Pezones envenenados

Todo es veneno, nada es sin veneno.
Solo la dosis hace el veneno.
Theophrastus Bombastus von Hohenheim

Usted sabe que está mintiendo, viene a verme y cuenta una
historia de un mar celeste de olas gigantescas,
a lo lejos, frente a un pueblo de pescadores, se ve el horizonte.
Nosotros estamos tratando de armar un rompecabezas de un paisaje
campestre con olor a bosta de vacas.
Sin pueblo ni horizonte. ¡¡Por favor!!
Ésta mañana recibí un correo electrónico inesperado. Era de Isabel, Isabel Padilha, y el contenido era aún menos esperado. Leí:

Llego al aeropuerto de Girona a las diez de la mañana del domingo. Estaré en tu casa alrededor de las 11:30.
Besos,
Isabel

Desde entonces estuve imaginando nuestro encuentro. La esperaré en la pequeña terraza del frente de la casa, atento a los ruidos de la calle. Cuando llegue, arrastraremos las valijas para subir por la escalera. Ella describirá el viaje en avión; las trece horas de vuelo; lo que durmió o lo que no pudo dormir; las incomodidades de los asientos que le impedían extender sus piernas. Sé que estas situaciones comienzan inocentemente y terminan de cualquier manera; no seremos tan vulgares como para hacer algo que tendríamos que haber hecho hace mucho tiempo. Tal vez, nos sentiríamos culpables de cometer el crimen de vivir, de respirar, de ser arropados por la violencia de la Tramontana en la Plaza de Cuatro Vientos, en Madremanya.
La llevaré hasta la habitación que preparé para ella. Por la tarde, subiremos a la terraza para ver el sol hundirse en las nubes anaranjadas y nos quedaremos en silencio, suspendiendo la vida que comenzará en cualquier instante.
Trataremos de atrapar nuestras historias con palabras, nombrando los hijos que tuvimos, las separaciones, los amigos, las felicidades y tristezas, y terminaremos hablando de trabajo, ese castigo que ocupa nuestras vidas, y de cómo fuimos empujados a un costado de la historia. Ella enseñando geografía en un colegio secundario, yo perdido en un pueblo del Ampurdán escribiendo cuentos que nadie lee. Cuando el sol desaparezca, iremos a cenar a la cocina y recordaremos vagamente el día que nos conocimos.
Le contaré que por entonces me entretenía con un juego que había inventado. Yo lo llamaba “el perseguidor”, y consistía en cazar una idea entre los libros que compraba furtivamente en las librerías de la calle Corrientes. Leía hasta encontrar una oración de significado incomprensible que me persiguiera.
Ese día, antes de ir al café, había comenzado a leer Los pintores del ocio, de Juan Cruz Lombardini. Era un texto carente de matices, narraba la vida de un grupo de bohemios en una ciudad sin nombre. Lo que más me intrigaba de su narrativa eran los encuentros sexuales. Los describía como quien está mirando el reloj para saber la hora. Solo se entusiasmaba cuando hablaba de los ojos, ojos que acariciaban, ojos llenos de odio; ojos; ojos con miradas como cuchillos, ojos atractivos, ojos negativos… ojos verdes, azules, marrones, arco iris…
Hasta que llegué al capítulo titulado El Gran Masturbador. Mi satisfacción se confundía con las titilaciones sexuales que le producirían a Lombardini escribir tanto disparate.

La luz tenue reflejaba los objetos; él, el Gran Masturbador sentado en su cama se miraba al espejo, la lengua le colgaba entre los labios, una baba burbujeante le recorría los límites de la lengua, mientras las burbujas estallaban.
Él, el Gran Masturbador, era el poeta cósmico, atrapado en las locas crispaciones de sus nimias fantasías aéreas.

¿Nimias fantasías aéreas?

La baba del universo eran las palabras, era ella, era él sentado sobre su cama masturbándose, mirándose mirarse; la imagen de ella se va adueñando de su imaginación mientras la agitación crece hasta sacudir su cuerpo como una hoja en el viento, desesperado de desesperación tácita.
Mientras su mano libre busca escribir un poema de sonidos alucinados que inscriban en la columna vertebral del tiempo su nombre: Isabel.

—Guau —me dije. Me detuve al leer.
“En la torre de la calle Arroyo vive Isabel, la de los pezones envenenados”.
Anoté en la contratapa del libro algunas variaciones. “En la torre de la calle Arroyo, la pasión envenenará los pezones de Isabel”. “Isabel, la de la torre de la calle Arroyo, tiene las lolas envenenadas”.

Recordaremos que nos conocimos una mañana de otoño sin sol ni lluvia. Un día anónimo cuando los jacarandás y los palos borrachos se deshojaban. En el bar del Socorro, frente a la iglesia de Nuestra Señora del Socorro, en la calle Arenales. Fue el día que el Teniente General Eugenio Aramburu, uno de los jefes de la Revolución Libertadora, había sido secuestrado por un grupo de militantes políticos desconocido. El significado histórico de lo sucedido se le escapaba a mi arrogancia mientras tomaba café y trataba de descifrar el mensaje del texto que había leído.
La vi llegar con Olegario Aniue. Entraron al bar como si buscaran a alguien. Cuando llegaron frente a mí, él apoyó sus manos abiertas sobre la mesa sosteniendo el peso de su cuerpo sobre sus palmas y comenzó a hamacarse levemente mientras hablaba como un adolescente apurado. Entendí que debía salir por media hora o menos y si era posible que ella se quedara conmigo.
—Isabel —dijo a modo de presentación.
Antes que le pudiese responder, se fue.
Nos quedamos en silencio, mirándonos; yo con curiosidad, ella con indiferencia. Sus párpados caídos indicaban tristeza; nunca supe si era real o ficciones de la naturaleza. La bauticé “La Bizantina”.
Estuvimos alejándonos sin haber estado nunca cerca. Hasta que ella se levantó y con un gesto me indicó que la siguiera. Zigzagueamos entre las mesas y sillas buscando la salida. Caminamos sobre las baldosas rotas y flojas, tuve que contener mis deseos de escaparme como había hecho Olegario. Al llegar a la intersección de la calle Esmeralda y Juncal, seguimos la leve curva que lleva hacia la calle Arroyo. Se paró frente a la antigua torre y me dijo:
—¿Quisieras ver Buenos Aires?
Isabel, la torre…
—¿Tu nombre es Isabel? —pregunté perturbado.
Ella me contestó moviendo la cabeza afirmativamente.
—Padilha, con ache, no doble l. Mi abuelo era portugués.
Subimos acompañados por el ritmo del ascensor destartalado. Al llegar al piso catorce bajamos. Faltaban tres pisos para llegar a su departamento, ascendimos por la escalera de mármol.
Tuve miedo. Me asomé por la ventana que descubría la estación de trenes de Retiro, al reloj de la Torre de los Ingleses. Vi un paisaje urbano incoherente, techos destruidos por las inclemencias del sol, las lluvias y la humedad, edificios de ladrillo al aire que había construido el arquitecto Enrique Katzenstein; a lo lejos las viejas grúas al costado de las dársenas.
Isabel se abandonó sobre una silla de cuero cerrando los ojos; me pareció escuchar su voz por primera vez. Hasta entonces nuestros diálogos fueron murmullos a los que no les presté ninguna atención.
—La cocina está a la derecha del pasillo —dijo.
Me senté frente a ella entreteniéndome con la idea de que sería la Isabel de Lombardini, una mujer peligrosa, inspiradora de poemas burdos y pasiones solitarias. Tomó una de mis manos, la aprisionó entre las suyas y nos quedamos así.
—Olegario vino a despedirse porque voy a casarme con Juan Cruz. Planeamos irnos a vivir a París por unos años. Olegario se enfureció, discutimos al principio civilizadamente, después decidimos caminar para calmarnos. Cuando llegamos a la esquina de Arenales y Juncal te reconoció en el bar.
—¿Celos?
—Sí, era amigo de mi hermano. Los espiaba mirándose en los espejos, peinándose los cabellos con la palma de la mano. Ellos salían y yo me quedaba en casa inventándoles aventuras. Con el tiempo comencé a sudar sexualidad, olía a provocación; fue entonces cuando los hombres dejaron de ignorarme.
—¿Y después?
—Una tarde calurosa Olegario vino a buscar a mi hermano. Yo estaba sola en la casa. Pretendimos pelearnos y, con la torpeza que suele tener el deseo, comenzamos a empujarnos.
La tensión entre nosotros fue creciendo. Al principio parecía un juego donde nos tocábamos sin tocarnos, cierto grado de violencia se fue colando. Nos caímos sobre el suelo y su lengua invadió mi boca. Después, solo me acuerdo del después, me quedé con los fuegos artificiales en mi cabeza y el dolor que me causó entre las piernas.
Mantuvimos nuestra relación en secreto, por razones que ahora comprendo. Crecimos juntos hasta que llegó un día en que nuestra relación se murió; dejamos de compartir las cosas cotidianas, y las conversaciones se transformaron en monosílabos. Nos quedaba el placer sexual hasta que eso también desapareció. Recuerdo la angustia que me producía nuestro silencio, la impotencia de no sentir igual que ayer.
Nos separamos lentamente y nos prometimos no amar a nadie más. Él me acusa de haber roto mi promesa. Está equivocado, yo sé que no amo a Juan Cruz.
Es hora de que te vayas —dijo de repente.
Aturdido bajé las escaleras de mármol.
En la torre de la calle Arroyo…
Pasaron veinte años sin vernos. En Buenos Aires nunca fuimos amigos; sin embargo, alimenté algunas fantasías. La lectura de Juan Cruz Lombardini el día que la conocí fue un enigma que me persiguió en Buenos Aires, Londres, Budapest y después aquí en Jafre. Ese juego que comencé y que aún espera el final. Ella viene a Jafre, y tal vez…
Escuché el chirrido de las gomas del taxi al frenar.
Bajé las escaleras de piedra corriendo para abrir la puerta de entrada y ayudarla con el equipaje. Estaba parada con una valija en cada mano en el medio de la calle. Parecía una de esas postales de emigrantes italianas, que llegaron al Río de la Plata a principio del siglo XX, con la felicidad en los labios por haberse escapado de vaya uno a saber qué horrores. La Bizantina altiva de cabellos negros y piel cetrina soltó las valijas y corrió hacia mí. Atiné a extenderle mis brazos mientras ella saltaba sobre ellos.
En la terraza, con el vaso de vino en la mano como me había imaginado, nos contamos nuestra vida, los hijos, los divorcios. Nombró a Olegario recordando el día que nos conocimos:
—Él me contó que te encontró en la estación de trenes de Constitución. Estaba caminando hacia la boletería cuando advirtió que vos estabas haciendo la cola, contabas las monedas que jugaban en la palma de tu mano. Pensó que era inevitable que se encontraran frente al tablero de partida en el centro del viejo edificio. Caminaron por el hall de la estación hasta que fue imposible ignorarse, y pretendieron una falsa alegría seguida de una falsa amabilidad.
—Voy a Adrogué —dijiste.
—Yo también, mejor nos separamos —te contestó.
Su voz se fue atenuando.
—Olegario fue asesinado durante la masacre de Ezeiza. Los Montoneros fusilaron al Teniente General Aramburu. Los generales desfilaban sobre la casa Rosada. El General Onganía fue reemplazado por el General Levingston, quien a su vez fue reemplazado por el General Lanusse, que fue substituido por el tío Cámpora, seguido por el ex General Perón… Él decía que eras un desubicado. Porque nosotros estábamos militando, pensábamos que la revolución estaba a la vuelta de la esquina y teníamos el deber moral de ir a buscarla; mientras, vos te evadías con tus fantasías hipposas y uno que otro porro.
—Yo tenía mis razones.
—¿Tus razones?
—Yo era uno de los oprimidos que ustedes querían liberar; digo “ustedes” pensando que como hijos de los opresores sentirían la culpa de haberse beneficiado.
—Seguís siendo un hijo de puta.
—Hay algo más. No podía creer que Jesús, Perón, Marx o Mao tenían todas las respuestas. Cuando escuchaba las certezas de los militantes, las justificaciones de la violencia, los crímenes de los milicos alimentándose del robo y de la muerte, me parecía estar en una película donde todos éramos culpables y todos perderíamos.
—¿Y cuál era el final de tu película?
—Todos sufrirían la violencia de sus intolerancias.
La Bizantina sonrío.
—Vine a matarte —dijo.
—Está escrito que voy a morir entre tus tetas —contesté.
Isabel se rió con toda su cuerpo mientras susurraba:
—¿Mis tetas asesinas? Pienso en todo lo que las mujeres sienten de sus tetas, que son pequeñas, aunque no tanto; que son más grandes que las de…; pero jamás que podrían ser criminales.
—Juan Cruz Lombardini, ¿lo leíste?
—No.
—Escribió el libro que yo estaba leyendo el día que te conocí. Hablaba de Isabel y de la torre de la calle Arroyo. Isabel tenía los pezones envenenados, y había un poeta masturbándose mientras que con la mano libre escribía una oda cósmica a Isabel, y encima el autor se llamaba Juan Cruz.
Ella no pudo esconder su sonrisa.
—Recuerdo una obra de teatro en la que el duque de un pueblo quiere ejercer el derecho de pernada con una doncella. Antes de acostarse con el viejo duque, ella se suicida. Y su novio, luego de envenenar los labios de la muertita, la coloca en la cama de un cuarto oscuro, invita al duque a que venga a ejercer su derecho con la esperanza de que al besarla él también se muera —contó Isabel.
—Vaya la venganza que se inventaba Shakespeare.
—¿Isabel tenía los pezones envenenados? ¿Por qué, para qué?
—Nunca lo supe. Después de leer esa oración abandoné la lectura, con la certeza de que el tiempo me haría comprender el significado. Cuando te conocí pensé que me darías la clave, que eran demasiadas coincidencias tu nombre, la torre, y si asociaba todas las circunstancias me llevarían a una respuesta.
—Vine a matarte, Pedro —repitió con amargura.
—¿Por qué ?
—Siempre sospeché que eras un cobarde.
—Los cobardes raramente mueren asesinados.
—No vine a matarte por cobarde, sino por traidor.
—Isabel, ¿a quién traicioné?
—A vos; pero es irrelevante.
Isabel, la de la torre de la calle Arroyo viene a dar una respuesta al juego inconcluso. Y no es la que yo esperaba.
Tomó mis manos entre sus manos y nos quedamos callados. La Bizantina mantenía siempre la belleza de su lado. No importaba qué estaba haciendo.
—No serán mis pezones envenenados los que te maten.
Sentí un golpe seco en el pecho y me desplomé.
Escuché sus pasos bajando la escalera mientras intentaba parar la sangre que se escurría entre mis dedos.
—Isabel, la de la torre… —murmuré—. ¡Mierda! —antes que la ausencia le ganara a la vida.

Por Mario Flecha