Una crónica no tan cinéfila de Efraín Bedoya Schwartz


Este lugar es una fiesta. Desde el barrio histórico de Getsemaní hasta el corazón mismo de la ciudad amurallada, lo único que se respira es, digámoslo en colombiano, rumba. El calor, que es decididamente intenso, se transforma en una voz en off que parece vociferarte al oído: “Esto, mi señor, es el Caribe”. Y lo hace como un mantra que te persigue día y noche. Caminas diez metros a media mañana y la frente, el cuello y la espalda empiezan a humedecerse, y te pones a buscar la sombra en donde, con un poco de suerte, una ligera ráfaga de viento te seque el cuerpo. Y luego de vuelta a la caminata, como una marcha cíclica, hasta que te acostumbras, y recuerdas que estás acá para disfrutar esa calentura, más de noche que de día -a punta de vallenato y champeta-, las arepas con queso y los jugos de mandarina con hielo que venden en cada esquina; aunque, recuerdas luego, tu móvil principal sea otro, una celebración cuya experiencia sensorial te sacude la mente tanto como la música los pies: el Festival de Cine de Cartagena. Entonces te entregas sin reparos al tumulto de gente que camina las calles del Centro Histórico buscando la siguiente película, corriendo de sede en sede con la programación en una mano y una lata de cerveza helada en la otra, almorzando poco o nada y, cuando cae la noche, que pregunta de manera automática: ¿Dónde es la fiesta hoy?

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Cuando entró al Teatro Adolfo Mejía la gente enloqueció. Llevaba una camisa celeste manga corta, pantalones beige y un sombrero de mimbre. Era la réplica exacta de un turista norteamericano perdido en el Caribe. Se sentó y el sonido apabullante que caía de los palcos hizo que recorra con la mirada cada piso del teatro. Si uno cerraba los ojos, al oir el alboroto, podía pensar que sobre el escenario había aterrizado una estrella de rock. Pero no era ningún cantante el que había aparecido en medio de la oscuridad, sino Darren Aronofsky. Escribo esto sin particular emoción, debo reconocer, pues no se trata de un director que me entusiasme sobremanera. Cada vez que alguien menciona su película Réquiem por un sueño, yo replico Trainspotting  a modo de argumento de oposición definitivo. Pero, vamos, si el festival había hecho el esfuerzo de traerlo hasta aquí, correspondía, también, hacer el esfuerzo de ir a verlo. La sala estaba repleta y muchos tuvimos que permanecer de pie ante la falta de butacas vacías. Mientras terminaba de acomodarme los audífonos para oír la traducción, y los aplausos cesaban, Aronofsky aseguró que volver a ver sus películas era como masturbarse y por eso no lo hacía. No veo qué hay de malo en esa antigua y placentera práctica, pensé yo, e inmediatamente continuó con otra frase que sí que me desconcertó: «Admiro a Madonna porque se reinventa». Bueno, una jugada para la tribuna, pensé, igual es un director gringo y suelta un referente pop porque es parte de su cultura, pero debe haber más. Y efectivamente lo hubo. La conversación avanzó por aristas que fueron desde la independencia en el cine a pesar del financiamiento dudoso (todo el dinero es sucio, no importa de dónde venga, refirió muy convencido), hasta el impacto de la era digital y el internet –tópico frecuente en entrevistas y conversatorios actuales- en el modo de abordar el cine en estos tiempos. De todas maneras la experiencia de ir a una sala de cine es irremplazable, sentenció y, claro, en el contexto de un festival de esta índole todo el mundo estuvo de acuerdo. Al final de la conversación y las preguntas que le lanzaban como dardos desde distintas partes del teatro, alguna personalidad aparentemente muy importante del cine colombiano le dijo desde la platea: «Si haces una película aquí, Colombia te da el 40% del presupuesto». Lo que desencadenó la algarabía del público, muy excitado con la idea de tener a Aronofsky en suelo colombiano. Inmediatamente después una chica subió la oferta y gritó desde un palco: «¡Y si la haces en Medellín, 15% más!». Una ocurrencia que desató la risa y el aplauso general. Aronofsky tenía poco más de la mitad del presupuesto asegurado, con un dinero que quién sabe de dónde saldría, aunque él no dijo ni sí ni no, y yo pensaba ojalá le ofrecieran al menos el 10% a cualquier director colombiano con el mismo entusiasmo y con tamaña generosidad. Aunque esto, lo sé, no era más que un juego de adulación, un gesto del local para enamorar al visitante, y no había que tomárselo muy en serio.

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¿Sin palabras?, pregunté al ver sus caras desencajadas. Sin palabras, respondieron ellos. Habíamos salido de ver El elefante desaparecido, la única película peruana además de NN, y en ese momento me provocó ser mexicano o guatemalteco (para entonces había visto ya las excelentes 600 millas e Ixcanul), y no peruano. Al conversar con el resto del grupo coincidieron conmigo en las deficiencias de la película, y recordé una frase que había leído la mañana anterior en una revista local, dicha por Andrés Caicedo cada vez que veía una mala película: “Hoy recibí 400 golpes de mal cine”. Pensaba en la frase de Caicedo mientras caminábamos por las calles estrechas de la vieja Cartagena, admirando los balcones de madera tallada y las flores que los adornaban, y buscábamos un bar mientras íbamos relatando los puntos más bajos de la película: diálogos pobres, fotografía que por momentos rozaba lo publicitario y actuaciones inconsistentes. Nos reíamos recordando algunos pasajes bastante ingenuos hasta que nos agotamos de la burla y la conversación tomó rumbos distintos. Esa noche habíamos cerrado infructuosamente el día viendo esa película y revisábamos el programa de mano para decidir cuáles veríamos al día siguiente, procurando una elección más sabia. Compramos una botella de aguardiente, caminamos hasta la Plaza de la Aduana y, confundidos con turistas y vendedores ambulantes, nos apostamos en uno de los arcos muy cerca de Donde Fidel, un bar atiborrado de fotografías de músicos en las paredes y parejas que bailaban con una maestría inexplicable en medio metro cuadrado, desde donde sonaban canciones de Joe Arroyo y otros duros de la salsa que acompañaron nuestra expedición nocturna hasta agotar la última gota de guaro.        

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Los había conocido algunos meses atrás en “La Orquídea”, el festival internacional de cine que se celebra en Cuenca. Habíamos coincidido en el mismo hostel y mi primera impresión fue la de ver a un grupo de mochileros colombianos que llegaban, como tantos otros, a conocer el encanto de esa bella ciudad ecuatoriana. Un par de días después los encontré en una de las proyecciones del festival y conversamos. Descubrí que eran actores y que Leidy, la única chica del grupo, participaba en un cortometraje en competencia (interpretación que días después se llevaría el máximo premio en su categoría). Se la veía ilusionada, con un tipo de apertura al hablar, al presentarse, al preguntar y responder a mis preguntas que enternecía. De hecho mi primer contacto había sido con ella quien, a su vez, me presentó luego a David y Jeztoo, el resto del grupo. Nos hicimos inmediatamente amigos los cuatro y pasamos la mayor parte del tiempo que quedaba de festival juntos. Me contaron que estaban viviendo temporalmente en Quito y que meses atrás, en Bogotá, habían grabado unas escenas plagadas de sexo explícito dentro de una película que estaba en etapa de postproducción. Además, tenían otro proyecto en la mira aún sin desarrollar, en donde no solo actuarían sino que darían el salto a la dirección. Se trataba de una suerte de cadáver exquisito audiovisual en el que participarían 50 directores, con una secuencia de dos minutos cada uno, bajo ciertas premisas que incluían la ausencia de diálogos y la captura de sonido y luz natural. Un concepto muy al estilo Lars Von Trier en Cinco obstrucciones, con algunos ingredientes del Dogma 95. La idea central del proyecto era representar la edad del ser humano desde su nacimiento hasta la muerte, por un periodo de 100 años. Me parecieron proyectos interesantes y por supuesto tenía ganas de verlos tras su corte final. Semanas después me enteré, a través de ellos, que ambas películas estaban listas y que se presentarían en el Festival de Cartagena, así que organizamos el reencuentro, esta vez, en suelo colombiano. Este tuvo lugar primero en Bogotá. A la salida del aeropuerto me recibieron Leidy y David, quienes me contaron más detalles de las películas y en cuyos rostros reconocí la emoción que les generaba ver sus proyectos exhibidos en Cartagena. Aquí, dos días después, se sumó Jeztoo. Los tres, además de algunos otros actores que conocí luego, venían en representación de Fucking Games, película en la que interpretaban a un grupo de escolares que se reúnen en una casa y terminan por jugar una ruleta sexual, práctica que en la realidad se había hecho popular entre escolares de Medellín; y Anthropos, en donde cada uno dirigía una secuencia. Ambos proyectos, tras ser proyectados, recibieron buenos comentarios por parte del público, sobre todo por lo arriesgado de la propuesta. Y lo cierto es que efectivamente eran proyectos ambiciosos y valientes, aunque con ciertas deficiencias de guión -en particular Fucking Games-, y así se los hice saber. De todos modos los resultados eran más que plausibles. Dos proyectos experimentales habían logrado hacerse un espacio en el festival, con los riesgos que eso implica, y por tanto había que celebrarlo.

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En Cartagena se rumbea todos los días sin motivo aparente. Puede verse, si se quiere, como la prolongación de la fiesta que supone asistir diariamente al festival. Somos un grupo nómade que deambula en medio de la noche tibia, como una tribu cinéfila fácilmente reconocible por las credenciales que cuelgan de nuestros cuellos. Aquí, al igual que nosotros, decenas de personas se desplazan desde la Torre del Reloj hasta la bulliciosa Calle Medialuna con el único propósito de distraer la mente y el cuerpo, y tal vez, aunque en mínima medida, toparse con alguna celebridad. O quizá, ahora que pongo en pausa la memoria, sea este el propósito de los actores, que parecen ir de cacería buscando, si la suerte los acompaña, a su próximo y afamado director. Aronofsky estuvo en el Café  Havana la otra noche, ¿será que Trapero irá a Quiebra Canto? ¿Tú crees que Kim Ki-Duk esté caminando las calles de Cartagena y lo veamos en Getsemaní? Porque a la fiesta de Caracol sí que fue. Pero lo cierto es que no nos cruzamos con ninguno, ni en los bares, ni en la multitudinaria fiesta que organiza la productora Dynamo o en aquella otra, más pequeña, que celebra el Cine Tonalá. Solo a un par de directores menores. Y la verdad poco importa. Hacemos el tour nocturno convencidos de que hemos conocido gente maravillosa, prometiendo, con varios litros de cerveza encima, que nos volveremos a ver en el BAFICI o en el Festival de Lima o, probablemente, el próximo año nuevamente aquí en Cartagena. Sellamos pactos verbales a las cuatro de la mañana y regresamos al apartamento agotados y felices. A veces hacemos una última escala en la playa, tonteamos viendo apenas un manto negro que cubre el mar y solo se oye su furia contenida, y vamos claudicando de a pocos como en el capítulo de El Chavo en Acapulco, pero sin fogata. Y al día siguiente sentimos la pegada, porque el cuerpo al cuarto o quinto día no funciona lo mismo, estás sentado en la butaca viendo tu décima película del festival y los párpados se te cierran, cabeceas, el cerebro se atolondra y no sabes -como comentan algunos- si a la fecha has visto una única película muy larga, larguísima, o muchos trailers. Y es que la dinámica termina por ser esa: permanecer despiertos toda la noche y dormir en las películas, aunque el aire acondicionado te vaya matando de a pocos. La experiencia del festival se reduce a esto y lo aceptas con una mezcla de alegría y culpa, porque de eso se trata finalmente, el factor humano antes que la aprehensión cinéfila. Estás en Cartagena, te repites a diario, has hecho un paréntesis a tu monótona vida cotidiana para estar aquí. Y te lamentas en silencio porque empiezas a ver la cuesta hacia abajo. Aunque queden aún un par de días más.

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Kim Ki-Duk parece un samurái salido de una película de Kurosawa. Se la pasa tomando fotos con una pequeña cámara digital y agradece los aplausos de una sala llena de fanáticos con esa inclinación de cabeza tan típica de los orientales. Parece introvertido y silencioso. Cuando habla dice cosas puntuales cargadas de misticismo, o al menos eso manifiesta la intérprete que, a todas luces, no domina el español. Esto, además de suspicacia, me genera cierta ira. Por momentos es necesario interpretar a la intérprete (un ejercicio peligroso), y al final la charla se vuelve un teléfono malogrado. ¿Habrá traducido fielmente lo que dijo? Quizá no, quizá lo que dijo él fue: «Los días de abril se apagan bañados en neblina», y lo que ella tradujo fue: «En abril el neblina bañarte». Miro a mi alrededor y descubro que todos queremos matarla. La tiranía del lenguaje verbal nos vuelve islas. Kim Ki-Duk es una isla, nosotros otra isla. Y en el medio la intérprete que, a pesar de su apariencia de puente, es isla también. Si él hablase ingles esto sería más sencillo, pero solo habla coreano y no es justo culparlo. De todas maneras ese nexo que representa ella consigue acercarnos un poco a él. Entonces, a pesar del camino accidentado, logran filtrarse cosas geniales, como su respuesta a la pregunta por la ausencia de diálogos en sus películas. Cuando Kim Ki-Duk empezó a ver películas sufrió mucho la diferencia idiomática, entonces se propuso hacer un tipo de cine con la menor cantidad de diálogos posibles, y suplir esa ausencia con gestos y movimientos, para que cualquier persona, sin importar su lengua, lo entienda. Aplausos. Y otro momento en que habló escuetamente de la vida retirada que lleva, en donde aseguró que dentro de su pirámide personal el contacto con la naturaleza era primordial, aprender de ella, sumergirse; y que solo después venía el trabajo, seguido de las personas. Más aplausos. ¿Influencias? Pictóricas: Egon Schiele y Francis Bacon. Luego una breve seguidilla de respuestas conmovedoras cargadas de una filosofía personal diáfana, que lo hacían ver como un verdadero maestro espiritual más allá de su rol de cineasta. En este punto los problemas de comunicación habían quedado de lado y un mismo espíritu atravesaba la sala y flotaba sobre nuestras cabezas, unificando todo aquello que malamente se traducía. Habíamos vencido la tiranía del lenguaje verbal, agazapados como estábamos ante su figura, la de un hombre sencillo y hondo, que hacía películas para sobreponer su autoestima y poder estar aquí, en este festival, frente a nosotros.

Antes de retirarse, como había anunciado tímidamente en algún punto de la conversación, Kim Ki-Duk se puso de pie y cantó. Lo hizo, por supuesto, en coreano, sin ningún virtuosismo. Alzó la voz hasta que la cara se le llenó de sangre, con el cuerpo tieso y las manos apoyadas en la mesa, mientras la gente que había permanecido sentada durante toda la charla, y también de pie a los lados de la sala, se agolpó al frente como una ola, con cámaras fotográficas y celulares en mano, para documentar como podían ese momento. Fueron, probablemente, los dos minutos más memorables del festival: un reconocido director de cine cantando en un idioma incomprensible una canción que te desestabilizaba el cuerpo. Bacon, uno de los referentes al que había hecho alusión el surcoreano, dijo en algún momento que su pintura golpeaba directamente al sistema nervioso, evadiendo los largos discursos que otros hacían desembocar en el cerebro. Ese precisamente había sido el impacto de su presentación. Y esa idea también, hay que decirlo con satisfacción, definía la experiencia misma del festival y lo que Cartagena representaba.

[Fotografía de portada cortesía de la revista The End]