El inevitable Charles Baudelaire decía que el futuro de la literatura estaría representado en un género que albergue a la vez el ensayo, la prosa y la poesía. Quizás Baudelaire no estaba nada errado a juzgar por el reconocimiento que ya tienen escritores como W.G. Sebald o Karl Ove

Mayo 2017 – octubre 2018

De repente casi todo se ha vuelto próximo y asequible en una forma que tiene algo de equidistancia y desdén. Ya no me resisto a hablar en primera persona, aunque prefiera, como entonces, hacerlo desde el pudor del énfasis o desde la rumiatura. En esto tampoco soy original: lamento el paso del tiempo y asumo el gobierno de lo inevitable con la pareja incredulidad de un heptagenario. Nada de lo que me pasa me interesa demasiado, y por eso busco en el espejo a algún otro que se asome por encima de mi hombro. Quisiera vivir mi vida a futuro, con dilación, con dicción y con esfuerzo. Todo esto que parecería tener que ver con las palabras, es en realidad algo muy poco literario o verbal. Lo que trato de expresar es lo que anuncian las miradas de los otros, sus gestos repetibles, sus arrepentimientos súbitos, sus afanes pírricos. He interiorizado mi monólogo interior hasta tal punto ya, talmente, que me basta con lo que medianamente supimos imaginar. La libertad tiene una índole práctica por la cual los bienes acontecen por acumulación, sin que medien ni la hipnosis ni la sugestión. Sin ni siquiera el deseo. Llueve una lluvia arrítmica y prosaica que apenas nos incomoda o nos moja. Y como me queda tiempo hasta que dé la hora en la que me has citado, creo que caminaré hasta el centro, despaciosamente. Te espero, entonces, en el cruce de Washington y Winter Street. No te retrases []

La realidad es a medias ella y a medias tú. Cuando la fotografías, por supuesto, pero también cuando la respiras con la poca o con la mucha hondura de la que seas capaz. Pienso en lo anterior exageradamente, con una generosidad desacostumbrada. Pienso en la realidad como pensaría en ella un surfista que apenas sabe mantenerse en equilibrio sobre su tabla. La realidad va y viene en una mecánica que es sublunar y subliminal, matemática e imprecisa. La realidad es una ola que se cabalga a sí misma; embridada cuando la piensas a pulmón; salvaje cuando la intentas domesticar. Soy capaz de automatismos extremos con tal de tomarle el pulso a lo real, de tomármelo. La realidad es a medias nuestra y es a ratos suya. Es, casi siempre, una ofrenda arrepentida a la belleza y el lenguaje. Es, escucho ahora en la radio, una vicisitud… ¿Será verdad? []

Uno solo logra vivir con sentido y satisfacción cuando vive a través de los otros, vicariamente. El camino opuesto, el intentar vivir la vida como una empresa personal flechada hacia los propios logros, suele conducir a la desesperación y al absurdo. Cuando vive lo suyo, uno no tiene cómo valorar lo alcanzado, vive perdidizo, sin brújula. Lo que le pasa es casi siempre trivial: sus méritos insuficientes. Aunque se llegue a saber, su saber es irrelevante, porque ni lo mejora ni lo libera. Como cosa vicaria, en cambio, la vida se ensancha, se abre. Es como el ojo, que ve no porque pueda mirar, sino porque se sitúa frente a un objeto. Si el ojo no mirara, se vería solo a sí, haciendo de sí mismo una facultad ciega. Dicho de otra forma: la vida de uno es una vara de medir inútil si solo se usa para medirse a sí misma. Solo es útil si se utiliza para medir la vida de los otros. La imagen de la medición quizá sea equívoca, porque no se trata de asignar valores ni de establecer comparaciones. Largo, corto, bueno, malo… El medir es un trasunto del entendimiento, del significado, de las razones que se necesitan para aplicarse en la vida y seguir adelante. Al vivir vicariamente, comprendemos lo que no entendemos en soledad, descubrimos lo que no apreciamos de otro modo, toleramos el absurdo y el vacío existencial de la vida ensimismada. La vida vicaria es el amor, es la amistad, es la curiosidad, es el odio… La vida vicaria es la sustancia de cualquier otra empresa, de las más sublime o de la más prosaica []

Busco en las palabras congruencia, coherencia. Entrar en su texto por algún lugar visible. Recorrer luego éste sin extravíos ni titubeos. Una vez fuera, busco cómo volver a adentrarme. En la relectura quizá llegue a buscar sorpresas, pero de la mano de detalles inadvertidos la primera vez. Sorpresas más hacia el fondo que hacia los laterales. Leo –y escribo– por el prurito de la claridad y del sentido más o menos inmediatos. Y esto, aunque me conste que no todo el mundo ni lee ni escribe así, pues hay quien prefiere el juego, la finta o el equívoco. Para mí la verdad es la de los textos. Cuando no la encuentro, leo y leo hasta convencerme de lo contrario. Creer que todos los textos tienen sentido es para mí casi una idea fetiche. (Como si no hubiera pésimos redactores; sólo lectores sin aplicación). La verdad, insisto, me basta con que esté en el papel. Comprobar luego cómo de proporcionada sea a la realidad es un asunto que me cuesta. De hecho, cada vez me cuesta más tomar la medida de una y otra. Esta noche, me ha dado por pensar que la vida y la escritura corren juntas, pero como simples líneas paralelas… Sin trasvase alguno de conocimiento []

Para hacer, hay que empezar no haciendo. O quizá, deshaciendo. Y luego, como decía Thoreau, dedicarse a dos o tres asuntos, pero no más. Hace falta coraje para mudarse a Walden, pero tampoco tanto. Se va uno con sus dos o tres o cuatro cosas –casi siempre, su mejor compañía– y construye luego con sus manos un refugio en el bosque, entre los pinos canadienses, y no demasiado cerca de la laguna… []

Uno empieza muy pronto, muy de crío, a imaginar su vida. Ese imaginar suele ser un ejercicio burdo del ego, el cual, con independencia de la nobleza de las emociones que secundan sus afanes, pelea siempre por imponerse. La cosa tiene mucho de ir dando palos de ciego, mucho de ansiar y de tironear. Está en la propia naturaleza dominanta de su carácter el hacerlo. Yo quiero; yo puedo; yo merezco; yo sé cómo; yo soy… La afirmatividad y el categorismo como talante reflejo. Con los años, en la instancia donde la madurez ya no es un proceso de ida sino de vuelta, un volver sobre las cosas sin la suficiencia boba que connota el “estar de vuelta”, un insistir pero sin apegarse a los errores, también ahí juega uno a imaginar su vida. Por descontado, el ego sigue sin renunciar a su dividendo. Velis nolis, se perpetúan los yo quiero, los yo puedo, los yo merezco, los yo sé cómo, los yo soy… Lo que cambia es que esa imaginación ya no es rácana sino creativa; es una imaginación que poco a poco aprende a no proyectarse ni como certeza ni como logro. Es ya una imaginación de posibilidades. Rumio todo esto sentado en un tren en dirección a Braintree, que es el nombre de una estación suburbana que al oírlo a través del altavoz del MBTA siempre me había parecido tenía la eufonía toponímica de un condado inglés en el que localizar una serie de época de la BBC. Miro ahora en el vidrio de la ventana opuesta, el reflejo del vagón deslizándose apresurado sobre la pared azulejada de Central Square, y se me ocurre, en un flash mental que no sé de dónde surge, que Braintree podría ser también un topónimo en una de las novelas de ciencia ficción que el escritor checo Milan Svec dejó inacabadas. Mientras trato de embridar mi mente para traerla de vuelta a mis lucubraciones existenciales, me viene a la cabeza una imagen de pecera del estudio de BeLive, que en un verde digital granulado filmé anoche desde el exterior la Cambridge Community Television. ¿De qué estaría hablando esa pareja? ¿Dónde encajará ese plano en el montaje de SONDERGUT? Para cuando quiero darme cuenta, ya no estoy en el metro sino bajando las escaleras mecánicas de la estación de Charles/MGM, lamentando la foto que no he tomado al cruzar el río en esta hora de luz de naranjas propicios, tipeando en la aplicación Notes de mi iPhone… Suena Ólafur Arnalds en los auriculares que me cuelgan del cuello sobre el pecho de una camisa negra de Zara que ha pasado de no gustarme a gustarme de nuevo. For Now I Am Winter… Ahí reparo que también la imaginación ―también la vida, el gusto― se expresa en ritmos aleatorios. Ritmos existenciales y de creación, ritmos de posibilidades y desposibilidades. Como quien recita una plegaria, me repito para mis adentros, con el ánimo de no olvidarlo jamás: “Acceptance is home” []

No sé si es algo que avanza o retrocede, pero sí me parece creer que sus límites los inventa la imaginación. Casi todo lo que me viene ocurriendo últimamente, tiene algo de añoranza o decepción. Aunque también es cierto que nunca me he sentido más libre y más seguro que ahora: ahora que vivo a cuenta de la expectativa y de la posibilidad. Conforme me parezco menos ―incluso físicamente― a aquel otro que quise ser, más consigo andar a mi aire; sin más disciplinas que las necesarias y con una frugalidad que casi ya no me cuesta esfuerzo ni dinero. No tengo un Rastro madrileño al que ir, ni un frontón donde jugar a pala; mis amigos están más repartidos que lo que me gustaría; aquí, en Valladolid, no he descubierto aún mi Walden o la reserva de Middlesex Fells… Importa poco que la geografía de mis afinidades se haya movido de sitio, porque en esta ciudad prestada ―al menos― casi todo lo puedo hacer a pie, con tiempo de sobra y sin necesidad de forzar ninguna rutina. Hay días en los que no se me escapa casi nada que importe; al menos, nada que no me venga a la cabeza de seguido. Nada que pueda olvidar. Sigo leyendo Summer en el otoño retrasado de Castilla, un libro ése que me está ayudando a congraciarme con algunas ideas nada dóciles, rabiosas. La vergüenza, la vanidad. Toda la elocuencia de la que soy capaz está en estas notas alucinadas, cuyo contenido quizá no sea del todo claro o exacto, pero que sí reclamo como mío. Hay algo que retrocede o avanza en mi experiencia del mundo: algo que se revela en cosas y hábitos muy concretos. Hay automatismos que son virtudes; quizá uno de ellos sea el tiempo; quizá otro sea el estilo de este diario. Sigo pensando en círculos sucesivos, viendo cómo integrarlos en nuestra vida []   

La libertad, dicen, tiene su amparo más benévolo en las reglas. A mí me cuesta inventarme las mías propias, por eso ando siempre copiando las reglas que otros descartan por equívocas. En este mes de infortunios rehuiré la primera persona; más que por superstición, por despudor y por escrúpulo. Las Azores son un archipiélago vehemente. Son un archipiélago ufano. Estoy tratando de hacer memoria, sin ser capaz de aventurar —o venturar— si lo que se escucha una vez han doblado las campanas es un epígrafe o un epitafio []  

Buscas la esencia, cuando lo que deberías buscar es lo aparente y lo equívoco de las cosas. El espíritu no es más que lo traslúcido de la materia, aquello que se ve a través del vidrio de la ontología más humilde. Así también, la sabiduría no es otra cosa que lo traslúcido de la certeza, lo inopacable. Transiento con la venia de una academia constituyente congregada en un frontón de Biarritz; devenido y sobrevenido. Mis plegarias, como tus gimnasias, son monótonas e inconducentes. Son un puro negocio ocioso de mariposas frente al televisor. Transiento: transiento transiente y transentido. Transiento en primera, en segunda y en tercera personas. Transiento en plural —casi siempre que puedo. Nosotros transentimos. Vosotros transentís. Ellos trascienden… Siempre de anochecida y en el tiempo subjuntivo de la caridad. La caridad de las vísperas diferidas. Transiento trascendido y sin el socorro del corrector automático-ortográfico. Transiento sin debenires ni devengos []  

Hay un momento en la vida, en la que uno deja de ser el hijo de su padre para pasar a ser el padre de sí mismo. No es algo que sea necesariamente cosa de los años, pero sí cosa del mero tiempo; fruto de amigarse con él. A mí esto me está sucediendo sin tener la oportunidad de vivir el duelo por la muerte del hijo que fui, casi sin necesitarla. La idea del crecimiento personal es un forma amanerada de vanidad que, por suerte, soy capaz de ahorrarme. Por eso espero que no se me entienda mal ahora que anoto estas palabras. Pasar a ser padre y no hijo, no es un signo de progreso. Se trata solo de un práctica de distancia y de desapropiación del amor… Del amor propio que es, en su revés, el miedo []  

Buenas, malas, tus virtudes tienen algo de irreconciliables. Un poco —acaso— como esos días que pasan con apuro y que no cunden para casi ninguno de nuestros propósitos, los cuales —misteriosamente, imperceptibles— no empiezan nunca como terminan. Bailan mis ideas sin una coreografía aparente, con una consistencia de deseo más que de pensamiento. La discontinuidad de las horas es la promesa de un futuro pluscuamperfecto, me susurraste una vez… Un futuro mitad pasado y mitad presente. No podemos sino seguir pecando, recuerdo que te repliqué. De omisión. De palabra. Voy rumiando la rabia más dulce mientras te imagino, la más dulce rabia, impaciente y sereno. Como canta el poeta, nunca supe que sería aquí que habría de profesar de amor mi fe []  

Como me he levantado con ánimo ocioso y sin ganas de sentarme delante del ordenador, hoy por la mañana he decidido tomar unas horas prestadas al trabajo y salir a dar un paseo que llevaba posponiendo hace días. Después de dejar al niño en el colegio, con el coche aparcado el parking del Boys & Girls Club, he tomado la bicisenda del Minuteman para, tras tomarme un café y un scone en Kickstand, seguir Massachusetts Avenue arriba hasta Jason Street. Allí, casi a la altura del Whole Foods, he doblado a la izquierda. Enseguida, aunque apurando un poco el paso, me he plantado a la entrada de Menotomy Rocks Park. No creo que el trayecto me haya llevado más de veinte minutos. El día estaba triste, y bajo la parka he sentido un frío para el que ni siquiera ha sido alivio subir a trote hasta la colina. Destemplado como iba, quizá por un virus de la gripe que nos ronda en casa hace días, casi desisto de tomar fotos. De las dos docenas que he sacado, me quedo con la de arriba. En el momento, me ha parecido que cabía en el frame mucho más bosque del que veo ahora, y que la fotografía iba a ser más monumental. En cualquier caso, la imagen me gusta porque creo evoca esa equívoca sensación de lejanía que siento cada vez que visito este parque muy cerca de cual, en realidad, ni a una milla, pasa una autopista. Menotomy Rocks tiene algo de lugar ensimismado, que le predispone muy bien a uno —curiosamente— a olvidarse de sus tribulaciones y a disfrutar de ese raro ocio en el que no hay pensamiento con el brío suficiente como para seguirte los pasos []  

La imaginación es un estorbo, sobre todo estos días que vivo pendiente de lo que tengo que hacer, indeciso sobre si claudicar ―o no todavía― ante un apuro que quizá está a punto de expirar. Tomo un café ligero de filtro japonés sin apenas reparar en que la luz de nuestra nueva cocina es blanca y es rítmica y es discreta: una luz con el comfort de un extrañamiento. No hay más futuro que la perspectiva, pienso. El prurito de escribir estas notas en mi iPhone intensifica una cierta cualidad analgésica del lenguaje, como una salmuera. Todo va estar bien, me repito. No puedo ahora sino pensar en lo inconducente de la experiencia, que tiendo a considerar una dinámica autogestionada. Le debo, por cierto, unas palabras a Gary Snyder. O incluso, unos versos []  

Es una empresa de tedio, de ansiedad, de rabia: una empresa de rumiar mi vida como si fuera una vida ajena y sucesiva. Lo que me duele no existe; lo sé. La duda es si me duele por la insistencia de la memoria, o si me duele como duele la incompletud de un círculo obstinado. Entorno mis ojos de miope y por el ojo de la aguja de mi intención se enhebra un hilo que zurce el alma de este mundo de belleza conjetural. Un mundo achicado por la urgencia de un afán difuso, por el alcohol de la segunda stout. Bebo y recelo con aplicación, curvando el énfasis y la monotonía: con cautela, sin malicia, disciplinado. Algo aquí en mi interior se ha roto en mil pedazos, para devolverme a una instancia originaria, a una naturaleza de serie pero irreplicable. Desde ayer al mediodía fantaseo con regresar a Newfoundland. A Terranova. A Ternua. Los nombres de la geografía… ¿hacen la geografía? Y el espíritu… ¿es el espíritu algo más que geografía? []  

No sé quién tiene la razón, ni quién es el que abusa a tiempo completo del otro y quién el que se deja abusar. Mi insumisión es contra los dóciles de espíritu, los que hablan en primera persona del plural, los que no se atreven nunca a no tener la razón. He estado a punto de escribir en nombre de ella, deseando impersonarla, pero me ha disuadido el revés del deseo y la rabia, algunas rimas cojas que he encontrado traspapeladas y la cacofonía de un presente opaco. Ha llegado por fin el invierno y no veo el momento de reandar el camino cuarteado de hielo por el que un día rodeé el lago Kenoza. Hoy como entonces, mis preguntas son perecederas; tus respuestas, perezosas. Es un fetiche creer que uno es mejor que sí mismo, que esto es mejor que aquello. Creer en el fetiche ―¿o es la superstición?― de que el tiempo nos endereza, o que nos completa. Hace unos años viajé con B. a Paraguay, con ganas pero sin entusiasmo. El país me decepcionó, tanto como lo decepcioné yo a él. Ahora que releo a Thoreau, contagiado por esa elocuencia suya de hombre pío y recto que solo se debe a su propio catecismo, no puedo sino pensar en volver esta vez a Paraguay para convencerme ―ojalá que con humor― de que la novela de mi vida siempre admitirá una reescritura. La vergüenza, la añoranza, un subsidio, el beneficio, la líbido: se me ocurren varias cosas para explicar por qué he resuelto hacer esto y no lo otro. Aunque en el fondo me consta que son todas razones devenidas, y que me cuesta aceptarlas como propias. El autómata furioso se da cuerda a sí mismo con toda la consciencia de la que es capaz. A ratos, fantasea con vestirse de pulcinella, como en la película de Pietro Marcello. Me sirvo un poco de té blanco del termo que dejé anoche infusionándose en frío y el sonido líquido parecería adquirir en el cuenco de cerámica una nota de latón transmitida ―imagino― por el taburete metálico de Ikea donde reposa. Es un sonido bello a su manera; un sonido que me basta… Es un eco de lo posible. Antes de poner a un lado Walden anoto en mi cuaderno: «Debemos transmitir nuestro valor y no nuestra desesperación” [] 

No es casi nunca obvio si uno tiene que aumentar o reducir la escala, pero el sentido —la posibilidad misma de que algo nos ocurra— surge una vez nos conectamos con algo más grande o más pequeño. El Dios de los cielos, o el Dios del barro y de las pequeñas cosas. Anoche pensé en encender una vela de vigilia. Hoy, muy temprano, he preferido salir a caminar bajo la lluvia por el Greenway Bike Path que corre junto al arroyo de Alewife. Si no fuera por la excentricidad del gesto, lo hubiera hecho descalzo… [] 

Después de tanto tiempo, recién descubro que no soy nadie. Ni siquiera tú []  

La vida es un exceso, quizá por ello solo quepa vivirla con apetito desmedido. Aunque lo difícil quizá no sea esto, sino aprender también a disfrutarla con frugalidad, para que no nos empache. Pensadas las cosas de otro modo, en el plano del simple entendimiento y de la belleza, la virtud ya no consiste en ser frugal, sino en estar alerta para que la desmesura del mundo no nos convierta en cínicos, en soberbios del creer saber. El ímpetu de la realidad puede más —mucho más— que nuestras pobres luces, por eso a veces hace falta hacerse a un lado, para que aquella no nos arrolle. Suspender el juicio es también una forma de frugalidad, una forma de virtud []  

Piensa uno en su vida como quien piensa en la vida de otro. Se piensa, pero desdoblado, desduplicado. Se piensa y repiensa y decide y planea el hombre de acción que será, el que debería ser… A veces, hasta se mira con extrañeza. Aunque lo que resulta de verdad notable es que uno pueda verse, literalmente, como si estuviera viendo a otro. O como un personaje de su imaginación. De aquí a lo siguiente, no hay tanto trecho. El reto es, desde ya, el lograr mirarse uno como algo más que un alguien ajeno. Supongo que será cosa de la edad y del saberme de memoria. Ahora a lo que aspiro es a mirarme sin ni siquiera toparme conmigo. Ojalá hubiera una forma de vivir uno la vida desde el anonimato de sí, desde la autoignorancia. Vivirla sin llegarse, no ya a conocer, sino sin reparar en sí mismo. Como si fuera un foco que ilumina siempre algo que no es su fuente de luz… [] 

Soy capaz de imaginar mundos reales nomás. La realidad, digámosle, a secas. Te ríes de mí por ser tan serio, tan solemne. Yo, a mi manera, me río y vengo —mientras vuelvo— en connivencia con el error. Tengo en el iPhone un archivo de epifanías a futuro, reproducibles. Podrás disponer de ellas siempre que quieras. El editor fotográfico del teléfono viene, por cierto, con una serie de filtros de imaginación muy sencillos de usar. Te estoy enviando ahora la imagen pixelada de una playa geométrica y solitaria que podría remedar The Monk by the Sea, el cuadro de Caspar David Friedrich. La semejanza se te ha ocurrido a ti, pero podría habérseme ocurrido a mí. Me ratifico, entonces, en lo que quería decir. No somos capaces de imaginar nada que no exista ya. Sea esto un cuadro o un argumento o una rima o una metáfora. La realidad —se me ocurre— es una realidad espejada: un espejo del lenguaje, su reflejo… La realidad es, si acaso, una mera especulación [] 

Hay preguntas que uno se hace quietamente, con la concentración borracha con la que mira luego un fuego que se quema, sin furia ni esfuerzo, en el hogar de la chimenea. “Y todo esto… ¿para qué?”. Las palabras, como ciertas preguntas silentes, son granos inmóviles de un reloj de arena que, en algún momento difuso, decidimos no voltear. El tiempo, como ciertas respuestas improcedentes, funciona con un mecanismo similar al de tus malos hábitos. Hoy todas tus dudas caben el instante dislocado donde crepitan los naranjas, los azules, los grises y las plegarias. “¿Y todo esto para qué?”. Hay preguntas que son piedras que ninguna llama devora: ni siquiera el fuego del deseo; ni siquiera sus escoldos. Hay preguntas que uno se hace calladamente, con la mirada abrasada por la belleza conjetural de nuestra misma existencia []

Hay días en los que llego tarde premeditadamente; o incluso, no aparezco. Hay días en los que tomo el camino equivocado sin importarme y sin darme importancia. Hay días en los que me explico mal o me guardo mis opiniones. Hay días en los que me olvido de las cosas; días en los que impugno mis recuerdos y mis deseos. Hay días en los que me visto como si fuera otro, más atildado, o menos. Hay días en los que ceno con la tele encendida. Hay días en los que no quiero ser yo ni ningún otro que seas capaz de reconocer. En esos días escribo más que nunca, con mejor caligrafía, pero sin ni siquiera querer componer un heterónimo. Sin carácter, sin estilo… Mañana podría ser uno de esos días. O quizá hoy []  

A veces me pregunto qué hay más personal en uno que su voz. Ni siquiera tu rostro te pertenece tanto como te pertenecen tus palabras. Ni siquiera tus ojos ―tu mirada miope― te individúan como lo hacen tus silencios y tus dichos. Ese rostro y ese aire distraídos son los de tu padre; ese tic que acabas de hacer frente el espejo, y ese ademán, también los has heredado de JL. Pero tu voz y la sonoridad rota de ciertas eses y ciertas erres son solo tuyas. Tuyas son también ciertas dilaciones al hablar; la inflexión forzada por las dudas, esa dicción apurada con la cual intentas seguir el hilo de tus pensamientos erráticos. En alguna ocasión una amiga cuya inteligencia valoro especialmente me ha afeado el estilo por utilizar, al hablar y al escribir, la tercera persona. Reparo ahora en que la treta del “uno”, o del “curioso”, o del “visitante”, todas esas impersonaciones que empecé a ensayar cuando escribía en periódicos y revistas, las he sustituido en estos diarios de plomo por un “tú” al que interpelo como si me hablara a mí mismo pero con calculada distancia. Hoy más que nunca, sé que todo el tiempo que siga negándome a escribir desde el yo, tan solo estaré malversando la única libertad que me ha resultado asequible… La libertad creativa. La voz de uno ―la mía, la nuestra― es suyísima y es privativa; es la única imprescindible a la hora de componer un retrato cabal de lo que somos. Uno ―tú, y yo― debemos atrevernos a decir lo nuestro. Decirlo como en un poetry slam; a expensas del público, si es preciso, y hasta del entendimiento. Decirlo desde la intimidad y la rabia []  

Cuanto más te alejas de ti mismo, más probable es que acabes sucubiendo a tu destino. No tenemos un ángel que nos guíe, ni siquiera un demonio. Somos un ángel endemoniado con alas de cera y plomo que vuela a fuerza de errores y cuya clarividencia —no la mía o la tuya, sino la nuestra— es apenas más concluyente que un verso libre. En la inmediatez del yerro, en la evidencia metálica del mañana, en el instante donde recordaste tu segunda muerte reside la verdad precaria de lo que somos. Tú, a tu manera; yo, a la manera de entonces… Ahora, en palabras de prosa apresurada, es hora de dar cuerda al reloj [] 

No. No veo ya las cosas de la misma manera. El silencio, por ejemplo. O la luz. O este verde. Uno, y otra, y otro, no son ya la condición de nada ―ni la sustancia― sino una posibilidad y un devenir. Son un lugar de retorno y un lugar de reposo. Viajo en el AVE y la mochila de libros que reposa en el suelo entre mis Blundstones me sirve como un asidero frente al vértigo de este paisaje transido de noche y como un tónico diferido frente al esfuerzo de estos dos últimos años. Dos años que se hacen inmediatos en mi recuerdo con la ingravidez de dos o tres días frente a la pantalla despiezada del Final Cut. Ha llovido y los campos en las cercanías de Tarragona evocan una idea de color que quisiera saber cómo elaborar. O para qué. Una idea de verde muy pegado a la tierra. La luz a la una de la tarde es plena, aunque difusa. Un cielo plomizo de nubes surte el efecto de una promesa de rendición. Un sometimiento, en realidad, travestido de una las acepciones inglesas de render, o de rendering. Mis emociones son hoy plásticas, como las palabras de una lengua bienintencionada []  

Por Sergio Sotelo