres desde el 2011. Cursó estudios literarios en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá y cuenta con una maestría en filosofía y teoría del arte de la University of Arts London. En la actualidad se desempeña como traductor de la Asociación Psicoanalítica Internacional, para la cual trabaja desde el 2017