Por Adriana González Navarro

Desde esa gran urbe andina que es Bogotá, nos llega esta nota de la catedrática, editora y escritora Adriana González sobre Macabea, personaje de La hora de la estrella, novela de una de las más sofisticadas, penetrantes y enigmáticas escritoras que jamás haya producido Latinoamérica: Clarice Lispector

La cotidianidad está llena de insignificancias. Leer a Clarice Lispector me hace pensar en ello, sobre todo ahora que vivimos un momento en el que todo es un espectáculo. Entonces, cualquier trivialidad (o insignificancia) merece ser trinada en Twitter, convertida en historia de Instagram, o posteada en el muro de Facebook, Pinterest, Tumblr o Flickr. Y así como la cotidianidad, la vida –la propia y la ajena, esta en especial– también es insignificante. Con esto no quiero banalizar las vidas insignificantes. Todo lo contrario. Esta idea de las vidas insignificantes me lleva a preguntarme por qué razón el sistema político nos ha hecho creer que unas vidas merecen ser vividas mientras que otras no. Solo pensemos en los mal llamados “falsos positivos”, que no son otra cosa que asesinatos sistemáticos por parte del Estado colombiano para demostrar cifras de acción policial o militar. ¿Quiénes merecen vivir y quiénes morir? ¿Acaso unas vidas sí valen la pena y otras no? 

Macabea, Olímpico, Gloria, madama Carlota, hasta el mismo Rodrigo S. M., personajes de La hora de la estrella, son seres insignificantes; seres anónimos dentro de la gran masa que compone Río de Janeiro (de la misma manera que lo soy en mi ciudad Bogotá). De hecho, cuando Rodrigo S. M. relata la vida de la insignificante mujer que es Macabea da cuenta de su propia insignificancia: “mi pasión es la de ser otro. En este caso, la otra. Me estremezco tan desaliñado como ella”, “Tal vez porque en ella haya cierto recogimiento y también porque en la pobreza de cuerpo y de espíritu toco la santidad, yo, que quiero sentir el soplo de mi más allá. Para ser más que yo, pues soy tan poco”. Sin embargo, en el relato de esas vidas encuentro un gesto político importante, una escritura subversiva. 

Ahora, ¿cómo puede tener carácter político la vida de personas que se consideran poca cosa y no tienen conciencia de sí –y por tanto tampoco lo tienen de su acción política–? Es más, ¿cómo puede ser político el relato de una mujer que cree que la vida es como es, incuestionable, porque ha sido la vida que siempre ha vivido? ¿Cómo puede ser política la escritura de un hombre que no encaja en la sociedad? ¿Cómo puede ser política la narrativa de una mujer que no se considera una intelectual, que quiso ser madre y que escribió también recetas o trucos sobre el maquillaje? La pista para responder estas cuestiones la encuentro en el capín. 

El capín es la maleza que crece en hábitats disturbados, que parece una espiga de trigo, pero no lo es; es decir, es una hierba que no tiene utilidad y estorba, porque irrumpe en medio de la uniformidad de las calles. Macabea –en quien quiero centrarme–, como el capín, crece y vive entre las grietas de Río. Macabea es una vida primaria que respira, respira, respira. Cuerpo nómada (entre humano, animal –cachorro, zorra, caballo– y vegetal –capín, seta del desierto–) cuya delgadez le permite meterse por las fisuras de lo político que Lispector rastrea y recorre en su escritura. 

¿Quién es Macabea? ¿Por qué la historia de una mujer como Macabea merece ser contada? ¿En qué radica su carácter político? En palabras de Rodrigo S. M., ella es una de las millares de muchachas diseminadas por chabolas, sin cama ni cuarto, trabajando detrás de mostradores. Ni siquiera ven que son fácilmente sustituibles y que tanto podrían existir que no. Pocas se quejan y, que yo sepa, ninguna reclama porque no saben a quién.

Macabea, de acuerdo con el planteamiento de Cirila Quintero R. (citada por Ana del Sarto), es cualquiera de las mujeres que el sistema político usa y prescinde: “joven, soltera, dócil y sumisa, sin derecho a reproducirse, poco capacitada y migrante”. Por sus condiciones vulnerables, se convierten en presa fácil, o sea, en mujeres convertidas en signo-mercancía (es decir, cosificadas). En ese sentido, Macabea, para el sistema político, no es un sujeto. Es una cosa; una fuerza de trabajo anónima que se necesita aunque estorbe. Sin embargo, para Lispector, Macabea es como la maleza, insignificante, y a la vez amenazadora para el sistema, porque crece y se multiplica pese al infortunio de la vida que le correspondió. 


¿cómo puede tener carácter político la vida de personas que se consideran poca cosa y no tienen conciencia de sí –y por tanto tampoco lo tienen de su acción política–?

Ahora bien, la historia de Macabea va más allá de la intención de Rodrigo S. M.: “…me limito a contar las pobres aventuras de una chica en una ciudad hecha contra ella”. Es la historia de una mujer que solo sabía que nunca había sido importante, pero que, pese a todo, ella es, vive y cree que nunca va a morir –lo cual es cierto, aun cuando el relato de su vida finaliza con su muerte, luego de ser atropellada por un Mercedes Benz–. Aun frente a toda la adversidad de la vida, la historia de Macabea es la “hora de la estrella”, pero no para ser una gran actriz de Hollywood como Marilyn o Greta Garbo, sino para ser como el capín. 

La historia de Macabea es política por su mismo anonimato. Y es necesario contarla, no porque, como afirmó Andy Warhol, todos serán famosos por quince minutos; lo es porque esta historia es la de cualquiera de esas mujeres desconocidas que viven o sobreviven en maquilas en ciudades pauperizadas o en inmensos barcos en aguas internacionales o como aseadoras tercerizadas por empresas de trabajo temporal. Son seres de simpleza orgánica. Su talante político radica en su sola existencia y la narración se convierte en una puesta en evidencia de una realidad que incomoda. 

Aristóteles consideró que la racionalidad nos hacía seres humanos. Entonces, desde esta perspectiva, se justifica que seres como Macabea no tengan una existencia política. Es más, “para las demás personas, ella no existía”. Es así como esa mirada política explica que ella sea vulnerada –cuando no es ignorada– por cuanto no puede comprenderse dentro de una racionalidad occidental impuesta por siglos. 


La historia de Macabea es política por su mismo anonimato

Pese a lo anterior, Lispector propone que la racionalidad no es la única manera de pensar que da sentido a la existencia. Para la escritora brasileña “quien vive, sabe, aun sin saber que sabe”. Es decir, existe otra forma de pensar: el pensar-sentir propio de las vidas orgánicas. Macabea es un sujeto político aun cuando cierta forma de entender la política solo considere que lo sería si fuera un sujeto racional. La forma de ser, de existir, de Macabea va en contravía con la noción de sujeto político –tal como la expone Rancière– desde la cual se valida la acción política de unos cuantos sobre otros, pues los sujetos o modos de subjetivación provienen de la fórmula cartesiana “pienso, luego existo”. Sin embargo, como ya lo mencioné, Macabea, como todos los otros seres, solo por el hecho de vivir, sabe. Y sabe porque siente. 

¿Cómo es el sentir de Macabea? Macabea encierra el misterio de la vida, un misterio que radica en las pulsiones eróticas o de vida, que se imponen sobre las pulsiones tanáticas. La sumisión de Macabea muestra cómo el instinto de muerte la ata a su opresor, al punto de creer que era normal que su tía la golpeara, o que su jefe la amenazara con el despido y ella le respondiera “Discúlpeme por la molestia”, o que aceptara que Olímpico la cambiara por Gloria. Pero el erotismo y la sensualidad de Macabea por las cosas pequeñas muestran un instinto de vida que la impulsa a seguir respirando, espirando y viviendo aun sin cuestionarse su existencia (o al menos así es por momentos). El erotismo de Macabea es, como lo propone la protagonista de la novela Agua viva, “el erotismo propio de lo que está vivo está disperso en el aire, en el mar, en las plantas, en nosotros, disperso en la vehemencia de mi voz”.

Es transgresor contar el relato de una mujer insignificante, una mujer a quien “nadie la miraba en la calle. Macabea era café frío”; es decir, de alguien que no es útil y deja un mal sabor en la boca, como lo son el capín y café frío con los cuales es comparada. Escribir sobre ella es un gesto político porque desfuncionaliza la noción de que las personas solo tienen una justificación política (o son sujetos de derecho) o tienen una existencia política en la medida en que razonan o que son útiles. Desde esta perspectiva, encuentro cierta ironía en la novela de Lispector: “Cuando se despertaba [Macabea] ya no sabía quién era. Un poco más tarde pensaba con satisfacción: soy mecanógrafa y virgen, me gusta la Coca-Cola. En ese momento se vestía de sí misma, pasaba el resto del día representado con obediencia el papel de ser”. Que Macabea se reconozca en su oficio, en su dignidad de mujer establecida por el cristianismo, en sus gustos como consumidora, muestra el perfil de quiénes somos ante el sistema: una representación para el trabajo, la religión y el mercado; esferas que conforman el montaje humano que Lispector denuncia. ¿Realmente Macabea es todo lo que le permite a ella definirse? Considero que ella es más que eso, ahí radica la ironía lispectoriana, en poner en evidencia que cuando ella piensa-razona encuentra su justificación al representarse como sujeto político en la medida que sigue las reglas del trabajo, la religión y el mercado. Pero cuando ella piensa-siente adquiere la fuerza política del nómada, cuya vida es oblicua. ¿Cuántas vidas oblicuas existen así? Muchas; miles, millones. Y, no obstante, pareciera que para el sistema político que quiere controlarlo todo, ese tipo de existencias no fueran vida. Por ello mismo, el sistema justifica así tantas muertes.

Escribir sobre Macabea como un capín es una invitación que nos hace Lispector a mudarnos todos a un reino nuevo: el reino vegetal, que también incluye el animal. Desde este pensar-sentir podemos entender la libertad que alberga cada ser. Una libertad que ya siente Macabea cuando miente para no ir al trabajo (es decir, para librarse del instinto tanático de la sumisión), y que la lleva a bailar “en un acto de intrepidez absoluta, porque su tía no lo hubiese entendido. Bailaba y giraba porque al estar sola se volvía ¡l-i-b-r-e!”. Libre, como el capín que crece en medio de las calles.

A modo de epílogo

Macabea, mujer capín cuya sensibilidad y erotismo son transgresores, me permite repensar el sistema. Con ella puedo considerar como otro a alguien que no sé qué es pero que tiene una particular forma de pensar-sentir, es libre y posee una subjetividad errante entre lo humano, lo vegetal y lo animal. Macabea, como los demás personajes híbridos que están a lo largo de la obra de Lispector (Pequeña Flor, Muchachita, Lori, el profesor de matemáticas, entre otros), me hace reflexionar, de nuevo, en lo político y la acción política desde las ideas de potencia, vida y afección. 

La obra lispectoriana puede ser interpretada como política porque, a través de su escritura, cuestiona la “distribución de lo dado y de sus interpretaciones, de lo real y de lo ficticio” (Rancière). La escritora brasileña les da un lugar a las mujeres que, como Macabea, van a la deriva, viven a la deriva y nunca mueren porque aun cuando el sistema mismo las mata, las descarta, ellas son inmortales; son rizomáticas, pues asoman entre el asfalto como el capín.

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Adriana González Navarro es escritora, editora y bloguera. Puedes leer sus reflexiones y artículos sobre literatura en El alféizar de la ventana