Por Andrés Vélez Cuervo


Hay cinco características que aparecen de manera recurrente en las películas dirigidas por Quentin Tarantino: crimen, violencia, sangre, diálogos que parecerían no venir a cuento —pero muy pertinentes a nivel connotativo, rítmico y estilístico— y CINE, así, en mayúscula. Personalmente, lo que más me gusta del cine de Tarantino es la quinta de estas características. Este tipo sabe lo que hace, lo hace como se debe hacer —aunque a veces parezca que se le sale todo de “madres”, por lo que negar que sus películas generan un gozo estético debido a la extrema y gratuita violencia, la comicidad políticamente incorrecta o los excesivos juegos de referencias, se me antoja una soberana memez. ¿Por qué?

  1. Porque no existe tal cosa en el mundo material o artístico como la dimensión de gratuidad de la violencia; la violencia nos es connatural y es una fuerza dinámica innegable.
  2. Porque no hay peor delito moral que la corrección política. Este es el que más daño a largo plazo hace a la sociedad, y la mirada socarrona a este valle de lágrimas es un alimento para las mentes despiertas.
  3. Porque los juegos referenciales son un acto onanista de Tarantino, así que la labor de desentrañar su maraña no se compara con el placer que ofrece el despliegue estético de su cine.

Ahora bien, de lo que verdaderamente me voy a ocupar aquí es del crimen —también de la sangre y la violencia, aunque de manera secundaria—, porque el crimen, juzgará usted si tengo o no razón, es fundamental en el cine del director de Tennessee. A Tarantino le encanta el crimen, entre otras cosas, porque ama uno de los grandes géneros de la historia del cine: el noir. No es gratuito, pues, que la crítica lo haya catalogado como uno de los principales representantes del neo-noir.

¿Noir?

Para empezar, aunque la precisión podría ser innecesaria, el género negro poco y nada tiene que ver con la raza negra —aunque no poca conexión tiene el cine de Tarantino con el blaxploitation de los años setenta, particularmente en el caso Jackie Brown (1997)—, así que si la mención produjo en el lector la imagen de Jules Winnfield (Samuel L. Jackson) recitando el pasaje de Ezequiel 25:17 antes de soltarle el cargador entero a un pobre desgraciado en Pulp Fiction (1994), tenga a bien olvidarlo.

El noir o género negro es una criatura extraña, heredera de variadas cadenas de ADN, pero podemos decir que su denominación proviene de la mente preclara del Sr. Nino Frank, allá por 1946, cuando, basándose en el nombre que Jacques Prévert diera a la colección literaria de la editorial Gallimard (Série Noire), tuvo la sensatez de concluir que en el cine norteamericano se daba una especie de recurrencia en la producción de películas que iban en contra del buen tono pretendido por el Código (de censura) Hays, con énfasis en temas como la dualidad humana, la angustia, la confusión o perdida de la identidad, entre otros, y que compartían una estética y elementos reconocibles: los enemigos ocultos o invisibles, los seres desamparados y motivados por pulsiones asesinas, la ciudad como prisión, las mujeres fatales como maelströms devoradores, la anomia, los planos con angulaciones forzadas, el retrato de una sociedad corrupta y un largo etcétera.

Para ponerlo de manera más clara: ¿se acuerda usted de alguna película de gánsteres, alguna de un asesino en serie, alguna sobre un evadido al que persiguen sin cansancio, alguna de un pobre diablo metido en un lío criminal de tres pares de narices sin saber cómo se metió ahí, alguna en la que una mala mujer “buenorra” lleva a cometer un crimen a un pelele, alguna en la que un detective malandro investiga un crimen que revela que todo el mundo es un “cabronazo”? Bien, todo eso es, si no somos innecesariamente estrictos, género negro. ¿Qué tienen en común? A mi entender —aquí va mi propia teoría—, más allá de las relaciones estéticas y argumentales, todas tienen temática criminal, todas profundizan en el alma corrupta de los personajes y de la sociedad, y todas tienen la capacidad de desencadenar una crisis en el sistema de valores de los espectadores, dejando la idea de que no existe el blanco y negro.pulpSeguramente nadie tenga la razón al respecto, así que no siento incomodidad alguna al decir que gran parte del cine de Tarantino es cine negro. Eso sí, hay también que tener en cuenta aquí que este director es, quizá, el más cinéfilo de los directores vivos y el que más gusta de hacerlo saber. Tarantino es un director, digámoslo así, bastante posmoderno, en la medida en que da gran importancia al juego referencial y autorreferencial. La prueba máxima es la que montó con Kill Bill (Vol. 1, 2003; Vol. 2, 2004), en donde hizo referencia, homenaje y copia de cuanta película de serie B se le ocurrió, y desafío a los espectadores a lograr dar con cada una de ellas (“ya todo se ha inventado, todo es un remix”). Esto hace de su cine algo muy particular, pero lo que lo hace peculiar, en relación con el género negro, es la manera en la que explota elementos característicos específicos. A continuación, voy a revisar algunos de ellos en cuatro de sus películas.

Empezaré por ver la relación entre el cine de este director y el género negro en números. Tarantino ha dirigido diecisiete piezas audiovisuales que se conozcan; de ese paquete, solo nueve pueden ser consideradas como largometrajes terminados —incluso contando con Death Proof, que forma con Planet Terror, de Robert Rodríguez, el tándem Grindhouse (2007)—. Además, Tarantino nunca terminó Love Birds in Bondage (1983) y de My Best Friend’s Birthday (1987) solo conocemos una copia incompleta, gracias al fragmento que se salvó de las llamas. Entre esos nueve largometrajes terminados —lo demás son colaboraciones de secuencias, capítulos de televisión y escenas sueltas—, tenemos dos western western Django Unchained (2012) y The Hateful Eight (2015) —y sabe Dios que el western está íntimamente relacionado con el cine criminal en general y con el noir en especial—, la película bélica Inglorious Basterds (2009) y la ya mencionada película de terror Death Proof.

Y ¿en qué categoría “genérica” metemos entonces la que aritméticamente viene a ser hasta ahora la mayoría de las películas de este director, es decir, Reservoir Dogs (1992), Pulp Fiction y Jackie Brown?¡ALTO!, dirá azarado el lector despierto, que hay una (dos) de artes marciales: Kill Bill. Pero creo que hay que meterla con el grupo anterior, como verá usted más adelante (menudo híbrido noir-marcial-“westerniano” que nos echó a la cara Tarantino).

Pues bien, estos largometrajes pertenecen al cine criminal; es más, pertenecen al género negro. Siendo esto así, hay que pensar que el elemento criminal es muy significativo en su obra. Súmesele a esta prueba numérica lo siguiente: dirigió dos capítulos para la serie policíaco-criminal CSI, en 2005; una secuencia para una película negra como la noche misma de su amigo Rodríguez, Sin City, ese mismo año; su debut quemado por las llamas, My Best Friend’s Birthday, tiene mucho del elemento criminal; escribió la película de Tony Scott, de 1993, True Romance, que también se alimenta de este género, y Natural Born Killers, dirigida por Oliver Stone, en 1994.

Ahora sí, entremos en materia con las películas de este “niño malo de Knoxville”. Empecemos por pagar la deuda de lo prometido al mencionar la relación de Kill Bill con el cine criminal.

¿Violencia masculina? Please, bitch

Una característica del noir, reconocida casi de manera unánime por la crítica, es la presencia de la violencia, ejercida principalmente por el género masculino, lo cual es comprensible, porque el género negro trata de adentrarse en el alma lacrada de los seres humanos y de la sociedad. Es por esto que la violencia se torna indispensable y se concentra principalmente en los hombres, como representantes de una sociedad machista y patriarcal. En cuanto a la mujer, para el momento de esplendor del noir —entre 1944 y1959—, no tenía aún suficientes espacios ni dinámicas de legitimación. Pues bien, Tarantino toma como base para esta película una historia de venganza y cacería humana, solo que la violencia recae en el género femenino, cosa verdaderamente extraña en el cine, y lo lleva hasta las últimas consecuencias, a través de manifestaciones depravadas y sádicas. Mi ejemplo favorito: la cruel mutilación de Sofie Fatale (Julie Dreyfus). Y llámeme usted pervertido, pero esa posesión monstruosa que hace que Beatrix Kiddo (Uma Thurman) despedace a Sofie se me antoja cargada de un fuerte componente erótico.

Vale la pena anotar que otra característica del género es la erotización de la violencia, como ocurre cuando O-Ren Ishii, en esa magnífica animación en retrospectiva sobre su infancia, asesina a un jefe Yakuza aprovechándose de sus inclinaciones pedófilas. Cabe recordar que la violencia femenina, ya sea simbólica o explícita, así como su relación con lo erótico, no es nueva en Tarantino. En 1997, en Jackie Brown, nos brindaba una graciosa caricatura mediante ese extraño video de mujeres en bikini disparando armas de grueso calibre, el mismo que Ordell Robie (Samuel L. Jackson) le muestra a Louis Gara (Robert De Niro), alardeando sobre su negocio de tráfico de armas.

En general, los filmes de Tarantino se nutren del cine de serie B, del de artes marciales y del anime, y no teme rayar con la desmesura —muy conscientemente—, para mostrarnos el espectáculo del ojo recién extirpado de Elle Driver (Daryl Hannah), o el reguero de cuerpos mutilados de los Crazy 88, entre otra gran cantidad de cruentas escenas.killNo pocas veces, al hablar del género negro, se ha mencionado su carácter machista, que ubica a las mujeres bajo el estereotipo de la femme fatale —aunque hay quien ha encontrado en esto una verdadera reivindicación feminista del poder de la mujer—. Pues Tarantino le da una vuelta de tuerca al asunto y pone todo el control en las manos femeninas, quienes se vuelven tan brutales como el más degenerado de los asesinos.

Thru the funny Honey Bonny’s hole

Existe una razón conceptual para que el cine negro guste tanto de la dislocación temporal —el uso del flashback es tan habitual en el noir como los sombreros en el western—. El pasado, desde un punto de vista freudiano, es esencial en el género, puesto que configura y desfigura a los personajes. Esa es una razón; la otra es que los juegos con el tiempo son una fuente infalible de angustia e incomodidad para el espectador —quizá por eso a Hitchcock le gustaban las bombas de relojería—, y porque el tiempo es la piedra angular de la casualidad y la causalidad trágicas, otro elemento negro como el que más.

Tarantino lleva la dislocación temporal bastante lejos, en la que seguramente es su película más emblemática, Pulp Fiction, donde juega con tres historias que se entrelazan parcialmente en un mismo contexto. Pero, en este caso, hay que sumar algo más: una comicidad negra y cínica que enriquece la película hasta el punto de convertirla en obra de culto. En este microcosmos absurdo, Tarantino se permite, de nuevo, jugar con los códigos genéricos y llevarlos a su propio terreno (hay quienes dicen que hacer género es todo lo contrario a hacer cine de autor; yo digo que hacer cine de autor a través del género es el mérito máximo de un autor). Esta cinta nos invita a mirar los rincones y las historias de su personal Wonderland urbano y salvaje, con otro atuendo prototípicamente posmoderno: la irónica carcajada ante la tragedia. ¿Quién no se ha reído al ver cómo Vincent Vega (John Travolta) le vuela accidental y estrepitosamente la cabeza a Marvin (Phil LaMar); cuando Butch Coolidge (Bruce Willis) escoge la mejor arma para ajusticiar a Maynard (Duane Whitaker) y salvarle el culo a Marcellus Wallace (Ving Rhames), presa de la langaruta existencia de Zed (Peter Greene), o cuando el mismo Marcellus la emprende a tiros contra Butch matando por accidente a una chillona curiosa (Linda Kaye)?

Es precisamente esa capacidad cómica de Tarantino la que también le permite jugar con ciertas convenciones éticas del género negro, de modo que a casi todos sus incorrectos personajes se les otorga un “éxito” parcial: Marcellus, un capo violento y sanguinario que termina violado, pero cobra venganza; Butch, un traicionero boxeador a quien le resbala haber matado a un contrincante, pero que acaba libre y consigue escapar con un buen botín, y Jules, un matón sicopático que termina vestido como un idiota, pero que se redime tras presenciar un supuesto milagro. El único desgraciado de los protagonistas que termina trágicamente es Vincent, este muscle man leal que muere abaleado tras el descanso de una buena deposición.

Así pues, a través de todos los desenlaces cómicos, Tarantino se permite librar a la mayoría de sus protagonistas del tan acostumbrado castigo ético del género negro (cosa que le permite el humor y, por supuesto, el hecho de que la MPAA haya tomado el relevo censor del Código Hays y le haya dado una preventiva R a esta película por su “strong graphic violence and drug use, pervasive strong language and some sexuality”).

Los seis colores de la sangre

Cuando en 1930 se impuso el Código Hays para regular “moralmente” el cine norteamericano, se establecieron normas estrictas sobre lo que no podía verse en pantalla. Así, dentro de los crímenes, por ejemplo, el asesinato estaba fuertemente regulado, de tal manera que se impusieron normas como: “La técnica del asesinato deberá ser presentada de manera que no suscite la imitación”, “No se mostrarán los detalles de los asesinatos brutales” o “La utilización de armas de fuego será reducida al mínimo estricto”. Asimismo, el código catalogaba como reprobable y prohibitiva la exhibición de sangre, tal que las heridas debían mostrar un mínimo estricto de fluido. Por fortuna, para nuestro encantador y sanguinolento Quentin, el Código se derogó en los años sesenta, no sin el descontento de la Motion Pictures Association of America.

Ya sabemos sobradamente que a este director se lo ha acusado de hacer uso gratuito de la violencia y el exceso de sangre, sin embargo, visto esto desde el punto de vista del género negro, la exhibición de actos violentos cobra un especial sentido que lo aleja por completo de cualquier tipo de gratuidad. Tarantino, hidrópico bebedor de la tradición cinematográfica del Hollywood clásico, ha visto a cientos de hombres morir a tiros sin derramar una gota de sangre, de manera irreal e inverosímil, como respuesta a la regulación de Hays. Entonces, podemos entender la exacerbación de la agresión como una forma de respuesta a esta limitación del cine que le es tan caro y al cual emula en sus películas.dogsPodría escoger cualquiera de sus filmes para ejemplificar esto y, por supuesto, si de volúmenes de sangre exagerados hablamos, el mejor ejemplo sería Kill Bill. No obstante, allí hay que tener en cuenta un elemento referencial añadido, el anime japonés, en donde el recurso de la sangre se ha usado como una forma de magnificación estética. Para ilustrar este punto, prefiero entonces a Reservoir Dogs, porque en ella todo inicia con sangre, como cuando vemos a Mr. Orange (Tim Roth) desangrándose por un disparo en el estómago, en el asiento trasero de un carro tapizado en cuero blanco, y porque durante los 99 minutos que dura la película, sangre es lo que el espectador ve: la sangre de la creciente hemorragia de Mr. Orange; la sangre en la cabeza reventada de Mr. Brown (Quentin Tarantino); la sangre de Mr. Blonde (Michael Madsen) al ser acribillado por Mr. Orange; la sangre de Mr. White (Harvey Keitel) al ser asesinado por Eddie Cabot (Chris Penn), quien también sangrará, en ese triángulo infausto en el que defiende a un desconocido y hace sangrar a balazos a un viejo amigo, Joe Cabot (Lawrence Tierney), y la sangre del oficial Marvin Nash (Kirk Baltz) cuando Mr. Blonde le rebana una oreja. Solo dos colores de sangre no podemos ver: el de Mr. Blue (Edward Bunker), de quien solo sabemos que ha muerto, y el de Mr. Pink (Steve Buscemi), esa simpática comadreja que nos demuestra que en el mundo del crimen el más vivo es el que gana, y que esconderse mientras todos se matan es mucho mejor que salir a dar el pecho y quedar como un héroe.

Andando el mundo al revés

Hay quien dice que en el cine negro no hay éxitos rotundos. Esto porque el noir tiende a reafirmar un principio moral, ya sea al plasmar de manera directa la condena de aquellos que rompen las reglas de los dioses y/o de los hombres, ya sea al empujar a la reflexión positiva sobre las mismas a través del éxito de aquellos trasgresores —opción esta mucho más rara—. Este asunto también está relacionado con que la vida humana se presenta en el cine negro como marcada por la fuerza del determinismo y del destino trágico, motivo por el que los personajes en estas cintas terminan muertos, mal librados o con el consuelo de una victoria pírrica.

Jackie Brown, tercera película (siendo puristas) del realizador norteamericano, es, a mi entender, una obra menor dentro de su cinematografía. Hay rasgos reconocibles del director en ella, como es el caso de algunos planos que funcionan casi como su firma —por ejemplo, el plano de los dos hombres filmados en contrapicado desde el interior del baúl de un carro—. En todo caso, algo que sí hace es jugar con el género, entre otras formas, a través del rotundo éxito de su protagonista. El lector sabrá perdonarme por arruinar el final de esta historia, pero es necesario decir que Jackie no solo termina bien, sino que mejora su condición notablemente al engañar a la policía y a su antagonista, Ordell, y embolsarse $500.000 dólares. Esta mujer, que desde el principio vemos andando varias veces en un extraño travelling hacia la izquierda de la pantalla, parece ir al revés de la tradición cinematográfica y dramática que dicta que los personajes cosechan los desenlaces que ellos mismos han sembrado. En cambio, la Srta. Brown sale, al igual que el cobarde Mr. Pink en Rerservoir Dogs, triunfante a punta de ilegalidad y triquiñuela, dejando atrás sus inicios como personaje marginal de mujer negra, soltera, pobre, ajada, con un trabajo miserable y unos incómodos antecedentes criminales (todo un currículo para el American Dream.