Por Sergio Sotelo

Uno de nuestros colaboradores favoritos regresa con un meditación sobre la depresión pero también «la belleza conjetural del mundo.» Y a manera de regalo nos ofrece igualmente algo que según él es «una reseña oblicua» sobre esa sensación literaria que es el noruego Karl Ove Knausgaard


Hay memorias personales que se han quedado tan atrás en el tiempo que cuando afloran uno las contempla como si formaran parte de los recuerdos de otra persona. No es un episodio de mi vida que evoque con frecuencia, pero aún así el año que pasé en Salamanca —un año oscuro donde me asomé al abismo de algo que ya no tengo remilgo en llamar depresión— es un período que consigo concitar sin demasiado esfuerzo. Lo que ya no tengo tan presente son ciertas rutinas y ciertos hábitos de aquella época que ahora, en retrospectiva, curiosamente, siento como la sustancia de la vida que siempre he querido llevar. Digo lo de curioso porque, insisto, aquellos no fueron meses fáciles. Nada. En particular, un febrero y un marzo en que mi voluntad se quebró del todo, y mis ganas se angostaron hasta formar un laberinto emocional del que todavía hoy me cuesta salir. Salamanca no fue una época feliz, pero sí tuvo días, y sobre todo, tardes de dicha y propósito. Tardes detenidas en una inmovilidad radiante, efusiva. Ahora que lo pienso, me pregunto si quizá mi agonía existencial se explica por la sola razón de que aún no estaba preparado para una vida que apenas sí comenzaba a ensayar en aquel entonces: una vida de asombro y ambiciones creativas. Una vida confiada a la libertad de mi imaginación, rendida a la belleza conjetural del mundo. Deliberada, que diría el bueno de Thoreau. Escribo esto con cierto embarazo, porque no quiero parecer fatuo o bobo, pero el chaval de 20 años que se mudó sin conocer a nadie a aquel piso desabrido de la calle del Regato, matriculado en un primer curso de filosofía con dos seminaristas jesuitas, un peón de construcción y una traductora de griego, ese chaval era alguien que se atrevió a creer que era posible dedicarse al arte y la literatura. Aplicarse a ellas como quien se dedica a la enfermería o el derecho, o la contabilidad; sin tener que justificarse. Ese permiso para imaginar una vida de vocación no creo que me lo haya vuelto a dar nunca más. Debo admitir que ya entonces sentía que me faltaban lecturas e inteligencia, que es también lo que siento me falta en estas mañanas en las que intento instaurar la costumbre de recibir el día escribiendo. Me levanto y cepillo los dientes, y en menos de cinco minutos estoy frente a la pantalla del macbook, tecleando sin siquiera abrir el email o mirar el whatsapp, por más que me tiente hacerlo. En el año oscuro de Salamanca, en el que empecé a barruntar una vida sin tutelas a la altura de la cual no he estado nunca, en ese año —eso es lo que ahora importa ahora; recordármelo— hubo rutinas y hábitos que me reportaron una dicha absoluta. No recuerdo apenas mis mañanas, pero las tardes, por lo general, las pasaba en una pequeña biblioteca en el edificio histórico de la Clerecía, leyendo desordenadamente y tomando unas notas escuetas por las que hoy pagaría una hipoteca por poder hojear. Era una biblioteca callada y sin luz natural, que apenas frecuentaban otros dos o tres estudiantes; supongo que porque solo contenía el fondo de filosofía, filología, psicología y sociología. La capacidad de concentración que uno tenía tampoco creo que la he vuelto a tener nunca. Podía leer por horas, sin distracciones ni mala conciencia, con la moral de un maratoniano. Recuerdo ahora, y hasta me sorprende que esto no sea algo que en su esencia haga más seguido, el plan posterior a mis tardes de biblioteca, que era siempre ir a un café situado a apenas doscientos metros del edificio de Clerecía. Se llamaba Rayuela, como en la novela de Cortázar de la que luego me convertiría en un entusiasta. En Rayuela echaba horas hasta saltarme la cena, bebiendo té con leche y canela y limón, y fumando muy ocasionalmente cigarrillos rubios americanos de alguna cajetilla que no era mía, mendigados, a los que pocos meses después me enviciaría. Todo consistía en eso: en no hacer uso del tiempo y dejar que el tiempo hiciera uso de uno… O como sea que funcione la cosa.

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Leí en inglés el primer tomo de My Struggle, de Knausgaard, lo releí a la vuelta de un par de años en ese mismo idioma, y recién hace unos días —calmadamente, tras haberlo empezado el último agosto— lo he terminado de releer en español. Es un ejercicio raro este de enfrentarse a una novela en lenguas diferentes. O lo es al menos en mi caso, porque las palabras tienen en uno y otro idioma una emotividad disímil, despareja. En español, al menos cuando pongo el suficiente empeño, todavía soy capaz de leer como leería un niño que se abre al mundo. Inventariándolo con curiosidad. Nombrándolo con intención. En inglés, una lengua que he aprendido bastante tardíamente, me doy cuenta de que leo como leería un hombre que se ha convertido en rehén de su experiencia. Mientras que en español el mundo es algo con lo que hago juego, en inglés el mundo es algo con lo que negocio. Solo ahora me doy cuenta de que quizá el relato de La muerte del padre, donde un hombre cuenta su vida en paralelo desde dos instancias extremas, la niñez y la adultez, va un poco de eso. En un puro artificio de autoficción disfrazado de hiperrealismo, la experiencia del hombre ya hecho se superpone a la del niño, no para matizarla o completarla sino para dinamitar una idea muy cara a nuestra cultura. Una idea que sostiene que existe una continuidad en la escritura de nuestra vida, que es lo que literalmente connota la palabra biografía. Me gusta pensar que el noruego niega la mayor. Uno no es el que niño fué, como tampoco el adulto en que se ha convertido. En el fondo no es nadie, o es muchos…


Sergio Sotelo es Editor Asociado de Perro Negro. Ha tenido varias ocupaciones en la equívoca industria de los contenidos periodísticos, pero lo que de verdad le apasiona es hacer preguntas y hacérselas.