Es muy posible que no sea gratuito el hecho de que tres de los cuatro poetas que he reseñado en Perro Negro, hayan cursado filosofía. Y es que las conexiones entre poesía y filosofía son mucho más estrechas de lo que la gente se imagina. De manera algo prosaica, se podría decir que toda poesía, sin excepción, encarna una visión del mundo o cosmovisión para hablar a lo Ortega y Gasset. Ahora bien, esa cosmovisión si es lo suficientemente coherente requiere de una filosofía, de una forma de concebir o, si se prefiere, de una manera de estar en el mundo, hablando ahora a lo Heidegger.  En ese sentido no nos queda sino afirmar que la poesía de Enrique Zattara es muy coherente, de hecho -como trataré de explicar más adelante- quizá demasiado coherente.

Los tres títulos comentados en esta nota son poemarios publicados en un espacio de dieciséis años y ahora recopilados en dos libros: Anatomía de la melancolía, Málaga 2008, y Veinte epígrafes para un álbum familiar, Londres 2019. El primero de esos títulos es una compilación de dos poemarios: Bailemos, de 2003 y el epónimo Anatomía de la melancolía publicado cinco años más tarde. Creo que los tres títulos pueden ser tratados como uno solo. Sin embargo, los Veinte epígrafes son de alguna manera un punto de partida, no estilístico pero sí temática y editorialmente, ya que se lee como una autobiografía poética publicada en edición bilingüe con una traducción de Beatriz Luna Gijón a la cual me referiré brevemente al final.

Según el escritor y psicoanalista inglés Adam Phillips: “en la ya vasta tradición de la melancolía, la gente que la padece es como si ellos hubiesen sufrido una pérdida inexplicable y subsecuentemente trataran de encontrar la raíz de su padecimiento en la memoria o en la historia”.


¿Por qué entonces he sido lo que he sido / y no pianista? ¿Alguien lo sabe?

En Zattara encontramos un lenguaje poético de alto calibre, esmerado en su presentación y elegante en su vocabulario y las imágenes que su poética nos ofrece. Es una poesía irredimiblemente personal y lírica cuya fuente de inspiración es la persistencia de una visión melancólica. De hecho el título Anatomía de la melancolía, usado -noten que no he dicho copiado- de la famosa, profusa y enciclopédica obra del clérigo Robert Burton de 1662, bien pudiese haber sido Persistencia de la melancolía. La cualidad que más se debe exaltar en la poesía de Zattara es el placer de su lectura. Es, sin lugar a dudas, un poeta que sabe su trabajo y lo demuestra en la mayoría de sus páginas. Sus descripciones de varias de escenas cotidianas y recuerdos personales son sencillamente deleitables. 

En el prólogo de Anatomía de la melancolía, Francisco Ruiz Noguera habla de “indagaciones en las convenciones del decir o en los límites del lenguaje.” Aquí el problema es que siempre es arriesgado hablar de los límites del lenguaje pues es un campo minado que ha cobrado víctimas como Wittgenstein y luego los estructuralistas franceses para quienes el lenguaje se convirtió, erradamente, en un juego de ideas, algunas de ellas con poco o nada de asidero*. En cuanto a las indagaciones, las hay pero tenemos que diferenciar entre las preguntas retóricas de las que no lo son. Quizá una de las interrogantes más trascendentales la encontramos en Autorretrato de poeta sin piano, un poema revelador y central para entender la poesía de este argentino “¿Por qué entonces he sido lo que he sido / y no pianista? ¿Alguien lo sabe?” para unas líneas más abajo inquirir “¿cuál fue el momento en que empecé a no serlo?”. Para mí este es uno de los puntos claves de su visión poética y quizá la fuente de ese indisoluble desencanto que empapa todos sus poemas. La imposibilidad de muchas cosas: la de no haber sido otro, la de no haber tomado otros derroteros y por supuesto la imposibilidad de una felicidad que no sea efímera.

Y es la búsqueda de esa pérdida inexplicable la fuente de la cual se nutre la visión poética de Enrique Zattara. De ahí que no le quede otra forma de expresarlo que la lírica, la cual, como ya he dicho antes, es de gran calidad pero no de gran variedad. Me atrevería a argüir incluso que su lirismo realmente parte del hecho que la gran mayoría de sus poemas son instancias de instantes poetizados, remembranzas lacónicas de esos momentos que puntean la vida de la mayoría de personas: niñez, familia, padres -la ausencia de ellos y su persistencia en la memoria, amor, sexo y hasta una manifestación política con dos filósofos franceses presentes.

Personalmente creo que el punto de partida de mucha de su poesía no son ni una idea ni una imagen sino el deseo de capturar la esencia de un sentimiento o una reflexión albergados en la memoria pero con la plena consciencia que es un acto fútil y baladí: “¿Quién fabrica el pasado / que no sea la sed / de erigir un castillo / de naipes en el aire?”.     

La memoria, esas sendas y hechos que construyen toda vida humana son  “escuálidos fragmentos / dispersión de soledades, de riquezas y de truenos” (Insomnio) o “Edificios de piedra dura” (Como era en un principio). Ni siquiera las “Mitologías de la memoria” nos salvan pues son traicioneras. Son meras “Fotos de la derrota.” Por ello, “La memoria, con un golpe de traiciones / reconstruye la cicatriz en un segundo / la marca ciega de un viejo navegante solitario”. Más aún, si aceptamos la falsedad implícita de esa memoria tenemos también que renunciar a la idea de una felicidad así sea solo imaginaria: “No aguardes más al engañoso día / en que habrás de reconstruir / -aunque sea en el recuerdo- / la fugaz visión del paraíso”. Y si la memoria es fragmentada y poco confiable, el futuro entonces es una mera invención tanto nuestra como absurda aunque, en el caso del poema Zonceras, no siempre desprovisto de significado o de una esperanza pírrica: “Todo ha de tener algún sentido en la cuerda absurda del futuro / y aunque tú sepas que el sentido es solo nuestro invento / bien vale la pena imaginarse / que será tu hijo quien leerá estas cuatro zonceras / que algún otro zonzo como tú y yo / creerá descubrir cierta luz inasible en las palabras”.



“¿Sabe alguien acaso cómo fueron los sueños de su padre?¿se ocupó alguien de ellos? ” 

Entre las varias figuras que se repiten en los poemarios de Zattara -sed insaciable, la presencia de ruinas, las hojas de eucalipto, el mar, la música y las citas literarias- las figuras familiares ocupan un puesto preponderante en su obra: padres, primos y hermanos pueblan varias páginas. De hecho su último poemario Veinte epígrafes para un álbum familiar puede leerse como una autobiografía con el personaje de Albertito como un alter-ego del Yo-Poético del autor. La figura del padre, por ejemplo, se transforma, en Bailemos, de ser una “Hora cero” e inexistente “... nunca creí en la existencia de los padres / Un padre es alguien que ocupa la silla de la cabecera…/ Un padre es alguien que lo ignora todo de las cosas./ a pasar a “ser solo una señal sobre la frente” que es el título de uno de sus mejores poemas de Veinte epígrafes el cual comienza con la punzante y dolorosa pregunta “¿Sabe alguien acaso cómo fueron los sueños de su padre?¿se ocupó alguien de ellos?”. Punzante y dolorosa, ya que bien sabemos que nunca nos ocupamos de ello. Entre los dos poemas hay más de tres lustros de distancia y la transformación de la figura paterna a la cual me refería no es sustancial pero sí simbólica. Y no olvidemos que el símbolo, en la visión lírica del mundo, es central, tal vez podamos decir que es su única realidad ya que -como hemos visto- la memoria es traicionera y fragmentada; el futuro es una invención absurda y la vida una mera letanía de “abismos entre la palabra y el deseo” y por ello una negación ineludible de esos deseos. Ese cambio simbólico se resuelve en un tono casi conciliatorio pero no obstante, poéticamente, muy bien logrado; “Hoy he vuelto a mirarlo: no es el de entonces / Con los años, su rostro se descompone en la distancia / y de pronto he creído vislumbrar un ramalazo / de lo que su máscara de padre escondió un día y para siempre: / uno no lo sabe, pero ser padre es una hoguera / que se condena a ser ceniza consumida para siempre”.  

La melancolía, sin ser antónimo de la felicidad, sí es su desagüe. De ahí que la figura de la mujer y el amor nunca puedan estar totalmente resueltas pasando a ser poco más que sombras en la caverna. El recuerdo detestable de un gran amor malogrado, verbigracia, desplaza a la melancolía y la substituye con ese otro sentimiento más intenso e impaciente: el odio. Entonces, aparte de la ternura en los recuerdos de niñez de la madre: “Aquellas noches en el invierno: la ducha caliente y la camiseta de frisa / su suave tacto / sobre la piel recién salida de la aspereza de las toallas” / “La cena en la cama: el olor de las hojas de eucalipto / hirviendo sobre la estufa”  la figura de la mujer permanece elusiva e indefinida. Inclusive en el poema que acabo de citar –Cigüeñas y amapolas– la calidez y seguridad del amor materno termina en una evocación agridulce “... mi hermano disputándome / los besos de mi madre / que por cierto / no los prodigaba en demasía”.

En Bailemos hay una sección dedicada a la Imagen de pretéritos amores. En ella aprendemos del amor platónico de la Muchacha rubia con quien “Nada ocurrió. Solo el goce del momento en que pasabas”. Y en esa perfección platónica “No hubo ocasión para el reproche y el lamento” y por ende es “… el único amor perpetuo / que al final ha llegado incorruptible al recuerdo”. Aquí el sentimiento melancólico se torna nihilista, al menos en lo que se refiere al amor o mejor aún: la idea del amor. Este queda reducido a una segregación biológica, “¿Amor? Destellos de endorfina al / cobijo de la primavera” o a lujuria de un primer encuentro: “Un amor así / tan enorme que no es capaz siquiera de esperar un taxi”. Inclusive, la misma pasión del acto sexual es presentada como un acto biológico involuntario cuya finalidad es la de recordarlo posteriormente en un verso pero de otro poeta: “¿Puede ser acaso que una noche como esta / posiblemente solo con una pasión tan fuerte / no sea más que el golpe involuntario / de una palabra en un poema ajeno?”. En la visión melancólica del mundo “Hay que ver que la mujer tiene por costumbre la ausencia”.  Es lógico, solo la ausencia de la mujer puede garantizar la imposibilidad del amor y por ello el “amar es apenas una circunstancia pasajera”.

Al comienzo de esta nota dije que la visión lírica de la poesía de Enrique Zattara es quizá demasiado consistente. A lo que me refería es que esa pérdida inexplicable y el subsecuente padecimiento melancólico dan poco lugar para la variación temática y estilística. Pero afortunadamente variaciones y tangentes sí las hay y como lector son las que más encuentro gratificantes y memorables. Por ejemplo el último poema de Bailemos, titulado Einstein es el zoom de una lente que se aleja del enfoque de una araña que se mece sobre una hoja a una última toma de ese árbol donde mora la araña que pasa a ser un componente anónimo más en la vastedad del paisaje. El efecto es cinematográfico. “La hoja se bambolea al juego del aire / luz, sombra / luz, sombra / el viento la mece / Sobre la hoja avanza trabajosa la araña de patas finas / un solo camino recto traza sobre las nervaduras / Luz, sombra / luz, sombra / … ¿Quién sabe cuál es la verdad de todo esto: / el tenaz empecinamiento de la araña / la hoja mecida al viento / la cerca y tras ella el paisaje luminoso / donde el árbol es apenas un detalle indiferente?”

Otra feliz variación, y para mí uno de los mejores poemas, es Godot donde la metáfora beckettiana del mundo sin Dios se superpone a la imagen del arte de pescar con caña. “La caña del pescador / se tiende como una esperanza hacia el mar / Su débil apariencia cimbrea igual que un hasta inexplicable / Nadie ve el hilo tenso sobre las ondas / solo el pescador aguarda / él puede ver lo invisible y espera” para instantes después, honrando el título que le ha dado a su poema, concluir “Pero en esta marina / repetida no debe olvidarse que es posible / que la línea no encuentre resistencia / que su alerta tensión permanezca sin respuesta / que apenas el aire incesante pulse su nota monocorde”.  


Dios es un producto del demonio…”

Son precisamente este tipo de imágenes felizmente logradas las que salvan a su poesía de ese aspecto un tanto monocorde. Otros dos ejemplos, un poco incongruentes y por ende bizarros, son los poemas Nietzsche meando en la madrugada y El Yo-Poético pierde su hilo de la historia donde justamente ese Yo-Poético autobiográfico de Veinte epígrafes se diluye primero en la orfandad a la que nos expone la muerte de Dios que queda fielmente grabada “en la grieta de un muro carcomido por la humedad”. Y después nos invita a ser espectadores de una manifestación política parisina en los años 70 donde nos preguntamos con genuina curiosidad “A quién habla Foucault con energía vigorosa? / megáfono en las manos, firme gesto de batalla / cámaras y micrófonos sobrevolando / las cabezas de la gente /¿Qué decía Foucault aquella tarde? / Y a su lado ¿qué piensa Jean Paul Sartre? / Al fondo de la escena la instantánea muestra / la geometría monótona / de una nave industrial como cualquier otra”.  Tal vez la efectividad de estos poemas se deba al hecho de que en ellos el autor no solo se aleja de ese Yo-Poético sino que su punto de partida son imágenes que generan una especulación de orden filosófico (“Dios es un producto del demonio…”) o una interrogante periodística (¿Por qué estaban allí Sartre y Foucault aquella tarde / arengando a la gente…?) respectivamente. 

La traducción de Beatriz Luna Gijón de Veinte epígrafes tiene la ventaja de estar bastante cercana al original en castellano. La razón es de que sin ser una traducción literal, lo que ella hace es, en bastantes casos, parafrasear el español original. “Un silencio viaja de padre a hijo / Atraviesa arduas paredes” es vertido como “Silence travelling from father to son / It goes through awkward walls”. Awkward no es necesariamente ardua pero funciona en materia de la relación muda y difícil entre padre e hijo. Igualmente; “Dios ha muerto / ¿Cuándo ocurrió tan luctuoso suceso?” pasa a ser “God is dead / when did such a miserable event occur?”. Hasta dónde me concierne “miserable” por “luctuoso” es muy acertado. Hay muchos ejemplos de este tipo en su traducción.

Por último, me pregunto si Enrique Zattara ha pensado alguna vez en cantarle con todo su vigor a la felicidad pretérita de las ruinas que todos dejamos atrás. No lamentar que sean meras ruinas sino como él muy bien nos recuerda a través de María Zambrano, celebrar que …“la ruina es solamente la traza de algo humano, vencido y luego vencedor del paso del tiempo”. Es quizá esa victoria a la cual él le pueda cantar mejor que muchos otros poetas. Algunos leerán esto como una invitación; y lo es.

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Anatomía de la melancolía, La Luna Producciones, Torrox, España 2009

Veinte epígrafes para un álbum familiar, El Ojo de la Cultura, Londres 2019

Enrique Zattara es Director de la casa editorial El Ojo de La Cultura. Su última novela Lazos de Tinta está ya disponible al público lector.

*Para aquellos interesados en los excesos lingüísticos de los estructuralistas franceses, pueden consultar Intellectual Impostures