Por Joaquín Tapia


 

En el estreno de Eco del humo, una película de Juan Álvarez, el veterano director de cine Paolo Agazzi ha dicho que le gustaba harto ¨esa escena de los chanchos¨ en El corral y el viento. Después ha dicho que él también, a pesar de viejo, podía hacer cosas experimentales, que tenía un corto de veinte minutos, por ejemplo, con cuatro planos, cada uno de cinco minutos. Este corto, me contaba mucho antes el propio Miguel Hilari, quería Agazzi aprovechar de presentar como telonero cuando se mostrara El corral en la Cinemateca. Y esa noche de lo de los ¨chanchos¨, Miguel simplemente se reía y decía: ¨Son ovejas¨.

El desencuentro. La parte de la que supuestamente debiéramos poder esperar las más increíbles opiniones. Toda la distancia que nos separa y que convierte cualquier intento de comunicarse en un balbuceo, una mescolanza de malentendidos y, quizás, también un poco de envidia.

El corral y el viento es la primera película de Miguel Hilari. Es importante decir que es la primera porque, en mi opinión, para él, mantener un ritmo fuerte, idealmente de una película por año, es sin lugar a dudas una meta. Cuando trabajábamos en una película de Jorge Sanjinés, mientras terminábamos de ordenar lo que había sido el taller de arte para entregar las llaves a la productora, él ha dicho: ¨Sí, una película por año hay que hacer¨, más o menos con esas mismas palabras, y con un énfasis que yo llamaría, cuando menos, algo exaltado. Más adelante, en un email en el que me contaba más detalles y fechas de El corral, justamente para este texto, terminaba el mensaje diciendo: ¨En realidad ha sido harto tiempo. Pero también estaba haciendo otras cosas mientras tanto, y al final me ha gustado hacerlo así. Espero hacer la próxima un poco más rápido¨.

Es inevitable encontrar en esas pocas oraciones un aire de disculpa. Si bien reconoce que ¨al final le ha gustado hacerlo así¨, más que todo, yo creo, acaba queriendo decir que es una macana siempre tener que tardar para hacer una película, que algo necesario para él es no solo hacer cosas honestas y buenísimas, sino también más fáciles de ajustar a un modelo que por fin pueda llamarse práctico. Y cómo no entender esa manera de pensar cuando uno la ve desde esa angustia tan característica de todo joven más o menos jailón1 que tiene que liquidar regalos de navidad y cumpleaños para hacer los cortos del día siguiente, que para hacer una película tiene que tardar años de años en no conseguir ningún dinero y acabar, como siempre, volviendo a pedir de su familia prestados montos que en realidad son miserables, aunque al mismo tiempo asquerosamente inasequibles.

Pero basta de llorar. En estos últimos dos años se han llevado adelante varios cortos y (désele aquí una pausa anunciadora a su lectura) varios largos. SatélitesNueva VidaPrimavera, NanaLa CompañíaViejo Calavera. Tres cortos que ya han sido estrenados y tres largos, ninguno de los cuales todavía ha salido al público o ha terminado siquiera de montarse, pero que sin duda brillarán como ninguna otra película boliviana podría siquiera soñar con brillar. Aquellas películas que son las más difíciles de producir en Bolivia son justamente las que están armadas con la retórica más solvente, amén de una disposición a detenerse a ver cine, a pensar en sus aspectos formales, a explorar toda una dimensión que había quedado olvidada desde hace tiempo.

***

Durante este último año se ha intentado decir bastante sobre el nuevo grupo de cineastas Socavón Cine. En más de una publicación se ha dicho que los miembros de este grupo intentan hacer películas que se relacionen con el cine de Jorge Sanjinés. Si bien más allá de simplemente decir eso, el único caso en que la crítica es capaz de encontrar un ejemplo de ello por cuenta propia es la publicación de Mauricio Souza sobre los cortos Juku y Enterprisse, de hace ya dos años, y no de lo más actual y, en general, más o menos frugal que se ha estado escribiendo. No sería la muerte dejar de leer todo esto.

En una entrevista hecha por Cahiers du Cinéma a Jorge Sanjinés en 1974, bajo la sección titulada Cinéma Anti-Imperialiste en Amerique Latine, se leen hartas cosas interesantes que, quizás, podrían arrojar nueva luz sobre esta tendencia generalizada a ver a Socavón Cine prácticamente como una descendencia del Grupo Ukamau. En la entrevista, hablan de un cambio gradual y decidido, cada vez con más lucidez, producto de un aprendizaje que se dio en el camino de hacer las películas: el paso de la ficción que está ubicada en héroes centrales (signo de una retórica occidental, imperialista) a otra donde ¨es la colectividad la que está privilegiada¨; ¨una preocupación constante de simplicidad, de simplificación, de claridad, de didactismo¨. Y si bien es cierto que toda retórica es, entre otras cosas, siempre un afán didáctico, aquí es importante recordar más que nada aquello que dice, una vez más, solo Souza cuando opina sobre la diferencia entre los planos largos de antes y los de ahora: que el plano largo de antes tiene la intención de contar algo, mientras el de ahora se limita a poner a la vista cosas sin una relación directa. El plano largo de esta nueva generación exige más de su espectador, lo invita a una participación activa al ver cine, y esto, cuando menos, no podría llamarse didáctico de la misma manera en que Cahiers du Cinéma lo hace.

Cuatro: Ya se sabe, hace tiempo, que dos, tres o cuatro golondrinas no hacen ningún verano. Ojalá lo anuncien, sin embargo. Y así podríamos imaginar ese verano a partir de lo que, hasta aquí, hemos llamado “excepciones”. A saber: cortos como Uno de Pablo Paniagua, Entreprisse y Juku de Mauricio Quiroga/Gilmar Gonzales o Max Jutam de Carlos Piñero. De ellos, se puede decir en general lo siguiente: a) se hacen cargo de la tradición del cine boliviano, dialogan con ella, obviando la ignorante actitud del “borrón y cuenta nueva” que organiza tanto bodrio o borrón de nuestro cine reciente (que suele quedarse muy corto con sus “cuentas nuevas”); b) con un ojo de documentalista intuitivo, derivan sus opciones estéticas de aquello mismo que narran, como si hacer cine fuese saber escuchar y prestar atención, y no una cuestión de abandonarse a megalomanías expresivas o bovarismos varios. c) como mucho buen cine boliviano, se acercan a una alteridad (el “otro”, que es aquí un cargador, migrante, minero, obrero), pero lo hacen con cautela y curiosidad, trazando así un cine de la reticencia política que rehúye las abstracciones pedagógicas.2

Entonces es verdad, por supuesto, que los que antes hicieron unos cortos de cuya sensatez da cuenta aquí Souza, y ahora han constituido públicamente su grupo, responden a una tradición de cine que es la nuestra. ¨Se hacen cargo¨, como si se tratara de hacer un trabajo que nadie más se ha tomado la molestia de atender. Pero lo más increíble es eso que dice el texto al final sobre ¨un cine de la reticencia política que rehúye las abstracciones pedagógicas¨. ¿Dónde más se señala así tanto la relación como la distancia entre dos tiempos del cine boliviano? Entre la ¨preocupación didáctica¨ de antes y la ¨reticencia política¨ de ahora ¨que rehúye las abstracciones pedagógicas¨, hay dos posiciones completamente opuestas.

Reticencia política que además puede ayudar a sacar a nuestros amigos de ese su incurable pesimismo. Marguerite Duras decía que a la industria del cine se opone una utopía cooperativista, que hacer cine no es hacer una película, sino, de hecho, hacer de todo por no hacer una película. Ella admitía el carácter profundamente imposible de su concepción, no solo porque este cine no se ajustaría a ninguna forma de producción; además porque este cine y el espectador están alejadísimos. Al irse de la política hay que alegrarse porque la guerra que se pierde es solamente otra: ya no la de un cine revolucionario contra el imperialismo, sino la de un cine perdido contra una indiferencia casi absoluta. Intentar hacer cine siempre es asumir una derrota, y entre estas dos, nuestro tiempo es de la segunda.

***

Dentro de esta nueva línea, El corral y el viento pareciera tratar, para mí, de vencer la distancia que se tiene con un lugar y con una figura que representa ese lugar. Así, la película empieza con ese texto en off:

Este es el pueblo de mi padre, Santiago de Okola. Algunos de mis familiares siguen viviendo aquí, pero la mayoría de los pobladores se han ido a la ciudad. Yo siempre he venido de visita. En un diario que llevaba de niño, se lee:

(En alemán) Fuimos a Okola. He tenido una rara sensación, como si ya no pertenecería a este lugar. Me asusté, pero quizás desaparezca si venimos más seguido al campo.

Sobre un solo plano que se repite cuatro veces: una cámara agarrada en las manos que sigue a su tío Francisco, de espaldas, mientras baja por una pendiente muy de mañana. Esa repetición no puede ser otra cosa, creo, que una manera muy creativa de mostrar esa posibilidad de ver algo todos los días, que es de la vida, pero que ya se ha perdido, por el viaje, por el tiempo, y que solo por el cine se logra recuperar de alguna manera.

A eso le sigue ese plano largo de su tío pescando, también muy de mañana, también de espaldas a la cámara. Dos planos en que vemos a su tío Francisco dando la espalda, para luego desaparecer hasta la segunda mitad de la película. Hay, a mi parecer, una dificultad para acercarse, pero además una forma muy conservadora de permitirse ese acercamiento. Y al mismo tiempo esto se arma de planos que seguramente han sido filmados con el solo objetivo de tener una disposición para registrar la mayor cantidad de planos largos que sea posible, de acompañar algo, de realmente alcanzar un rigor de mera observación. Los significados y las alegorías vienen después, en el montaje.

Pero antes de estos dos planos está su primo Hernán que juega torpemente con su gato, lo aprieta entre sus brazos y así lo fuerza a botar el aire de golpe, emitiendo un sonido chistoso. Este y varios otros de la primera mitad, planos en que se trata con torpeza a los animales o entre primos, han escandalizado al público festivalero, dicen. Volviendo a lo anecdótico, Miguel me contaba que en un festival canadiense al que lo invitaron con El corral había un nativo americano que era el único al que le habían gustado esas partes de la torpeza y, riéndose del susto de los otros espectadores, le dijo en un bar: ¨That was so white, man!¨

Hay una forma de malinterpretar bien chistosa: la de esas personas que leen con su resaltador en mano y siempre acaban remarcando el párrafo entero; después solo queda un triste escenario de páginas amarillas o verdes o naranjas o, en ocasiones, ¡hasta moradas! Esa misma forma de malinterpretar puede llevar a leer equivocadamente los planos de la torpeza en El corral. El cuarto en ese primer plano de Hernán, nadie lo ve, nadie se fija. Esa forma de ajustar la exposición que todo aquel que ha ido a filmar en un cuarto al campo conoce: la falta de un rango dinámico amplio (que en tan sólo uno, dos años, se ha mejorado tanto en las cámaras digitales). Por eso la ventana está quemada, para poder subir la exposición hasta un punto en el que se puedan ver con razonable facilidad las cosas que hay en ese cuarto: el bidón cortado de Aceite Fino (para transportar agua desde la pila), un zapato sin guatos, el sombrero de un disfraz militar que volvemos a ver más adelante, la tele que aparece encima de la cómoda cuando la cámara se mueve el rato que Hernán se sienta, la polera de fútbol colgada que ese mismo movimiento revela.

Otra cosa que se ignora es este tipo de plano tan increíble que es casi como una foto tipo retrato que se puede ver en vivo, y que algunos cineastas utilizan tanto en documental como en ficción. No es nada nuevo, pero el efecto siempre es electrizante, tanto más cuando la cámara que graba este plano es en mano y se puede sentir el pulso de quien la agarra. El corral tiene hartos de esos planos, momentos de mirarse a través de una cámara, todo lo que eso propicia, con la familia, con la escuela, en los planos de las recitaciones, con los vecinos, con su tío.

El plano con que se escucha la voz en off que cito arriba aparece completo en el minuto 38 de la película, lleno de un ruido digital que ahora sí tenemos tiempo de apreciar. Justo después está un plano que me parece importante porque no consigo explicarme a quién mira el camarógrafo mientras Francisco mira a la cámara, luego arriba, luego nuevamente a la cámara. Primero Francisco pregunta: ¨Una máquina es, ¿no?¨ Aventurarse a decir si Francisco entiende o no la explicación de su sobrino sería demasiado tonto y alevoso, pero hay algo que sí sé y es que Miguel me ha contado que, a diferencia de sus primos, su tío Francisco se aburrió cuando veía la película. ¿De qué naturaleza es la distancia, esta nueva e insospechada distancia, que se puede descubrir dolorosamente con este plano? Tomar un interés por filmar algo y todas las cuestiones que eso detona, que son inherentes a ese interés. Una condición puramente del oficio que acaba por afectar todo lo que se haga desde el lugar de ese oficio. Poner en evidencia, entonces, todo esto que sucede, como parte de la labor de documentar y de montar.

***

En el email que menciono antes, Miguel explica que ha empezado a filmar cosas con su papá y sus dos tíos desde el 2010, esporádicamente y siempre con una cámara prestada. Dice que tenía un primer corte de El corral en marzo de 2013 y que se lo mostró a Gabriela Paz y Gilmar Gonzales. En julio de ese mismo año va a Lima y se lo muestra a Juan Daniel Molero y a un tal Robinson, y un mes más tarde viaja una semana a Okola con Gilmar Gonzales para revisar ese corte. La corrección de color y la mezcla de sonido se hicieron hasta enero del 2014, con Álvaro Manzano y Lluvia Bustos respectivamente. La conversión a DCP se hizo en febrero, y en marzo se estrenó la película en el festival Cinéma du Réel en Francia.

Al final, todos estos cortos y largos de los que hablo se han estrenado en festivales extranjeros, salvo Satélites, de Gilmar Gonzales. Los largos que están a medio hacerse también apuntan a la misma suculenta gloria. En ese escenario, naturalmente, lo que ocurre es que unos cineastas festejan el triunfo de otros tan complacidos como Athos podría estar por una hazaña de D’Artagnan. Así dice Godard en su prefacio a un libro de cartas de alguien más.

En medio de todo ese ruido, algo de loable tiene la decisión tan tajante de Gilmar Gonzales. Después de todo los que hacemos estas películas somos todos jóvenes sin nadie más viejo que venga y nos diga: está bien, la vida festivalera es un asco, acepten su anonimato con alegría, así lo habría querido Duras; esa es la única forma realmente honesta de amar el cine. Pero también hay que vivir, responderíamos, ¿de qué sinvergüenzura vamos a sacar las fuerzas para seguir así?

La explosión del cine boliviano que todos quieren apresurarse en anunciar, podría acabar por hacer de ese eterno problema una cosa aún más grande. Como se cita en el epígrafe de Satélites: ¨No había entonces tantos barcos en esas aguas como ahora¨.


  1. Jailón es una palabra paceña vernácula que se utiliza para designar a las personas de la burguesía boliviana.
  2. Fragmento del ensayo de Mauricio Souza ¨Hacer cine en Bolivia: sobre los cortos Enterprisse y Juku¨ (puedes leerlo aquí)
  3. La entrevista a Jorge Sanjinés hecha por Cahiers du Cinéma la leí en el libro (en castellano) Teoría y práctica de un cine junto al pueblo, de Jorge Sanjinés y Grupo Ukamau.