Por Sigrid Malasaña

Cansada de leer Charles Bukowski y su «cuentecito de antihéroe perdido» Sigrid decidió explorar cimas más altas de la depravación literaria y leer por primera vez a William Burroughs. Cuando nos enteramos que lo iba hacer, le pedimos que escribiese una nota para Perro Negro. He aquí el resultado tan entretenido como interesante


En este confinamiento me he estado juntando con malas compañías, entre otras la de William Burroughs.
¿Vosotros sabéis esa pregunta que os hacen a veces, si pudierais conocer a un personaje histórico, a quién sería? Pues bien, desde luego William Burroughs no. No te quiero conocer. Llevo leyéndote desde marzo, me interesa mucho lo que escribes, pero como persona, mejor de lejos. He estado estudiándote y, sinceramente, de los veinte elementos que Bob Hare describe en su lista para determinar si una persona es psicópata, creo que reúnes todos o casi todos.

Dicen que siempre hay que separar el artista de la persona. En el caso de Burroughs habría que separar la persona de todo lo demás. Empecé con Exterminator, continué con Naked Lunch, Junky y después vino el resto. Creo que he leído lo más importante de él y si es así, descansaré un rato, porque la verdad, satura un poco. De hecho, mientras leía Naked Lunch tenía que parar cada dos páginas para irme a dar una vuelta por el parque a que me diese el aire. Un libro lleno de pornografía literaria, de donde cada cinco palabras, cuatro eran penes, anos y penes dentro de anos. Un imaginario explícito donde nos da innumerables detalles:  el color  y el olor de la droga al quemarla en la cucharilla; cómo asciende lentamente por el interior de la jeringuilla, asegurándose de que no entra aire; cómo la inyecta en la vena;  la sangre resbalando por la ingle; cómo siente una mezcla entre adrenalina y calma cuando se pincha, y hasta nos describe el color de la bilis cuando vomita después de la ceremonia de la Ayahuasca. Escenas de orgías y  bacanales usando la famosa cut up technique de la novela postmoderna, aunque a mí me parece más bien que el mozo iba escribiendo cosas sueltas en cada uno de sus desvaríos opiáceos y luego iba Allen Ginsberg por detrás recogiendo las miguicas, juntándolas de la mejor manera que buenamente pudo y así se compuso el libro. De hecho en una entrevista a Burroughs, éste admitió que no se acordaba de haber escrito Naked Lunch

Empecé a Burroughs porque necesitaba encontrar a alguien que me diese un halo de optimismo ante la sobredosis de dramatismo y desesperación después de años leyendo a Bukowski y su cuentecito del anti héroe perdido, víctima del mundo y de la sociedad,  con excesiva consciencia de sí mismo y una vida depresiva. 

Existe una generación de hombres blancos que contemplan su propio ombligo,  con una tendencia innata al falocentrismo, que hablan de sus vicios, de sus penas y sus penes  —que generalmente los describen como grandes y erectos — y de su vida lasciva y pecadora, en muchos casos enorgulleciéndose de ello. Hombres que nos cuentan las hazañas del malvivir, un malvivir que en cualquier caso fue puramente elegido por ellos, de no haberlo sido, no hubieran tenido tiempo de escribirlo. ¿Le hubiera importado al mundo si esas mismas experiencias hubieran sido contadas por mujeres, y de la misma manera? ¿Cómo se hubieran interpretado?  Que sí, Bukowski, que ya nos hemos enterado de que te gusta cascársela mientras ves a tu vecina regar las plantas, que tampoco hace falta que nos lo cuentes con tantos detalles y en todas tus novelas. Pesado, que también nos queda claro que tu vida ha sido un sucumbir de trabajos precarios, que nadie te quiere y lo has pasado muy mal. Nos pasa a todos, Bukowski, bienvenido al club. Gracias por contárnoslo, pero ya, para.

Quizás el malvivir no fue una elección para la gran cantidad de personas que estaban luchando por salir de las miserias de una América en depresión económica y racialmente segregada y que sabían que no servía de nada culpar a este mundo cruel y traidor. En su lugar se ocuparon de vender su labor de la mejor manera que pudieron o les dejaron, y poder permitirse así un estilo de vida que les convenciera lo suficiente de que “fue su elección” , aunque en realidad nunca fue así, ya que el abanico de posibilidades se reduce notablemente cuando no eres un señorito de Harvard, (que tampoco es que Bukowski lo fuera, claro). 


Existe una generación de hombres blancos que contemplan su propio ombligo,  con una tendencia innata al falocentrismo… Hombres que nos cuentan las hazañas del malvivir, un malvivir que en cualquier caso fue puramente elegido por ellos


Y es aquí donde viene lo fascinante y paradójico de William Burroughs . Un hombre que habla de manera más factual posible, desprovisto de adornos emocionales, con la irónica sobriedad y sensatez de un yonki de traje y sombrero que estuvo más de quince años con el hábito de inyectarse heroína en vena unas tres veces al día. (Ojo, que no soy quien lo llama yonki, que se lo dice él a sí mismo). Una persona que en su obra descriminaliza las drogas y le devuelve a la persona adicta la humanidad y la dignidad que el sistema le roba. Su trabajo literario es una hostia estrepitosa, un sonado zasca a esa superioridad moral con la que el mundo mira al yonki. Una sonora bofetada a esa deshumanización, esa compasión falsa y temeraria, ese pobrecito, estás muy mal , déjame ayudarte, pero sólo te ayudo si te ayudas a ti mismo, obligando a uno a ceder ante la argumentación precaria y paternalista de que “te quiero y lo hago por tu bien” que le quita al ser humano el derecho de tomar responsabilidad sobre su propia vida,  dejándole a merced de un sistema que controla, corrompe, jerarquiza y explota al individuo,  en este preciso orden. Una crítica a un conjunto de valores que se les inyecta a la población, ya  desde la escuela, donde a los hombres se les educa para preservar y potenciar su masculinidad blanca hegemónica  y que Burroughs expone sin censura alguna en Naked Lunch en la escena donde se les pide a los estudiantes que enseñen sus penes para poder entrar en la universidad. Corrupción, control y poder. Esas son las razones por las que Burroughs manifiesta una desconfianza tenaz tanto hacia las autoridades sanitarias como los gobiernos.

Y a medida que uno va leyendo su obra y se embriaga del escenario grotesco del ultramundo de la droga de las grandes ciudades, espera, con ansia viva, llegar a la parte del libro en la que William Burroughs va a salir lloriqueando y diciendo que se arrepiente de todo, que ha sufrido mucho, implorando que por favor alguien le salve. De alguna manera espera uno que salga justificándose por sus actos, autocompadeciéndose y prometiendo que va a cambiar, que lo tuvo muy difícil en la vida y rogando comprensión por parte de la sociedad. Pero no, eso nunca ocurre. Era consciente en todo momento de que  era adicto y lo aceptaba con la serenidad con la que pocas personas aceptan sus propios monstruos, sin criminalizarse ni autocompadecerse pero sin tampoco enarbolarse en la bandera idealista de glorificar sus acciones y el consumo de drogas, y siempre dando a conocer  una visión realista y fáctica, expresada con una frialdad casi psicopática,  que resulta tan apabullante como adictiva. 

La autodestrucción de William Burroughs se diferencia de la de Bukowski en que Burroughs lo hace con más conocimiento de causa y sobre todo tomando responsabilidad de sí mismo. Pero lo más importante, admite que comenzó a drogarse porque no tenía motivación alguna en la vida, (bien, William Burroughs, ahí bien) y no porque su mujer le había dejado por el carnicero o porque su padre le daba de hostias hasta en el carnet de identidad. (¡Aprende Bukowski!) No. Fue todo motu proprio. Yo me lo guiso yo me lo como. Sí, ¿qué pasa? hago ésto porque quiero y porque puedo. Soy un ricachón de camisa planchada, gemelos, esmoquin y corbata bien apretada. Todo un señor con el privilegio de ser blanco de familia bien avenida en una América de postguerra, y que reconoce que su relación con el dinero cambió a causa de las drogas. Un señor cuyo privilegio le dotó de la capacidad de poder hablar abiertamente de su sexualidad sin ningún tipo de tapujos y con la confianza con la que muchas mujeres de la misma época no podían hablar de la suya. 

Quizás era eso lo que necesitabas, Burroughs, darle un chute de adrenalina a tu vida aburrida de hombre de bien, que en el fondo nunca tuvo ninguna necesidad de nada.

Burroughs hablando en 1977 para la televisión canadiense sobre su adicción a la heroína

Me recuerda un poco a Nick Cave cuando afirmaba que siempre tuvo una infancia muy feliz, pero luego leyendo sus letras neogóticas y depresivas, su vida personal y sus pinitos con la heroína, uno piensa, pero chico, ¿qué necesidad había?

Y bueno, William, cuéntame qué tal te fue. ¿Bien? ¿Fuiste feliz o qué? O como diría Marc Anthony, ¿valió la pena?

Yo no sé si valdría la pena o no. ¡El señor vivió hasta los 83 años!, pero si toda su vida se ciñe exclusivamente a lo que cuenta en las novelas, yo no le envidio:

— ¿Qué has hecho hoy, William Burroughs?, 

— Pues nada, hoy  salir a la calle a encontrar a Fulanito y Menganito, robar dinero mediante artimañas sutiles, falsificar recetas y hacer negocios sucios con traficantes teniendo siempre a los agentes de narcóticos cerca asomando el morro. 

— ¿Y ayer?

— Pues un poco lo mismo. También fui a comprar el pan, a torturar a un gato, ¡Ah! y a la cárcel. Eso hice.

De la misma manera que tomó consciencia de sí mismo a la hora de autodestruirse, podría haber tomado consciencia de la posición que la sociedad le daba y los privilegios de los que disfrutaba y haber hecho algo de más provecho con ellos. Pero eso ya es decisión de cada uno. Ahí yo no me meto.


La autodestrucción de William Burroughs se diferencia de la de Bukowski en que Burroughs lo hace con más conocimiento de causa y sobre todo tomando responsabilidad de sí mismo.

En su obra no hay ni rastro de mujeres, y si las hay son prostitutas. Bueno no, calla,  ahora que pienso… en Junkie menciona a su mujer un par de veces, describiendo cómo le atizó con la mano abierta cuando ésta sugirió que se estaba pasando un poquito con las drogas ya… 

— ¡Dejadme hacer lo que yo quiera! ¡Es mi vida, es mi derecho!  ¡No hago daño a nadie! — dijo William Burroughs antes de disparar a su mujer a bocajarro y estucar la pared con su cerebro.

Dicen que no se entendería su literatura sin conocer el hecho de que mató  a su mujer, (ah, entonces, aquí ¿ya no separamos la persona del artista o qué pues?), por supuesto accidentalmente, cuando estaban en casa de borrachera. 

Al parecer, este accidente tonto fue la causa de que comenzara a escribir, y de hecho así lo manifiesta él mismo “I am forced to the appalling conclusion that I would have never become a writer but for Joan’s death … So the death of Joan brought me into contact with the invader, the Ugly Spirit, and maneuvered me into a lifelong struggle, in which I had no choice except to write my way out.” (Queer, 1985)  . 

Así que ya sabéis, escritores frustrados del mundo, si alguna vez sentís el síndrome de la página en blanco, qué mejor manera de acabar con vuestro bloqueo creativo que esparciendo los sesos de vuestras mujeres sobre el papel tapiz de flores de vuestra casa. Eso es como decir que menos mal que existió una guerra mundial porque así podemos disfrutar de la poesía de Wilfred Owen. Al menos los war poets hablan de la guerra, no así Burroughs, de cuya mujer no hay ni rastro en ninguno de sus libros. Joan Vollmer, se llamaba. Chico, William Burroughs, ¿qué te costaba? aunque fuese para darle las gracias. Dedícale algo, hombre.

“¡Uy, qué miedo, me persigue el Ugly Spirit!”. Pues oye, haberle mandado un mensaje a tu ex, señor Burroughs,  que es lo que hacemos todos cuando estamos borrachos, en vez de ponernos a sacar alegremente la pistolita. Así el Ugly Spirit no te acosaría tanto después. Aunque bueno, a lo hecho pecho. 

Me imagino la escena: Burroughs diciendo, venga va, que esta noche salimos de tranquis. Y quedaron para tomar un café con benzedrina, pero luego se conoce que debieron de llegar Allen Ginsberg, Jack Kerouac y otros ‘amiguitos’ de la chupipandi de la Beat  Generation de Harvard, y la cosa se lió. Claro, clásica situación en la que uno dice,  bueno va, la pre-antepenúltima y nos vamos. Al final terminas en casa, esnifando un polvo amarillo de matar cucarachas que has robado de la oficina de tu trabajo como exterminador; bebiéndote las reservas nacionales mexicanas de tequila y jugando al Tute Cabrón en pelotas con un babuino, un extraterrestre verde y un ciempiés gigante. Pues lo típico. Después de eso, agarras una pistola y te pones a jugar al Guillermo Tell con tu mujer; por lo que sea te falla la puntería y terminas reventándole la jeta, pues sin querer. ¡Ahí va!

Al tomar la declaración en México le absolvieron ipso facto. Las diferentes versiones de los hechos de los testigos debieron de ser épicas. Me imagino a los oficiales de policía mexicanos hablando entre ellos:

  • El pendejo no se acordaba de nada, dijo que lo último que vio fue el ciempiés chingando con el babuino.
  •  ¿Y qué dicen los otros testigos? 
  • Pues, no sé,  los otros testigos son el ciempiés y el babuino. Y ese señor borracho de ahí.
  • ¡Ay! ¡pues ya dejémoslo ir!, está claro que el hombre no era consciente de lo que hacía, y pues tampoco tiene pinta de criminal ¿cierto? Total es una pinche gringa menos no más.
  • Y ahí se le apareció a Burroughs la Virgen de Guadalupe que le ofreció  impunidad total ante un crimen del que, de no haber sido un señorito americano blanco de Harvard, quizás no se hubiera librado. O sí, quién sabe. Y Burroughs fue feliz y comió perdiz hasta los 83 años, deambulando por la calle Dolores en México D.F., contemplando el rojo ferviente de los campos de amapolas mexicanos cultivados por chinos para luego esfumarse del país lo más pronto posible.

William Burroughs tuvo que venir a Londres para tratar sus adicciones y sus investigaciones fueron fuente de inspiración para doctores y médicos que andaban buscando remedios para enfermedades neurológicas. Con razón no confiaba mucho en doctores ni psiquiatras del sistema y afirmaba con rotundidad que las únicas drogas que causan adicción (contemplada como cambios metabólicos y celulares en el cuerpo) son las opiáceas. Escribió una introducción para la British Pharmacopeia en la que nombra todas y cada una de las drogas que consumió a lo largo de su vida y los efectos que le causaron.

La verdad que al hombre se le nota que sabe mucho, de hecho es cierto que iba para médico y al final su relación con la medicina, por la razón que fuese, no terminó de cuajar. También fue fuente de inspiración para muchos músicos de rock. Fue él quien inventó el término heavy metal para referirse a este género musical, y la verdad uno no puede leer a William Burroughs sin escuchar a Led Zeppelin de fondo. No sabe igual.

Al final de todo, me quedo con las dudas de quién fue verdaderamente William Burroughs: ¿Fue acaso un rebelde con conciencia de clase, que usó sus privilegios para denunciar corrupción de los gobiernos y la hipocresía en cuanto a sus decisiones legislativas relacionadas con las drogas? ¿o simplemente todo era un paripé egoísta para poder seguir chutándose y para liberarse del sentimiento de culpabilidad por haber acabado con la vida de Joan Vollmer? Si  este señor viviese hoy en día, ¿se le tacharía de loco conspiracionista y negacionista? ¿Se opondría a la vacuna del COVID, llevar mascarillas y a la implantación del 5G por ser una manera de “controlarnos a todos”? No lo sé. Pero después de esta sobredosificación que he tenido de Burroughs, sólo me apetece leer cuentos de hadas. Y beber mucha agua.


Sigrid Malasaña es una joven escritora que reside en el sur de Londres. Este es su primer artículo para Perro Negro