Por Enrique Zattara

Ante la creciente distancia entre el ciudadano y el sistema político en las llamadas democracias representativas, nuestro regular colaborador examina la estabilidad y el sentido de las instituciones de gobierno en el primero de tres artículos que buscan iniciar un debate en estas páginas


Mesogobiernos, asociaciones y redes sociales

La creciente e indisimulada apatía de la sociedad por el sistema político (cada vez hay menor participación electoral, un hecho que parece inversamente proporcional al grado de estabilidad económica de las sociedades; el desprestigio de los partidos políticos está llegando a cotas nunca vistas, etc), es una realidad que está haciendo crecer desmesuradamente la llamada “distancia” entre las instituciones del Estado y la “sociedad civil”. Más allá de coyunturas puntuales o manipulaciones interesadas, nadie podrá negar ese hecho, y de nada sirve la retórica voluntarista de echar el balón fuera acusando del desprestigio de la política a quienes están interesados en que los partidos tengan menor influencia en el poder. Son precisamente los propios políticos, tal como están concebidos en el actual sistema de partidos, quienes fomentan ese desaliento al demostrarse efectivamente como meros funcionarios de un mecanismo de administración de los intereses del poder económico.

Ante esa desconexión que avanza a pasos geométricos y augura una ruptura total entre los espacios institucionales y la voluntad individual y colectiva de la gente (convirtiendo definitivamente a la palabra “democracia” en un simple término descriptivo vacío de contenido), los analistas más serios de la realidad política (que no suelen ser protagonistas de las tertulias mediáticas), han lanzado a debate otros espacios de “conexión” o interrelación entre sociedad y estamentos del poder, que presuntamente podrían llenar ese hueco entre unos y otros. Basándose en la idea de la existencia de una “sociedad civil” (término acuñado por Gramsci, discutible pero que en principio estaría dispuesto a aceptar para simplificar la cosa), se habla por ejemplo de mesogobiernos”, “entidades intermedias y redes sociales, como tres fenómenos novedosos que –y cada teoría o posición ideológica da preeminencia a una u otra- podrían dar respuesta a uno de los problemas claves del sistema político.

Los llamados mesogobiernos son la legitimación teórica de una práctica habitual en el sistema de decisiones de la “democracia occidental”, que incluso en los Estados Unidos (donde constituye una presencia casi omnímoda) está reconocida legalmente: la intermediación de los llamados “lobbies” –redes de influencias sobre los políticos organizadas a partir de intereses sectoriales, corporativos o incluso identitarios concretos (el “lobby” petrolero, el “lobby” judío, el “lobby” homosexual, etc, etc, etc). La reivindicación “realista” de su papel en la intermediación entre la sociedad (el sector de ella a la que representan) y el poder, es obviamente una propuesta del más rancio capitalismo liberal: se alcanzan mayores cuotas de influencia sobre el poder, mientras más dinero y organización se tenga.

Basándose en la idea de la existencia de una “sociedad civil” -término acuñado por Gramsci, discutible pero que en principio estaría dispuesto a aceptar para simplificar la cosa- se habla por ejemplo de mesogobiernos”, “entidades intermedias y redes sociales

Otro de los modelos propuestos como alternativa ante la descomposición de la relación directa (o al menos de representación directa, o sea un hombre un voto) entre ciudadano y poder político, es el de las llamadas entidades intermedias, que no es otra cosa que el modelo asociacionista. Según esta propuesta, la gente es más propensa a participar en ámbitos que visualiza como ligados más directamente a sus problemáticas personales: la vecindad, la profesión, las afinidades culturales, deportivas o étnicas, etc. Los defensores del asociacionismo sostienen que frente a la renuencia creciente del ciudadano a participar de la política electoral (tanto activa como pasivamente), estas asociaciones podrían ocupar un papel organizativo intermedio, fomentando la participación, y a su vez actuando como correa de transmisión frente al poder político. El asociacionismo es entusiastamente predicado, frecuentemente, por los sectores progresistas, interpretando que ante la burocratización coercitiva del sistema de partidos políticos, resulta la mejor manera de fomentar la participación ciudadana. Me gustaría sin embargo –en la segunda parte de este artículo- oponer algunas objeciones a esa ilusión participativa. Sobre todo, por la sospecha que me produce el hecho de que sea este modelo, precisamente, el que propugnan los teóricos “sociales” del neoliberalismo.

Por fin, ha surgido con estrepitosa fuerza en los últimos tiempos, jaleado como la panacea universal de la “democracia real” para ciertos representantes del pensamiento “progresista” y sobre todo los que se apuntan al libertarismo, el asunto de las redes sociales creadas a partir de la existencia y difusión de las nuevas tecnologías de la comunicación (o de la información, depende de cómo cada uno quiera priorizar uno u otro elemento). Sin negar la importancia que dichas redes sociales están teniendo en la horizontalización de la información (y de la comunicación), lo que sin duda contribuye a una mayor democratización de la misma, me permitiré también alertar de lo que –desde mi punto de vista- podría significar una falsa ilusión que contiene no pocos elementos que poco contribuyen a la democracia política.

Adelanto mi conclusión: ninguna de estas formas “intermediarias” puede ni debe reemplazar a la política ejercida como ejercicio permanente y consciente de los derechos políticos por cada individuo en cada circunstancia, o sea: el ejercicio de esa forma particular de ser persona y estar en la sociedad, a la que desde la Revolución Francesa se denomina ciudadanía.

Los modelos de intermediación

Pasemos entonces al análisis un poco más detallado de estos presuntos caminos para “acercar” al individuo que somos cada uno de los componentes de una sociedad, al ámbito de la política institucional. Uno de ellos son los llamados “mesogobiernos”. Según esta propuesta –que en la práctica está legalizada en democracias modernas como los Estados Unidos- la distancia política entre la clase dirigente y el ciudadano común, puede ser corregida a través de organismos constituidos como “grupos de presión”, que se organizan alrededor de cuestiones que el ciudadano advierte más cercanas: desde sus intereses económicos concretos hasta la defensa de cuestiones culturales o identitarias. Estos “grupos de presión” institucionalizados, o “lobbies”, cuentan con un sofisticado aparato de influencia directa sobre los políticos, compuesto de abogados, sociólogos, etc, y sobre todo esa categoría que en algunas partes se ha denominado “operadores”, gentes expertas en mecanismos negociadores.

En teoría, estos “lobbies” actúan como canales de comunicación directa entre los sectores involucrados y las instituciones de poder, limitados a determinadas acciones dentro de una legislación presuntamente transparente; pero en la práctica, nada puede impedir que utilicen procedimientos no legales ni democráticos, como el soborno directo o indirecto, la financiación ilegal de campañas políticas, o el tráfico de influencias. Estas prácticas, legitimadas en casi todas partes (aunque legalizadas sólo en algunas), representan la receta antidemocrática del más rancio liberalismo, cuya concepción de la participación en el poder político está directamente ligada a la propiedad y el poder económico. Es evidente que el “lobby” de las tiendas de barrio (suponiendo que lo hubiese) no tiene la misma influencia sobre el poder que, por ejemplo, el de las industrias farmacéuticas o petroleras, ni que el “lobby” judío en Estados Unidos tenga el mismo poder que –supongamos- el de los residentes de origen mexicano. Estas prácticas no sólo no pueden “intermediar” la voluntad democrática de los ciudadanos en su conjunto, sino que constituyen lisa y llanamente una amenaza para la sociedad democrática, destruyendo el concepto de ciudadanía como referente de la constitución del poder gubernamental, y reemplazándolo por un sistema corporativo regido por el poderío económico.

Un peligro que también acecha al “asociacionismo”, una panacea teorizada por los pensadores neoliberales, pero que ha sido adoptado con la mejor buena voluntad por muchísimos sectores progresistas es el “modelo asociacionista” que propone la promoción de “entidades intermediarias” entre el ciudadano y las instituciones políticas. Parte del mismo principio ideológico que los “lobbies”: el ciudadano se siente más motivado a actuar en temas que le son de mayor cercanía, y por lo tanto se sentirá más impulsado a participar del debate y el reclamo de poder de decisión sobre dichos temas: sea la convivencia barrial, el deporte, la educación, la identidad étnica o cultural, o la práctica del tenis de mesa. De esta forma, estas asociaciones sectoriales funcionan a su vez como correas de transmisión desde el ciudadano individual a los mecanismos políticos del poder, trasladando sus inquietudes y adquiriendo un peso político propio en función de su representatividad ciudadana. Es tanta la atracción que esta forma intermedia de “participación” despierta en ámbitos progresistas, que en diversas oportunidades políticos de ese espacio han sugerido incluso la cesión a esas organizaciones de la gestión de determinadas áreas de la administración. Esta forma de presunta “autogestión” permitiría, además, al aparato del estado “descentralizar” la gestión, reducir trabajadores públicos, e incluso abaratar costes. Que la gestión del deporte público esté en manos de una asociación deportiva, o que las asociaciones de padres sean las encargadas de gestionar las actividades extraescolares en los colegios, por ejemplo, son ya prácticas muy habituales.

Este modelo, pese a su aparente incentivo de la participación del ciudadano en la gestión y decisión de los espacios públicos, responde en el fondo a los más estrictos principios del liberalismo: reducir la injerencia del Estado en la vida pública, privatizar la gestión de los servicios públicos, y dejar en manos de intereses sectoriales las decisiones que aparentemente afectan sólo a un sector específico de la población, pero tienen siempre incidencia en el resto de la sociedad. La gestión de los espacios públicos específicos no es ajena al funcionamiento de la totalidad de la sociedad, y sin duda es una reducción de la democracia permitir que cada especificidad del espacio público tenga un ámbito de decisión cerrado sobre sí mismo. Con el agravante, de que al ser las asociaciones agrupamientos voluntarios (otro principio básico del liberalismo) no es posible medir su grado de representatividad real ni siquiera respecto al sector que las conforma; con lo cual, las “entidades intermediarias” entre la decisión libre del ciudadano individual y los mecanismos del poder político, corren el peligro de convertirse en factores de poder e influencia manipulados o manipulables, no sólo por las personas que están al frente, sino por otros agentes de la sociedad, económicos o políticos. El asociacionismo, que constituye sin duda una estrategia importante para alentar la participación de los ciudadanos en la vida pública, no puede ser –en cambio- un modelo que sustituya a la participación directa del ciudadano en la toma de decisiones (aunque sea en el modelo representativo de la democracia actual), porque, al reducir la participación a un área específica de intereses, lo que hace en realidad es negar el concepto mismo de ciudadanía.

Los partidos políticos actuales, en la democracia liberal, han cristalizado en una forma de privatización de la política, lo que significa la negación del ejercicio real de la ciudadanía y por tanto, la negación de la democracia misma

En este sentido, sería muy interesante profundizar en otra cuestión: hasta qué punto los “partidos políticos democráticos” tal como funcionan en la actualidad, en lugar de ser el vehículo de participación del ciudadano en el poder político (o sea, en la toma de decisiones), que es el elemento axial de la democracia, no se han convertido en unas más de esas “entidades intermediarias” que “representan” burocráticamente a los ciudadanos a través de un staff profesional o dirigente consolidado que no tiene una correspondencia real con la participación del votante en las decisiones del Estado. El hecho de que el ciudadano deba ejercer su derecho al voto circunscripto a una serie limitada de alternativas (que casi siempre se reducen a dos), en cuya constitución –por añadidura- casi no tiene ni arte ni parte, abonaría mucho –al menos desde mi punto de vista- esa teoría. Los partidos políticos actuales, en la democracia liberal, han cristalizado en una forma de privatización de la política, lo que significa la negación del ejercicio real de la ciudadanía y por tanto, la negación de la democracia misma.

Nos quedaría por hablar de otro tema central en la transformación de los modelos de participación en la política actual: la proliferación y uso cada vez más masivo de las llamadas “redes sociales”, posibilitadas por las nuevas tecnologías de la comunicación. Sin duda, un tema arduo y complejo, con aspectos y aristas que recién ahora están comenzando a analizarse en profundidad, tras el entusiasta alborozo con que comenzaron su andadura. Tan complejo y arduo, que dado que este artículo ya se ha excedido de la extensión soportable, vamos a dejarlo para una próxima ocasión.  


Enrique Zattara es poeta, novelista, promotor cultural y Director de la Casa Editorial El Ojo de la Cultura. Ha escrito dos novelas: Lazos de tinta y Dos cuervos en la rama, ambas disponibles en nuestra librería digital Y dos de sus poemarios han sido ya reseñados en nuestra revista bajo el título La persistencia de la melancolía.