Por Manuel Fons

Y siguiendo con el tema del transporte público latinoamericano, esta nota de Manuel Fons sobre el precario arte de regatear las tarifas con los taxistas


Tenía como cinco o seis años que no me subía a un taxi por las razones que todos sabemos, pero estoy en una ciudad donde no hay Uber ni similares y necesitaba el servicio. Bien, pensé, va a ser una experiencia ligeramente nostálgica, como fumarse un Alitas sin filtro o comerse un Flippy.

Según mis cálculos, un Uber me cobraría cuarenta pesos por ese breve trayecto, pero sé que los taxis cobran más. Mi plan es este: si me cobra cuarenta o cincuenta, me subo sin chistar; si me cobra sesenta o setenta, le regateo diez pesos, para recordar viejos tiempos; si me cobra ochenta o más, espero otro taxi; si el siguiente taxi me cobra ochenta, los pago, resignado; si me cobra cien o más, a la mierda, hago un berrinche épico y me siento a hacer un nuevo plan. En eso, sin que yo lo llame, se detiene un taxi enfrente de mí. Me asomo por la ventana de copiloto.

—¿Cuánto me cobras a […]?

—Sesenta.

—¿Cómo ves cincuenta?

—La tarifa es sesenta.

—Va, pues.

En ese momento recuerdo que siempre fui malo para regatearle a los taxistas, pues soy muy facilón, cedo a la primera; las veces que gané fue mero sesgo estadístico. Igual, no es un precio incorrecto, yo estoy conforme; él, que lo estableció, supongo que también. Llegamos al punto pactado y le pago con un billete de cien pesos. El taxista lo agarra con asco:

—¿No trais cambio?

—No.

Interesante, pienso, quizá este regateo sí lo gano, no por pericia, sino por azar, pero y qué, todas las victorias cuentan, así se han definido campeonatos mundiales. El taxista registra la cartera, los bolsillos, el cenicero, la guantera… Sólo en las películas de narcos y en el juego del Turista mundial he visto esos fajos de billetes tan obesos que no caben en ninguna cartera. Por todos lados asoman billetes de cincuenta: se ve el color rosado, el cinco, el ala de la mariposa, el paliacate de Morelos; pero es evidente que no quiere sacrificar los diez pesos. Terminada su ardua búsqueda me dice:

—No traigo cambio.

Me reviso los bolsillos, por cortesía.

—Yo tampoco.

—¿Cómo le hacemos?

—me pregunta en ese tono de: «Es tu pedo, resuélvelo».

En una zona comercial se podría cambiar el billete, pero estamos en medio de la nada. Otra opción sería un volado de diez pesos, pero no hay moneda, y si hubiera y pierdo quedamos en las mismas, pues no tiene cambio. No hay que ser Salomón para ver la salida. Fui comerciante informal diez años, la situación no me es ajena, yo siempre preferí ceder a favor del cliente que incomodarlo. Hago una pausa, a ver si él solito la propone, pero como no, me aventuro, con el tono más amable que puedo para que no piense que me regodeo en su derrota:

—Ya es el destino, amigo, era un viaje de cincuenta.

—La tarifa es sesenta.

—De acuerdo, cóbrame los sesenta.

—No tengo cambio.

—¿Y si me cobras cincuenta?

—No me sale. No sé qué más que decir. Sé que, en esas situaciones, a las computadoras con Windows se les pone el CTRL+ALT+ESC para ver en qué aplicación se atoró o se fuerza el apagado, pero ni idea de a qué sistema operativo me estoy enfrentando. No sé si esperaba que le dijera: «Por favor, quédate los cien, me gustó mucho tu tenacidad» o «Si quieres devuélveme quinientos metros, y ya yo le camino hasta desquitar los diez pesos»… Tras cavilarlo varios segundos, hace una mueca, extrae un billete de cincuenta de la faja y me lo ofrece, pero sin extender su brazo, para que yo haga el esfuerzo de estirarme un poco más. Y me remata con una frase

:—Voy a tener que ponerle.

Así, cede sus diez pesos y, contra todo pronóstico, gano el regateo, pero no tengo esa sensación de bienestar que da la victoria, al contrario, me siento culpable, me hace sentir como si lo hubiera estafado, como si yo fuera uno de esos juniors que le regatean a los artesanos, cuando consta en actas que: 1. No soy junior, 2. Un taxista no es artesano, 3. Jugué limpio.

En suma, cinco o seis años sin subirme a un taxi y veo que todo sigue como lo dejé, rara vez baja uno en el mismo estado de ánimo que se subió. Digamos que fue como un viaje al pasado, en ese sentido, excelente servicio: cinco estrellas.


Manuel Fons es escritor y bloguero mexicano. Su más reciente libro es El insulto como una de las bellas artes. Otros de sus escritos pueden leersen aquí