Por Sergio Sotelo

Ya que es la séptima entrega de estas crónicas tan personales, como sutiles e inteligentes, lo hacemos por partida doble y con la no tan callada convicción de que muchos se van a deleitar tanto como lo hacemos nosotros cada vez que recibimos noticias de nuestro Editor Asociado al otro lado del Atlántico


Hago con mis manos un cuenco, en el que recibo cualquiera sea la experiencia con la que me obsequia el aquí, el ahora. También, lo que soy capaz de hurtarle a mi voluntad, a la razón. Contemplo esta dádiva con asombro, o con codicia, o con repugnancia, extrayendo vete tú a saber qué conclusiones, alimentando un sentido de trascendencia y de empoderamiento en los que hay cierta euforia, sí, pero también un sentimiento de imposibilidad. Una conciencia de finitud. Vivo la vida como si cada día fuera la víspera de algo que no termina de ocurrir, con una sensación permanente de duelo en la que honro la memoria equivocada: ignorando las horas difuntas y los muertos que han ido quedando atrás. Mis muertos. Aún así, la idea del luto, como la tristeza, me resultan intolerables. Me gusta vestir colores vivísimos, conversar con avidez, cantar tangos haciendo falsete, lo que en el fondo lo niega casi todo sobre mi persona. Me gusta repetir que de poco vale estar en lo cierto cuando tus razones no te convencen, cuando el lenguaje no te conforta. Creo que este momento pasará; como pasará esta vivencia, este baile de sombras… No alcanzo a saber por qué motivos insisto en este esfuerzo, pero aun así no puedo evitar que me vengan a la cabeza, una y otra vez, unas palabras de Simone Weil: 

El deseo de luz produce luz. 
Hay verdadero deseo cuando hay esfuerzo de atención. Es realmente la luz lo que se desea cuando cualquier otro 
móvil está ausente. 
Aunque los esfuerzos de atención fuesen durante años 
aparentemente estériles, 
un día, una luz exactamente proporcional a esos esfuerzos 
inundará el alma. 
Cada esfuerzo añade un poco más de oro 
a un tesoro que nada en el mundo puede sustraer.
              §

Busco el espejo de un hombre feliz en el que mirarme. A veces ese hombre soy yo mismo, con mis defectos y mis malos gestos. Mi felicidad está hecha de cansancio y circunloquios, de tics que me incomodan cuando los veo reproducidos en los demás, y de medias verdades, de mentiras a medias. Leo los títulos de los libros en la estantería que hace esquina junto al balcón, viendo si combinados aleatoriamente podrían valer para componer algo parecido a la oración que invocaría una persona que ha perdido la fe, o que se arriesga a perderla. Entretenido con matatiempos así es como logro mantener la cordura en las primeras horas de un lunes festivo que me recibe con generosidad, sin importarle si cumpliré o no alguna de las cosas que le había prometido. O que me había prometido. Hay unos cuantos libros que descansan firmes los unos contra los otros, pero aun así hay bastantes a los que les vence el peso. Eso es algo que me complace, para qué fingir. Unos se inclinan hacia la izquierda, otros hacia la derecha, sin un patrón reconocible. Hace años que pongo cuidado en que haya más espacio en los estantes que volúmenes, aunque para ello los tenga que colocar en dobles filas. No sé bien cómo explicarlo, pero encuentro un poco desagradable la visión de los libros erguidos y verticales, tocándose como si fueran individuos que nada saben los unos de los otros y que, sin embargo, han sido dispuestos hombro contra hombro. Tiene algo de promiscuo, de opresivo. Algo así como mear de pie en un lavabo público junto a alguien que mira la forma como te coges el pene. Aunque para ello deba regalar los libros que me sobran y hacer espacio continuamente, trato de que las novelas y los poemarios de mi colección, los ensayos y los dietarios y las guías de montaña, disfruten de esa suerte de intimidad, aunque sea mínima. Quizá también por eso que los abandono por toda la casa, haciéndome el despistado ante mi mujer. En el dormitorio, en el comedor, en la entrada junto al paragüero, en los alféizares de las ventanas, encima de las sillas… Me levanto y me acerco a inspeccionar el ficus que tenemos en la esquina opuesta del salón, que luce más vigoroso si dejo que la tierra de la maceta se seque antes de volver a regarla. Desde aquí, mis ojos de miope ya no alcanzan a leer el lomo de los libros, así que me siento tentado de retomar mi pensamiento vago acerca de la felicidad. La felicidad, o lo que sea en lo que consiste una noción que, en el fondo, creo que es algo más trivial; algo que solo sé proyectar en unos pocos objetos, como los libros o ciertos enseres de la cocina, y en algunas acciones sin consecuencia. Proyectar en ellos esa felicidad equívoca en un ejercicio de credo animista, supersticioso. Al rato, me giro de nuevo hacia la estantería, tratando entonces de reconocer los libros por el color de sus guardas o su tamaño, evocando tentativamente sus títulos. Es paradójico que haya momentos en los que lo único que me salva de esta sensación de imposibilidad y desánimo sea la atención; que haya otros momentos, en cambio, muy por el contrario, en que lo único que me redime sea lo contrario. Abstraerme de cualquier detalle y mirarlo todo sin prestar cuidado, sin echarle cuento…


Sergio Sotelo es Editor Asociado de Perro Negro. Ha tenido varias ocupaciones en la equívoca industria de los contenidos periodísticos, pero lo que de verdad le apasiona es hacer preguntas y hacérselas.