Nos unimos a ese coro de personas que reconocen el placer innato que es enumerar. Y que conste que esta nota es para nosotros, y sabemos que también para cientos de ustedes, un regocijo doble, ya que nos permite leer algunas más de las sutiles y deleitables ponderaciones de nuestro Editor Asociado al otro lado del Atlántico


Las tengo siempre a mano. Son socorridas y un recurso asequible; pero también un capricho, un lujo. De ser mis enemigas y serme ajenas, han pasado a ser mías y ser mis cómplices. Hay días en los que me sorprende lo bien que nos avenimos; lo razonables que son nuestras expectativas mutuas. No les pido que sean exactas, porque ni mi espíritu ni mi corazón lo son. Ellas, en lo que les toca, no me exigen mucho más que una obligación de franqueza y una cierta disciplina, aunque laxa. Con las palabras, con la expresión en general, tengo una relación de gratitud. Antes no era así, y me pregunto qué ha podido suceder para que las cosas hayan cambiado tan drásticamente. La vida es un tránsito continuo. No sé si al logro, pero sí hacia la sabiduría equidistante del devenir. Hay que hacer compromisos aceptando que, en el fondo, son sacrificios y renuncias del entendimiento. Meros gestos de humildad. Yo he desistido de algunas de estas cosas aceptando lo esquivo del futuro y de la elocuencia. He asumido que mis tiempos son poco más que retales de presente; he asumido que raramente podré vivir de lo literal. Aunque lo más reconfortante de las palabras es que siempre acaban franqueándome el paso hacia alguna emoción inédita; o inesperada cuando menos. Pasa ahora, que escribo con el piloto automático encendido. A veces extraño tenerte a mi lado. Cuando me sucede, miro esta imagen que me conforta a su vez en su geometría. De a dos —emparejados como esos árboles graciosos— quizá no seamos más felices; pero sí más resilientes. Lo suficiente.

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Caía una lluvia fina bajo un cielo de plomo aquel viernes en el que nuestro hombre decidió doblar su vida por el medio. En la doblez hacia dentro quedó el pliegue de un croquis donde, años atrás, había planeado su fortuna. El sketch, algo parecido al circuito de un panel eléctrico atravesado por flechas y siglas, era pura confusión después de tanta enmienda y de mucha tachadura. En uno de los ángulos, en el cuartante derecho, había unos versos malcaligrafiados oblicuamente, que le recordaban a una plegaria de León Felipe. Alentado en cualquier caso por todo el blanco que aún le quedaba después de haber doblado el folio de su porvenir, nuestro hombre decidió probar algo distinto. Tentándose el bolsillo de la americana para ver si llevaba un pilot, pensó en anotar un siete encirculado, por eso de calmar un reflejo de ansiedad. Felizmente, supo contenerse. Ahí dobló de nuevo su vida, una segunda y una tercera vez, antes de guardarla junto al rotulador en el bolsillo de su camisa. En el pecho, junto al corazón.

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He encontrado en una libreta de bolsillo extraviada unas notas que escribí hace tres o cuatro inviernos. Ya las había pasado a limpio en otro lugar, pero me ha apetecido volver hacerlo aquí. Me doy cuenta de que me paso la vida pasando a limpio las mismas notas. No por afán de pulcritud o celo corrector, aunque un poco sí, sino por ver hasta qué punto me reconozco en mis palabras. Ojalá todos los días uno pudiera leerse como se lee a un extraño: identificándose lo justo con sus emociones y pensamientos, pero sin perder nunca una cierta sensación de no conocerse del todo. Esto es lo que venía a decir:

(…) Entre las tres o cuatro cosas más definitivas que me han pasado en la vida está el descubrimiento del “budismo estadounidense”. La etiqueta alude a un corpus disperso de enseñanzas que, a lo largo del siglo XX, un grupo dispar de escritores, artistas y scholars (tanto nativos como extranjeros) introdujo en Estados Unidos. En su mayoría, se trata de interpretaciones bien ancladas en las distintas ortodoxias budistas, que sus “importadores” trajeron desde los países asiáticos donde se practican hace siglos —Tíbet, India, Corea o Tailandia, Vietnam…— para luego vertirlas al inglés y traducirlas a códigos de pensamiento más occidentales. Dejando al margen ciertas lecturas, mi principal contacto con el budismo estadounidense lo he tenido gracias a mis visitas regulares al Cambridge Insight Meditation Center, donde en los últimos cuatro años he tomado con un provecho que nunca llegué a anticipar, varios seminarios de meditación vipassana. En el caserón de Inman Square enseña Larry Rosenberg, un judío socarrón de Brooklyn que, insatisfecho con su carrera como profesor de psicología en Harvard, decidió viajar durante años por Asia para recibir instrucción espiritual en monasterios y comunidades de yogis de aquel continente. No exagero, como escribía más arriba, si digo que mi paulatino adentramiento en la meditación “a la americana” me ha cambiado la vida. Pensaba en lo anterior —en los frutos de una práctica meditativa que me ha inspirado el bueno de Larry: una práctica mundana y sin dogmas…— mientras escuchaba un maravilloso episodio de On Being. Pensaba, y hasta se me escapaba alguna lágrima. En una hora exquisita, la conversación radial entre Sharon Salzberg y Robert Thurman evoca vívidamente un par de cosas que, no por recordárselas cada día, uno deja de redescubrir con asombro… El poder liberador que entraña el simple poner atención. El poder liberador que nace de la sola voluntad de “amigarse” con el tiempo.


Sergio Sotelo es Editor Asociado de Perro Negro. Ha tenido varias ocupaciones en la equívoca industria de los contenidos periodísticos, pero lo que de verdad le apasiona es hacer preguntas y hacérselas.