Nos complace, y mucho, saber que quizá somos ese sabueso sin pedigrí mordiéndole las canillas a nuestro Editor Asociado en Estados Unidos para que él nos siga deleitando con inteligentes y precisas ponderaciones, que es como debe ser todo texto íntimo y delicado

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Llevo años buscando mi tono y mi registro: algo que decir. La vida se me va en eso, en una empresa de relojes de arena que hay que voltear y volver a dar vuelta. Un afán que es más prosaico de lo que suena pero que, aun así, y con todo, es pródigo en insatisfacciones. Definitivo. Aunque lo intente, uno no logra desapegarse de casi nada. La sensación de fracaso es también un objeto del deseo. O una tentación, que decía Ribeyro. Por esa razón inconfesable persevero; aplicándome como puedo a mis palabras, o como me sale. Hay veces en las que no sé a qué otra cosa aplicarme si no es a esto mismo. O no lo quiero saber, lo que viene a ser parecido. Por el camino, compro libretas de bolsillo en las que anoto casi todo lo que me pasa con una caligrafía nerviosa de sintaxis circular y emotividad capciosa, tramposa. Cada cierto tiempo, con remordimiento retrospectivo, como en un tic del alma, me deshago de las páginas escritas como otras clausuran para siempre su blog. Estas de hoy son palabras que no valen por lo que dicen, sino por el espacio extra de intimidad que crean. El espacio extra, y no el tiempo, es lo que he aprendido a echar en falta. Una de las paradojas más grandes que existen es que la enormidad del mundo no quepa en ninguna experiencia personal. Menos aún, en ninguna experiencia trascendente. Y sin embargo, no hay otra forma de hacernos cargo de esa enormidad ambigua y feral del mundo, que tratando de metérnosla entre el cerebro y el hígado. La inconmensurabilidad que se abre entre el derredor y el espíritu humano es como ese cuento bíblico del crío que quería vaciar el océano en un agujero excavado en la orilla. Pura metafísica. Me consta que todo esto lo escribiré de nuevo, aunque para ello me lo tenga que recordar el apuntador. Desde hace meses, hay un perro que me sigue a todas partes, mordiéndome las canillas. No lo ahuyento, aunque me incordie y me asuste. Aunque me despierte de la siesta con sus ladridos. Es un perro sin pedigrí, medio bastardo. Un perro negro como el cielo de una vigilia propicia…

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Sergio Sotelo es Editor Asociado de Perro Negro. Ha tenido varias ocupaciones en la equívoca industria de los contenidos periodísticos, pero lo que de verdad le apasiona es hacer preguntas y hacérselas.