En un capítulo de Los siete locos (La farsa, pag. 133 de la edición de Losada, 1978), el Mayor (uno de los conspiradores de que habla la novela, infiltrado en el ejército) propone un plan para fomentar entre la gente  la “inquietud revolucionaria” y promover el despliegue de organizaciones terroristas, mediante el cual se lograría crear un estado de opinión favorable a la intervención de los militares en el gobierno. La novela de Roberto Arlt fue escrita en el año 1928, y apenas dos años después, el golpe del general Uriburu inauguraría la triste seguidilla de gobiernos militares que ocuparon casi todo el siglo XX argentino hasta 1983, con la excepción de los diez años del primer peronismo y brevísimos períodos constitucionales siempre interrumpidos por nuevos golpes de estado. Pero si en algún momento el “método” preconizado por el personaje arltiano parece reflejado al pie de la letra, sin duda fue en los prolegómenos de la más cruel de esas dictaduras, la que inició en 1976 en general Videla.

Lejos de mí, desde luego, la idea de pretender que los militares del 76 habían leído a Arlt (o cualquier otra cosa que no fuera un periódico). Pero lo que no puede negarse es que los párrafos citados (y en verdad, mucho del delirio conspirativo de la novela, aunque la novela en mi opinión sea hija directa de Los endemoniados de Dostoiewski) constituyen una verdadera profecía que se haría casi puntual realidad medio siglo más tarde. No creo en los profetas, pero que los hay, los hay.

Ya seamos esotéricos o positivistas, no puede negársele a la literatura la capacidad de haber producido, a lo largo de su historia, más profecías que Nostradamus, el Antiguo Testamento y el apócrifo Hermes Trimegisto juntos (sobre todo teniendo en cuenta que las profecías de Nostradamus, el Antiguo Testamento y el apócrifo Trimegisto también son literatura). Habrá que reconocer – eso sí – que casi todas esas profecías han propuesto siempre escenarios de los que ahora suelen llamarse “distopías”.

Pero ¿puede la literatura producir profecías del pasado? La respuesta, quizás, la intenta Ricardo Piglia en uno de los relatos de su libro póstumo, Los casos del comisario Croce, una serie de narraciones en las que el autor – utilizando ya para escribir una tecnología que le permitía, en la etapa final de su enfermedad degenerativa, escribir hablando – otorga el protagonismo al singular policía filósofo que estrenó en su novela Blanco nocturno. Se trata de El astrólogo, el tercer relato del volumen.

En El astrólogo, Croce – aún policía joven y en la última etapa del primer peronismo – fantasea con atrapar al delincuente subversivo más buscado del país, Leandro Lezin (¿Le(n)in?: ya Erdosain había afirmado que el Astrólogo “de perfil” se parecía al revolucionario bolchevique), que no es otro que el cerebro de la frustrada conspiración para tomar el poder narrada en las dos novelas arltianas (Los siete locos y Los lanzallamas), ya con veinte años más. Después de dos encuentros frustrados, el comisario vuelve a ver al Astrólogo -ahora metamorfoseado en el dirigente peronista Freire-, mientras él  (exonerado de su cargo) se metamorfosea a su vez en militante de la Resistencia Peronista tras la caída de Perón en 1955. Allí, poco antes de ser abatido por los militares de la Revolución Fusiladora, el Astrólogo le resume su historia desde que escapó a la traición de Barsut, y cuenta al ex comisario que nunca ha resignado sus propósitos originales, y que toda su vida delictiva continúa centrada en la ansiada toma del poder para cambiar el destino de la humanidad. Una estrategia que en ese momento pasa – desarrolla cuidadosamente el Astrólogo – por aprovechar la mitológica figura del caudillo prófugo: “Tenemos un líder carismático y está lejos, podemos pedir cualquier cosa en su nombre. Ya es un mito. Y no se puede hacer la revolución sin un mito… (…) Vamos a liquidar y a sobornar a quienes haga falta, siempre en nombre del Líder”.

Pero como en los tiempos de la conspiración pasada, el Astrólogo sigue firme en la línea de pensamiento que nadie más que Arlt podía poner en su mente: “Y le pareció adivinar su conclusión – dice Piglia que piensa Croce que cree el Astrólogo – : ¿o vamos a tomar el poder con los tinterillos y los tenderos?”. Lezin lo plantea con claridad: “La corrupción es el rostro humano del sistema, el engranaje emocional de la maquinaria abstracta del capitalismo, su eslabón débil. Los coimeros, los avivados, los ventajeros, los estafadores, los usureros son nuestros aliados, están en todos lados, en las oficinas, en las empresas, en los ministerios, y realizan por su cuenta las mismas trapisondas que el poder económico hace todos los días en escala gigantesca: robar, engañar, estafar, quedarse con el vuelto”. En una magistral vuelta de tuerca, Piglia – casi un siglo después del original – reinstala el delirio mesiánico del antihéroe arltiano en una actualidad plena, aunque coloque la acción discursiva (ficcional) mucho antes: en ese punto de la historia nacional que configura, quizás, la clave del presente y aún del futuro argentino. 

Con su cuento, Piglia coloca en boca del Astrólogo – en la más coherente línea arltiana – una nueva profecía, mesiánica pero sin duda distópica: si hay una revolución posible, no la harán ni los sufridos obreros ni los soberbios intelectuales, la harán los ladrones, los traidores, las putas, los despojados de todo escrúpulo, porque son los únicos que han demostrado ser capaces de jugarse la vida para cambiar su realidad: la oscura, mediocre, pusilánime realidad de las mayorías. Pero en ese juego de espejos de la ficción, el relato se vuelve también profecía del pasado, y como texto de ficción que es consigue la virtud de profetizar el destino de un personaje al que la ficción ha dejado en el limbo de una existencia posible. Una profecía ficcional sobre el pasado de una ficción, que resuelve así la pregunta con que iniciamos este ensayo.

Como el Borges de El fin, que clausura el Martín Fierro, el Ricardo Piglia de El astrólogo deja cerrado Los siete locos. Pasado que no ha ocurrido, y cuya posibilidad – ficcional, claro – sólo se abre a partir de su enunciación textual: profecía por lo tanto. Profecía – paradójicamente – del pasado. Borges, seguramente, lo  llamaría conjetura. Pero qué es una profecía – Nostradamus, el Antiguo Testamento o el apócrifo Hermes Trimegisto incluidos- sino una perdurable conjetura literaria.

Por Enrique Zattara. Londres, abril 2019

Escúcha el homenaje a Ricardo Piglia, en inglés, en el Instituto Cervantes de Londres

Y nuestro programa en ZTR Radio sobre el magistral Roberto Arlt