Por Sergio Sotelo

La escritura es un acto de superstición, la apuesta a una forma de inmortalidad. Aunque quizás es también el simple deseo de dejar un rastro íntimo y personal tras los trajines y afanes de la vida. Aquí la quinta entrega de estos diarios cándidos, inteligentes y sutiles, escritos en un castellano deleitable y depurado


Hace ya días que siento como si estuviera echándole un pulso a mi voluntad. Un pulso que me acalambra no el brazo sino el ánimo. Reflexiono sobre esto último mientras fuera la tarde se rinde a un día que no ha sido todo lo productivo que me hubiera gustado. Quizá es por eso que trato de ahora enmendarlo con estas líneas a vuelapluma. En la casa de enfrente, en el vidrio de una de las ventanas del segundo piso, el sol se refleja con una luminosidad quemada que, tenue y diagonal, llega hasta mi escritorio, proyectando unas sombras minúsculas sobre la pared que son como esas moscas negras que flotan frente a mis ojos miopes al despertarme. Es una luz anaranjada, en una clave similar a la luz que irradia la bombilla de la lámpara que reposa junto a la pantalla del iMac. Con la atención mal repartida entre dos o tres cosas que me vienen a la cabeza por libre asociación, y con el esfuerzo de ser ecuánime frente a sus urgencias, vuelvo penosamente sobre mis pensamientos. Desde el último jueves, con una disciplina desacostumbrada, mantengo siempre a mano un cuaderno donde anoto con detalle los pequeños acontecimientos que dan relieve a nuestro encerramiento. Únicamente las cosas que nos pasan a nosotros, las que nos inquietan o las que nos aligeran el ánimo. Con deliberación, me aplico para no consignar nada de lo que ocurre ahí afuera. Escribo con la superstición de que el significado de mis emociones solo se me hará claro si las inventarío con aplicación en el papel. Al mismo tiempo, me resisto a la idea de que mi vida íntima sea susceptible de verterse en palabras, como si hubiera algo no lingüístico en mi experiencia del mundo que también necesito honrar. ¿Qué quiero decir con eso del pulso? Siento que me revuelvo contra mis deseos, insumiso. Hay ratos en los que siento que mi voluntad es una instancia escindida. O una voluntad devenida en dos voluntades. Una voluntad que quiere ser virtuosa y escrutadora; la otra, que quiere simplemente encontrar maneras de conducirse sin necesidad de mayor deliberación. En los afanes de la vida, somos principiantes; somos legos. La experiencia le otorga a uno cierta autoridad para los asuntos prácticos, pero en el resto de las cosas, las más personales, vivimos a tientas. Dando palos de ciego, como sugiere la expresión. Siendo como soy muy sentimental de carácter, con cierta disposición a la hiperestesia, quizá lo suyo fuera que dedicara más de esfuerzo del que dedico a examinar el origen de mis emociones. Hacerlo, con más distancia. Las pocas veces que evalúo mi discurrir emocional, lo primero que advierto es que hay en sus secuencias un componente de reactividad notable. No es simplemente que mis emociones sean casi la respuesta impulsiva a algo inmediato y muy concreto; sino que en sí mismas esas emociones poseen una cualidad reactiva que enseguida provoca reacciones emocionales encadenadas. Un poco como en un efecto dominó.

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No sé quién tiene la razón, ni quién es el que abusa a tiempo completo del otro y quién el que se deja abusar. Mi insumisión es contra los dóciles de espíritu, los que hablan en primera persona del plural, los que no se atreven nunca a no tener la razón. He estado a punto de escribir en nombre de ella, deseando impersonarla, pero me ha disuadido el revés del deseo y la rabia, algunas rimas cojas que he encontrado traspapeladas y la cacofonía de un presente opaco. Ha llegado por fin el invierno y no veo el momento de reandar el camino cuarteado de hielo por el que un día rodeé el lago Kenoza. Hoy como entonces, mis preguntas son perecederas; tus respuestas, perezosas. Es un fetiche creer que uno es mejor que sí mismo, que esto es mejor que aquello. Creer en el fetiche —¿o es la superstición?— de que el tiempo nos endereza, o que nos completa. Hace unos años viajé con B. a Paraguay, con ganas pero sin entusiasmo. El país me decepcionó, tanto como lo decepcioné yo a él. Ahora que releo a Thoreau, contagiado por esa elocuencia suya de hombre pío y recto que solo se debe a su propio catecismo, no puedo sino pensar en volver esta vez a Paraguay para convencerme —ojalá que con humor— de que la novela de mi vida siempre admitirá una reescritura. La vergüenza, la añoranza, un subsidio, el beneficio, la líbido: se me ocurren varias cosas para explicar por qué he resuelto hacer esto y no lo otro. Aunque en el fondo me consta que son todas razones devenidas, y que me cuesta aceptarlas como propias. El autómata furioso se da cuerda a sí mismo con toda la consciencia de la que es capaz. A ratos, fantasea con vestirse de polichinela, como en la película de Pietro Marcello. Me sirvo un poco de té blanco del termo que dejé anoche infusionando en frío y el sonido líquido parecería adquirir en el cuenco de cerámica una nota de latón transmitida —imagino— por el taburete metálico de Ikea donde reposa. Es un sonido bello a su manera; un sonido que me basta… Es un eco de lo posible. Antes de poner a un lado Walden anoto en mi cuaderno: “Debemos transmitir nuestro valor y no nuestra desesperación”.


Sergio Sotelo es Editor Asociado de Perro Negro. Ha tenido varias ocupaciones en la equívoca industria de los contenidos periodísticos, pero lo que de verdad le apasiona es hacer preguntas y hacérselas.